Capítulo 18: Parte 2

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Dicho aquello comenzaron un viaje agotador hasta el lugar donde se encontraba el jefe de Puerto Mer. Los descendientes pudieron conocer el pueblo un poco más, encontrándose con parques, residencias y, negocios de aspecto tan humilde y amigable; sin duda alguna, les habría gustado esconderse o vivir allí si no cargaran un enorme deber. También habrían disfrutado la vista de no ser por las cadenas rodeando sus cuerpos, los guardias empujándolos hacia adelante y los constantes insultos del vendedor de frutas siguiéndolo detrás.

Fue una larga caminata bajo la luz del sol, muy extenuante para ambos y siendo la pelirroja la más afectada, pues la fiebre y la debilidad en su cuerpo aumentó a causa de esto. Archibald pocas veces apartó su mirada de Julie desde que notó el rubor aumentar en sus mejillas y la observó tropezar varias veces al caminar.

En cualquier momento perdería la consciencia y aquello no sería para nada bueno.

Los edificios se volvían elegantes y grandes a medida que avanzaban hasta el final de Puerto Mer. Después de casi una hora deambulando en las calles, con un agobiante clima caluroso, llegaron a una poderosa fortaleza religiosa: el hogar del Patriarca.

La «Cátedra Lune d'eau» destacaba en extravagancia al ser una gigantesca sinagoga de paredes blanquecinas y con la estatua de una luna azul enorme sobre el techo de la torre central, la más alta de las tres. Sus tonos celestes y níveos hacían los ladrillos brillar bajo la luz del sol, y, su arquitectura le daba una apariencia imponente e impenetrable.

Fueron llevados a ese santuario, protegido por altos muros y custodiado por vigilantes musculosos con espadas enormes en sus manos. Atravesando la entrada principal había un hermoso jardín bien cuidado y varias fuentes refrescando las plantas. Algunas damiselas con túnicas y velos blancos paseaban por los senderos verdes de la catedral, sin embargo, solo una de ellas se atrevió a acercarse a los guardias.

La mujer poseía un rostro angelical embellecido por ojos azules cristalinos, labios pálidos y una mirada dulce capaz de apaciguar la más grande ira. El Esmeralda ablandó su semblante serio al toparse con la expresión serena de la sacerdotisa.

—Hermanos, ¿Qué los trae por aquí con estos niños apresados?

—Los hemos atrapado aprovechándose de este pobre hombre y solicitamos una audiencia con el Patriarca Sama'el para escuchar su sentencia.

—¿En vísperas de las «Fiestas del Amanecer»?

Julie y Archibald se observaron en silencio, confundidos por el nombre de tal celebración ¿Acaso se relacionada con ellos y, el Sol y la Luna?

—La ley no toma vacaciones —respondió el guardia.

—Bien —suspiró—, síganme.

«Tengo un mal presentimiento», pensó el príncipe antes de perseguir a los adultos en silencio y llegar hasta el final del jardín.

La dama guio a los vigilantes hasta una gigantesca puerta de plata y al cruzarla se toparon con asientos largos dispuestos en dos columnas, estatuas de santos, un par de confesonarios en las esquinas, algunos asientos individuales a los lados para rezar y, al final, el magnífico altar de la iglesia con una figura de un hombre en túnica en la pared. Archibald tardó en reconocer la identidad del ser de la escultura, aun así, mientras se acercaba pudo observar con más claridad la luna tallada en su frente y dos estrellas dibujadas en sus palmas mostradas al público.

Era Ezius, el Dios Espiritual, su supuesto antecesor.

Los guardias se detuvieron frente a la peana y esperaron la llegada del Patriarca, después de escuchar un «Ya regreso» de la sacerdotisa. Pasaron al menos veinte minutos antes de ver una pequeña puerta en la esquina izquierda abrirse. De allí apareció un hombre de hebras níveas con una toga del mismo color llegando hasta el suelo, además de mangas largas y ondas celestes dibujadas por la tela junto a una enorme luna en la espalda. El sujeto mantenía sus manos unidas frente a su cuerpo y una mirada serena expresada en sus iris grises, tan claros que a veces simulaban ser blancos. Una vez se detuvo frente ellos observó fijamente a Archer y él agachó la cabeza con culpa, el sudor le rodó por la frente y las palabras se enredaron en su garganta. Nunca había sido atrapado hurtando algo, más bien, jamás necesitó robar para sobrevivir; ahora se encontraba frente al jefe del pueblo a punto de recibir una sentencia. Definitivamente, se sentía arrepentido, pero ¿Pudo hacer algo a parte de saquear? No tuvo alternativa, aun así, no quería alzar su cara para toparse con unos ojos juzgadores. Entonces, el Patriarca hizo una pregunta.

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