Capítulo XXII

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Si Romeo o Mercucio volvieron a casa aquella noche, Benvolio no lo supo. Pues él no lo había hecho.

En cuanto Romeo lo dejó solo fuera de la mansión Capuleto, Benvolio se dirigió hacia el monasterio de Fray Lorenzo.El lugar quedaba lejos de aquella zona de la ciudad, pero dedicó el trayecto a pie para meditar.

No estaba seguro por qué sus pies lo estaban impulsando hacia allí, cuando él había dado el asunto por terminado. Ni siquiera hacía falta preguntarle al fraile cómo estaba Curio o qué sería de él. Se dijo que eso ya no era problema suyo. Pero, aun cuando se repetía esas palabras una y otra vez, sus pies siguieron andando y su corazón seguía apedreando su pecho.

No podía seguir negándose que había considerado a Curio como alguien querido, algo que era solo suyo. Y por ello no podía dejarlo ir así nada más. Sentía que debía, al menos, volver a verlo una vez más. Sin venganzas o disculpas de por medio. Solo volver a ser Curio y Ángel.

Cuando llegó al monasterio, el sol aún no había salido. Pero el Fray, ya estaba trabajando en su claustro. Ni siquiera se sorprendió de ver a un Montesco irrumpiendo allí a aquellas horas.

—Buen día, padre —saludó tímidamente Benvolio, sintiéndose grande y torpe en aquel pequeño claustro lleno de plantas y herramientas.

— ¿Qué voz tan suave saluda tan pronto? Si fueras otro y no Benvolio te preguntaría qué haces aquí tan temprano —preguntó el fraile con aire distraído, mientras regaba con sumo cuidado unas macetas que contenían hierbas medicinales.

—En realidad, no he dormido aún, padre —respondió el intruso, apenado.

—Eso puedo adivinarlo ahora que te veo con atención —comentó el fraile cuando al fin se volteó a verlo—. Llevas el aroma de las rosas y la algarabía. ¿Qué travesuras han cometido ustedes tres en la fiesta de los Capuleto?

—Nada hemos hecho. Ninguno estaba de humor para travesuras... A excepción de Mercucio, quizás.

—Ah, ese niño —suspiró el fray, recordando los tortuosos años en que fue maestro de ellos tres—. Entonces, ¿qué te trae aquí? —preguntó, aunque ya podía adivinar la respuesta.

—Es... Quería...

Fray Lorenzo dejó sus plantas y se quitó la tierra de las manos con un viejo pañuelo, antes de volverse hacia Benvolio con una carta en su mano y una sonrisa amable en su boca.

—He ido a verlo —dijo y, aunque no había dicho su nombre, el corazón de Benvolio comenzó a latir con fuerza—. Has cuidado bien de su herida y de su corazón. Pero ese muchacho ha decidido que su viaje hasta aquí ha sido en vano y decidió volver a alta mar. Dejó esto para ti.

Benvolio miró al fraile con estupor.

¿Irse?

Con manos temblorosas, tomó la carta y leyó:

Ángel:

Nunca me alcanzará la vida ni las palabras para agradecerte todo lo que has hecho por mí. Me regresaste al mundo de los vivos y me demostraste que aún hay bondad en él.

Confieso que nunca supe qué guió mis pasos de vuelta a la Bella Verona. No sé si fue por venganza o por perdón o por la ridícula idea de intentar cambiar esta corrompida ciudad. Ahora ya no lo recuerdo. Cualquier sentimiento que haya tenido hacia los Montesco se vio transfigurado en el momento en que te conocí.

Sé que quizás nunca podrás perdonarme y lo entenderé. Lo que hice no tiene perdón del hombre ni de Dios. Tampoco quisiera darte excusas vanas, actué bajo el mandato familiar. En aquel entonces era un mozo que había perdido a su padre y se dejó envenenar por el mortal mandamiento que rige Verona. Ojo por ojo, Capuleto por Montesco.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now