—¿Y puedes decirme qué es lo que hay reservado? —pregunta al ver que no he dicho nada más.

Esbozo una sonrisa ladeada.

—Qué poco te gustan las sorpresas.

—Me gustan, pero soy curioso por naturaleza.

—Pues aguanta la curiosidad media horita.

—Dame una pista. ¿Hay que ir en coche?

—No, podemos ir andando desde aquí.

Terminamos rápidamente la comida y empezamos a pasear con las cestas en la mano. Las direcciones de Google decían que sólo había que caminar en dirección a Pacific Beach, así que espero que no acabemos perdidos. No nos encontramos a nadie hasta pasados quince minutos.

Suspiro con alivio al ver el local que hay junto al mirador. Toda la gente que faltaba en la explanada del parque debe de estar aquí, porque el ambiente es radicalmente opuesto: la música retumba al salir por unos altavoces descomunales, el sitio parece bañado en infinitas luces de neón y las conversaciones de los clientes se confunden y entremezclan en un murmullo que se oye a quince metros de distancia.

—¿Qué es esto? —dice Carter con la boca abierta.

Esto —respondo, abriéndome paso entre la cola de curiosos que aún no saben que, para conseguir una reserva en este lugar, casi hay que sacrificar a tu primer hijo— es el bar de copas de moda. Con vistas a la playa y al mar y un DJ cada noche. Hay que reservar con semanas de antelación.

—¿Ah, sí, semanas? ¿Y cuándo reservaste, antes o después de que te intentara echar de nuestro cuarto?

Suelto una carcajada.

—Oh, no, yo no he tenido que reservar con tanta antelación. ¿Te acuerdas del amigo que mencioné? Sus padres son los dueños de este local. Me ha hecho el favor de colarnos.

Josh me sorprendió hoy mientras comíamos en el italiano al decirme que está forrado. Bueno, él no, sus padres. Al parecer, siempre han tenido un ojo para los negocios, y se dedican a montar locales de ocio que, de una forma o de otra, aparecen en todas las revistas importantes. Antes de que se muera el bombo publicitario, los venden y abren otro, y así en un bucle incesante. Cuando preguntó si quería una reserva en el nuevo bar de sus padres, no pude decirle que no.

Al buscar la dirección del local en Internet, tuve que bajar un buen rato y buscar entre los resultados para dar con ella, pues casi todas las páginas eran artículos de Cosmopolitan y Elle dando las claves para conseguir una mesa en Indigo. Delante del sitio, puedo entender por qué: no sólo el sitio está decorado a medio camino entre lo ciberpunk y lo art-déco, sino que todas las mesas están al borde del mirador.

—Voy a necesitar contactos así —dice Carter.

—¿Te gusta? —pregunta, feliz.

—Me encanta. Gracias por traerme.

Se acerca unos pasos a mí para besarme y entramos en el bar de copas. Confío en que la música y la luz azul que baña el pasillo principal sean suficientes para distraer a Carter de mi cara de fascinación. ¿Por qué cada vez que me besa quiero más? ¿Y cómo puedo hacérselo saber sin que suene raro?

—¿Qué pasa si no estamos en la lista? —pregunta él.

—Probablemente nos echen de una patada en el culo, como a unos que estaban fuera. Pero confío en mi amigo.

Una camarera busca mi nombre en la agenda de reservas y nos guía zigzagueando entre la multitud hasta la mesa que tiene mi apellido impreso en un papel. Aunque pensaba que era imposible, el volumen de la música house se multiplica con la siguiente canción. Tenemos suerte de que los asientos están uno al lado del otro para poder observar las vistas, porque la única manera de que escuche lo que me diga Carter será si me lo grita directamente en el tímpano.

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