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Carter

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Carter.

Han pasado quince minutos desde que Aiden se ha ido sin dar muchas explicaciones. He intentado convencerme de que todo va bien y que simplemente tendrá que llamar a alguien —después de todo, ha prometido que todo está bien—, pero una parte de mí no se lo termina de creer. ¿Será una invasión de su privacidad ir a buscarle? Si no recuerdo mal, me ha pedido tres minutos, y han pasado cinco veces ese tiempo.

Espero que no sea nada relacionado conmigo, como que quiera echarse atrás y no volver a verme. Si es así, prefiero vivir engañado un rato más y que me lo confiese después de la cena, porque me sentiría como un imbécil si me tocara soportar el menú de siete platos junto a los enamorados mientras las lágrimas se me acumulan en los ojos. Eso no quita que quiera ir en busca de una explicación, así que me levanto de la silla en la que llevo sentado las últimas cuatro canciones y atravieso la misma salida que Aiden usó para irse.

No me hace falta llamar con los nudillos a muchas puertas. Aiden no ha puesto demasiado esfuerzo en ocultarse, de lo cual me alegro, porque no quiero gastar mi energía en jugar al escondite con uno de mis acompañantes de boda. Está sentado en un sofá de la sala contigua, mirando su móvil.

Está tan absorto en lo que sea que hay en la pantalla que no repara en mi presencia. Me quedo unos instantes apoyado en el marco de la puerta, observándolo, intentado descifrar qué es lo que le ha impulsado a marcharse nada más pedirle un baile. Pero no tengo la menor idea. La única forma de enterarme de lo que ocurre es preguntándole directamente.

—Llevas aquí un buen rato —digo con voz suave.

Levanta la mirada sorprendido.

—Perdón... tenía que leer un email.

¿Un email? ¿Qué clase de email es tan urgente para que desaparezca de una boda? Podría esperármelo de un importante ejecutivo, pero no veo qué clase de mensaje puede ser en el caso de Aiden. Ni siquiera sabía que usaba el correo.

—¿Has podido leerlo? —pregunto, prudente.

—Sí. Doce veces —reconozco.

—¿Y? ¿Quieres compartirlo?

Se desinfla despacio, como si tuviera mucho aire por dejar salir. El lado pesimista en mí empieza a temerse lo peor.

—Tenemos que hablar.

Nada bueno va después de esa frase.

—¿Qué ocurre?

—Ven, siéntate. —Deja el móvil encima de un cojín y da unas palmaditas sobre el asiento a su lado para que vaya.

Obedezco. Cada vez tengo un presentimiento peor de lo que me va a decir, así que quizá no sea una idea tan ridícula estar sentado cuando se atreva a soltar la bomba.

Me siento estúpido. Nunca suelo bajar la guardia, pero, en este caso, estaba desesperado por que todo saliera bien. Y de veras creía que, superado nuestro tira y afloja, ya no habría baches en el camino de Aiden y yo. O, por lo menos, que no habría ninguno grave. Por su tono de voz, puedo imaginar que, si se trata de un bache, es uno gigantesco.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora