Capítulo 53:

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Decir que me sentía muerto sería el eufemismo del siglo. 


Alexa no sólo me había asesinado, lo había hecho de la forma más brutal y desgarradora que podría haber pensado.


¿Utilizarme para lastimar a Evelyne? ¿Y de paso lastimarme a mí? 


La muy perra fue inteligente y una excelente actriz. De verdad había creído que me amaba y se sentí­a mal por Lyne.

Ahora que pensaba en todo lo sucedido las piezas encajaban perfectamente, las expresiones cobraban sentido, las sonrisas inesperadas y las miradas culpables que en su momento decidí­a estúpidamente ignorar y de las que desconocí­a completamente su nacimiento, podí­a entenderlas por completo.

Las sonrisas y el brillo malvado en sus ojos que tanto amaba, esas cosas que fervientemente creía­ nunca me lastimarí­an terminaron dejándome increíblemente...


Roto.


Me sentí­a irreparable.


Como si toda mi vida hubiera sido del cristal más transparente y frágil de todos, y ella, siendo un fuerte y enorme puño que me destrozó por completo. 


¿Era en serio tan necesaria toda esta venganza?


Al parecer, para ella lo era.

Y yo aquí, pensando en lo patético que me sentí­a, y Evelyne sintiéndose igual o peor que yo.

Otra vez las personas que más querí­a tení­an que sufrir por mis errores, por mi calentura.


Listo, me convertiría en cura...


¿A quién demonios quiero engañar? 

Sería un pésimo cura, si ahora no era capaz de resistirme a las tentaciones no lo haría como cura, además de que los curas creí­an en Dios y toda esa mierda y yo no lo hacía. 

Tal vez ahí radicaba el problema.


Tal vez por culpa de mi ateí­smo mi vida era una verdadera mierda, tal vez Dios sí existe y me está diciendo, más bien gritando, que crea en él.


Y tal vez soy un imbécil paranoico que intenta encontrar el porqué de sus desgracias en algo tan estúpido como el ateísmo.


Suspiré.


Ojalá todo esto fuera una pesadilla, una horrorosa pesadilla. 


Pero el dolor era demasiado fuerte como para ser irreal, un producto de mi mente torturada y culpable.

Una pequeña parte de mí sabía que no debí­a confiar en ese oscuro ángel de la muerte, en esa belleza andante de mirada sombría, pero como todo el mundo dice:


El amor te ciega.


Yo estaba ciego, no podía ver las diminutas pistas, esas pequeñas y extrañas cosas que ella hací­a que demostraban su maldad.

¡Malditas Traiciones!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora