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Aiden

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Aiden.

Las fresas del pequeño comercio en el que compré las cestas son increíblemente dulces, aunque no lo suficiente para opacar el regusto amargo del «amistad» que he dicho antes.

Es culpa mía por hablar, claro. No sé muy bien qué pretendía, quizá buscar alguna reacción de alerta en el rostro de Carter. Por eso, ver cómo esa palabra le ha provocado un alivio inconfundible me ha dolido más de lo que esperaba.

No obstante, era previsible. De los dos, Carter siempre ha sido el que más conectado está con sus sentimientos, y estoy seguro de que los racionaliza a más no poder. A mí me produce rechazo la palabra amistad porque creo que cataloga lo que hemos empezado como un experimento ya fallido, pero es la verdad a fin de cuentas. Somos amigos. Las circunstancias que nos han llevado a compartir habitación no permiten nada más allá, así que quizá esté bien dejar las cosas claras.

Tardo unos segundos en asimilar que su alivio no se debe a que yo no le guste, sino a que, para disfrutar estos momentos, hay que llamar a las cosas por su nombre. Sin complejos. Puede que yo sea más propenso a dejar muchas frases implícitas, pero no hay más que ver lo mal que salió mi relación con Kim para entender que la vía de Carter es mejor.

Pues nada; si hay que ser sinceros, tendré que darle una oportunidad a esto de catalogar lo nuestro. Perder el miedo a las etiquetas. La amistad no es algo malo, ¿no? Aquí estoy, haciendo un picnic con mi buen amigo Carter, a quien muy posiblemente acabe comiendo la boca dentro de un par de horas en nuestro cuarto. Amigos del alma.

Amiguísimos.

—¿Por qué me miras así? —inquiere, y muerde una fresa.

No era consciente de que le estaba mirando, pero no me sorprende. Últimamente, encuentro que mis ojos se desvían hacia él con mucha facilidad. En el coche mientras conduce, en la habitación cada vez que sale del baño, cuando me lo encuentro en una de las entradas del campus...

—¿Así cómo?

—Como si estuvieras pensando en besarme.

Sonrío.

—¿Estás utilizando psicología inversa para convencerme de que quiero besarte? Suena a manipulación.

—Ah, ¿no quieres besarme? —Pone cara de ofendido.

—Yo no he dicho eso.

—Más o menos sí.

—Pues no voy a caer en tu juego. No voy a besarte.

No entiendo por qué gira el torso hasta que contemplo lo que está haciendo: se lleva las manos a la espalda, al hueco entre las escápulas, y finge arrancarse un puñal.

—¿Puedo saber por qué?

—Porque quiero reservar los besos para luego.

Niega en señal de desacuerdo.

Off-shore | ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora