―Es bueno ver que tú sigues siendo el mismo, Mercucio ―sonrió Romeo, su primera sonrisa de verdadera felicidad en días―. Es bueno volver a verte.

―Por supuesto que siempre es bueno verme ―indicó Mercucio, reflejando la sonrisa de su amigo.

Habían pasado tres años desde su despedida, cuando los tres eran muchachitos que aún no habían vivido sus primeros quince veranos. En ese entonces, Romeo, su primo Benvolio y Mercucio, aún corrían por los viñedos de los Montesco practicando con espadas sin filo y ayudaban a los siervos a pisar las uvas del primer vino. Eso no le agradaba mucho al padrino de Mercucio, el príncipe de Verona, por lo que lo envió a estudiar a Francia, con la esperanza de que volviera convertido en un caballero.

Y, ahora que al fin había vuelto, sabiendo fingir ser un caballero, Mercucio se encontraba a un Romeo que le era extraño. A quien recordaba jovial e imperativo, ahora estaba sumido en la más profunda melancolía que había visto alguna vez. Mercucio tuvo un mal presentimiento.

* * *

El palacio de la casa Della Scala era tan frío y opulento como Mercucio lo recordaba. Al menos era bueno saber que algunas cosas nunca cambiaban, se dijo.

Fue bien recibido por los sirvientes que se deshicieron en halagos y promesas de preparar sus aposentos y comidas tal como a él le agradaban. Mercucio los aceptó a todos con una sonrisa amable. Adoraba ser el centro de atención y que lo consintieran. Aquella era, según él, la única ventaja de ser el protegido del príncipe de Verona.

―Su alteza pidió que fuera a visitarlo a su despacho en cuanto llegara, Señor ―le informó su paje.

Mercucio sabía que aquella petición, era en realidad un "hora". Así que se dirigió con paso tranquilo al despacho donde su padrino recibía a mercaderes y nobles de la ciudad.

Goleó la pesada puerta antes de abrirla sin más.

―Durante tres años he invertido una fortuna para que la mejor educación de Europa te convierta en un caballero digno de tu linaje. Veo que mi dinero ha sido desperdiciado ―lo recibió su padrino.

Mercucio lo miró impasible. Valentino Della Scala tenía el mismo cabello rizado, marmolado con plateadas canas, y los mismos ojos negros que él. Los mismos rasgos afilados y largos. Valentino era su padre. Mercucio lo sabía. Lo había sabido durante años. Él era un bastardo que el Príncipe había camuflado bajo el título de sobrino. El pobre niño huérfano de un familiar que él había adoptado. Las señoras de Verona siempre se conmovieron al escuchar esa historia y los hombres admiraban la generosidad de su príncipe. Nadie sospechaba que Mercucio era, en realidad, el hijo que Valentino tuvo con una sierva que había amado en secreto y murió al dar a luz al niño.

Valentino había amado con locura a aquella mujer y a su hijo, pero no podía dejar que se supiera su indecorosa relación. Y ahora debía lidiar con un joven que había consentido en demasía y que no recibía mayor responsabilidad que saber comportarse en sociedad y conseguir un matrimonio digno.

―Su alteza, me conmueve saber que me ha extrañado como yo a vos ―saludó Mercucio con una exagerada reverencia―. Oh, y veo que mi buen y querido primo está aquí también.

―Mercucio ―saludó Paris con la galantería de siempre.

Se midieron con la mirada. Pero al final Paris extendió los brazos y ambos se fundieron en un fraternal abrazo. El conde Paris incluso revolvió los risos de su pequeño primo. Y Mercucio estuvo a punto de darle un golpecito, cuando un carraspeo los interrumpió.

―No estas ayudando, Paris ―lo reprendió el príncipe.

―Lo siento, tío ―Paris soltó a Mercucio y miró apenado a su gobernante.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora