Capitulo siete

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La misericordia de un demonio

Un impulso hizo que aquella noche sobrevolara el valle y sus bosques. Hacía mucho que no hacía aparecer sus alas demoníacas que se asemejaban a la de los cuervos - sus animales afines - y decidió que sería bueno para su espíritu afligido. Lo cierto es que no recordaba cuando fue la última vez que voló. Más o menos haría unos ochenta años o más. 

Ya era hora de estirar las alas.

La noche era clara y estrellada y Araziel sonrió ante la perspectiva de alzar el vuelo y perderse contemplando el cielo estrellado. Recordó la primera vez que vio las estrellas. Acababa de atravesar la barrera que separaba su mundo con el de los mortales y lo primero que pasó por su mente al verse rodeado de tantas puntos brillantes fue creer que estaba en una especie de paraíso.

Aquella belleza etérea le llenó de una extraña paz interior e hizo que, después de mucho tiempo, tuviese ganas de seguir adelante. Era como si aquella energía almacenada en grandes bolas de fuego lejanas le dijesen que no se rindiese, que la muerte no tenía porqué ser el final.

Sin decirle nada a ninguno de sus siervos, el demonio subió a una de las cuatro torres de su castillo y cerró los ojos saboreando el olor de la naturaleza en las aletas de la nariz. Cerró los ojos y canalizó la energía diabólica que corría por sus venas y se concentró para materializar una parte de su verdadera forma. La piel de su espalda se abrió en dos grandes líneas mientras le recorría un picor molesto. Las alas comenzaron a salir lentamente de su piel y su camisa blanca comenzó a ensancharse por la presión de las dos alas. El picor se acentuó y un dolor le recorrió la columna vertebral. Le estaba costando hacer aparecer aquella parte de sí mismo a causa de no haberlo hecho por tantos años. Marduk y Naamah se lo habían advertido en el pasado, pero él había hecho oídos sordos. Si se había marchado del infierno era para intentar hacer una vida totalmente contraría a la de un demonio. Estaba cansado de hacer daño. 

Estaba cansado de que le hiciesen daño. 

La herida de lo ocurrido cien años atrás aún era profunda y su alma era un amasijo de cristales rotos.

Concentrándose al máximo y con el sonido de la tela al rasgarse penetrando en sus oídos, Araziel extendió sus enormes alas negras de cuervo y emprendió el vuelo sin pensárselo dos veces. 

Como una saeta lanzada desde una ballesta, ascendió cinco metros por encima de su gran castillo y observó las vistas que tenía del valle y del pueblo de Sanol. El pueblo estaba en silencio y completamente a oscuras salvo por los farolillos que había sobre los lugares más importantes del pueblo: la posada, la herrería, la granja de Rale, el consultorio médico y el templo dedicado a alguno de los dioses que adoraban los humanos.

Araziel sobrevoló el pueblo a gran distancia y se dirigió al bosque. Era mejor no acercarse más al pueblo, era lo mejor para él y para las hembras humanas. En el fondo no había cambiado demasiado, siempre había sido un conquistador nato al que le agradaba complacer a las mujeres para robarles el alma y paladear las fuertes sensaciones humanas que le daban el poder que necesitaba su organismo. En su momento, llegó a ser uno de los demonios más poderosos del infierno, pero de aquello hacía bastante tiempo. 

Por eso estaba preocupado Samael.

Los demonios eran seres de longeva vida y quien podría asegurar si no podrían llegar a ser inmortales. Pero los demonios podían morir como cualquier ser vivo aunque proviniesen de otro plano existencial. Había dos formas de morir: por heridas mortales o por pérdida de poder.

Y él se estaba debilitando cada vez más.

La luna y las estrellas iluminaban el paisaje mientras el frescor de la noche penetraba en la piel blanca de Araziel. Era tan agradable sentir todo tipo de fenómenos medioambientales y no solo un terrible calor sofocante. Con lo que más disfrutaba era con la lluvia cayendo sobre su cuerpo y con el olor que producían las plantas al mojarse.

El castillo de las almas ( Amante demonio I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora