Capítulo XX

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Benvolio no estaba de humor para ir a una fiesta. Mucho menos para una que se realizaría en la mansión Capuleto. Y, aun así, allí estaba, en los aposentos de Mercucio, colocándose una ridícula máscara picuda bajo su capucha. A veces se sorprendía del influjo que tenía Mercucio sobre él y Romeo. Si Mercucio decía "hagamos esta insensatez", los tres cometerían esa insensatez. Si decía "nos colaremos a este baile", se colarían a ese baile. A veces lo odiaba por eso.

Aunque, a diferencia de Benvolio, Romeo parecía estar casi emocionado por la fiesta. Anudaba su oscuro jubón como el guerrero se colocaba su armadura antes de una batalla y paseaba por la lujosa habitación cual pájaro enjaulado. Al principio, Benvolio lo consideró nervioso por aquella travesura, pero pronto reconoció aquel brillo expectante en sus ojos azules, igual al que solía tener antes de las navidades. «Quizás esperaba encontrarse con Rosalina en la casa de los Capuleto» pensó Benvolio, negando con la cabeza. Quizás su pequeño primo no tenía remedio.

Por su parte, el mayor de los Montesco no quería saber nada sobre bailes y Capuleto.

Él aún seguía pensando en Curio... En Caesar Capuleto.

Se había pasado largas horas en el calabozo de Fray Lorenzo; en un encuentro que fue mitad confesión religiosa, mitad charla amistosa. El Fray había sido quien los había instruido a todos los Montesco en los misterios del catolicismo y, también, se había convertido en una especie de amigo y guía para cuando no podían sincerarse entre ellos.

Y así lo había hecho Benvolio. Le contó todo, o casi todo, lo que había sucedido con Curio y quién había revelado ser. Había esperado que el Fray pudiera decirle qué sentir y hacer, porque, por supuesto, Benvolio no tenía ni idea de cómo sentirse o qué hacer.

—Benvolio, hijo mío, eres el muchacho con el corazón más bondadoso que he conocido en esta ciudad. Si hay alguien aquí que es capaz de ver a su enemigo a la cara si levantar su espada contra él, ese eres tú —le había dicho Fray Lorenzo con una sonrisa amable que marcaba las arrugas de su rostro y su voz tranquila que podía hacer dormir hasta al imperativo de Mercucio durante sus clases.

—No es cierto, padre —negó el Montesco, y a pesar de que ahora era el doble de alto que el Fray, se sintió pequeño y obstinado.

—Hijo, has conocido a quien consideras el causante de tus desdichas, lo has tenido frente a ti, y no le has herido, cuando otros, en tu lugar, habrían desenvainado sus espadas por discordias más insignificantes.

—Pero no sé de qué sería capaz si volviera a verlo —confesó Benvolio y, aún mientras decía aquello sentía cómo la pena y el odio luchaban por dominar su corazón.

—Pues no lo hagas —dijo el Fray y Benvolio levantó su cabeza de golpe.

Sintió una sacudida ante la idea de no volver a ver a Curio. Cuando tendría que haber sentido alivio, solo pudo experimentar confusión. ¿Acaso quería volver a verlo? ¿Para qué? ¿Venganza o absolución? Y, una parte de sí, no pudo evitar preguntarse qué sería de aquel hombre del que había cuidado tanto tiempo. Al que había llegado a considerar un amigo.

El Fray Lorenzo, que lo había visto crecer y lo conocía como pocos, adivinó sus sentimientos.

—Si me das indicaciones, yo mismo iré mañana a ver por él —le dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Después de todo, Nuestro Señor nos ha enseñado que hasta el pecador más incorregible tiene derecho a una confesión, ¿no?

Habían pasado días desde aquello y Benvolio no había tenido noticias de Curio, tampoco se había animado volver a ver al Fray Lorenzo. Se dijo que aquello ya no era su problema.

—¿Están listos, mis señores? —preguntó Mercucio, saliendo de detrás de un biombo y rompiendo los pensamientos de Benvolio.

Llevaba la misma máscara de cuervo que sus amigos, pero en él cobraba un aire de magnificencia. Sobre su jubón de ébano y oro llevaba una corta capa con cuello de negras plumas que se mezclaban con sus rizos. Más que un simple cuervo, Mercucio se veía como el rey del inframundo.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now