Pedimos un par de copas —pronunciando mal los nombres— y esperamos hasta que nos las traen en unos vasos con forma futurista. Valen veinte pavos cada una.

—Recuerda beber despacio —advierte, y se parte el culo de risa—, que cada sorbo son dos dólares.

—Por supuesto. —Fijo la mirada en el horizonte.

A lo lejos se puede ver una fogata que han encendido en la playa, y hay un grupo de adolescentes bailando alrededor de ella. El resto de la ciudad también fluye con actividad: la noche en San Diego aún durará muchas horas.

—Esta es la mejor copa que he probado en mi vida —dice.

Lo es. Puedo atestiguarlo.

De hecho, está tan buena que pedimos otra más para cada uno. Puede que Carter se lo pueda permitir, ya que está empleado, pero yo no puedo evitar pensar que es mala idea.

«A la mierda», decide mi cabeza al coger la tarjeta, «más te ibas a gastar en planes románticos con la infiel».

A la segunda copa, mi cabeza empieza a dar vueltas.

A la tercera, comprendo que la de Carter también, porque de repente noto sus manos deslizándose por el hueco de mi camiseta y subiendo por mi espalda. Mis terminaciones nerviosas se activan. Cuando se detiene y comienza a recorrer el mismo camino por delante, agarro su mano.

—Carter, estamos en un bar —le recrimino.

—Podemos culpar al alcohol.

—El alcohol no te provoca inspeccionar torsos.

—¿Cómo que no? Cada uno se emborracha de forma distinta. —Resopla—. Tengo que ir al baño un momento.

Asiento y me hago a un lado para que consiga sacar sus piernas de la butaca; sin embargo, una vez de pie, se queda parado, como a la espera de algo.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Que ahora es un muy buen momento para que digas «uy, qué casualidad, yo también me estoy meando».

Pillo sus intenciones al segundo.

—No...

—Sí.

—Carter.

Aiden —replica, imitando mi tono.

Coge su copa y se bebe los dos dedos de líquido que quedaban dentro. Me mira, expectante, incitándome a hacer lo mismo con la mía. ¿Soy capaz de decir que no?

«Sabes que no», responde mi mente por mí.

Disfruto del calor que me da el último trago al descender por mi garganta y me levanto yo también. Busco en mis bolsillos hasta encontrar un par de billetes de dólar y los dejo en la mesa antes de alejarme, siguiendo a un Carter que ya está avanzando por el pasillo por el que vinimos antes.

No hay cola en el baño. No hay gente mirando. No hay...

Carter interrumpe mi efímero repaso al bar cuando me coge del brazo, me arrastra al otro lado de la puerta rápidamente y me sujeta sin moverse unos segundos. Le veo escudriñar cada centímetro del baño en busca de algo que delate la presencia de otra persona: una respiración, los latidos de un corazón o una conversación. Pero no se oye nada.

—Esto es mala idea —digo de todas formas.

—Es una idea terrible —responde sonriente, y aplasta sus labios contra los míos. Sólo con la presión de su boca es suficiente para que mis piernas den marcha atrás y entremos en uno de los compartimentos rectangulares individuales.

Off-shore | ©Where stories live. Discover now