Capitulo cuarenta

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Demasiado poco

Samael, con los brazos cruzados y la ira carcomiéndolo por dentro, esperaba a que el maldito de Naburus tuviese la decencia de salir de los escombros. Había llegado al castillo justo a tiempo de salvar la vida de Naamah. El demonio miró de reojo a sus otros dos congéneres que se abrazaban con una desesperación tan palpable que algo en su interior dolía profundamente.

- ¿Se puede saber que pretendías burra? ¿No ves que podrías haber muerto si no hubiese llegado Samael? - le decía Jezebteh con desesperación sin dejar de besarle las mejillas.

- No me importaba morir con tal de salvarte Jezz - respondió ella -. No podría vivir sin ti, te quiero.

Algo dentro de Samael se rompió y miró con la respiración agitada el agujero de la pared donde había estampado al demonio traidor . Así que al final Naamah se había arrojado a los brazos de aquel desdichado cocinero. ¿Bueno y a él qué? ¿Qué le importaba que la estúpida de Naamah se hubiese enamorado de otro? Apretó los puños.

Si le importaba.

Le importaba porque él la quería. Ahora, viendo su inminente muerte, había sido lo bastante sincero consigo mismo y lo había podido admitir. Él la había amado durante todos aquellos años en silencio, renegando de ese amor sin querer aceptarlo. Por eso la había abandonado por una de sus hermanas, para sacarse aquel extraño sentimiento que lo dejaba debilitado y dolorido. Aquel extraño sentimiento que se apoderaba de él cada vez que ella le sonreía, cada vez que ella lo tocaba. Cada vez que hacían el amor. 

Había sido amor. 

Un amor tan grande que ni con todas las mujeres que había estado jamás lo había podido borrar de su alma.

Y aquel era el motivo por el cual odiaba a Nalasa. 

Ella exudaba amor. Cada poro de su cuerpo expulsaba aquel dulce efluvio que se transformaba en ponzoña cuando tocaba su piel. La odiaba porque la envidiaba. Él quería poder llegar a ser como ella. Ser capaz de abrir su corazón de tal modo que otro corazón lo aceptase. Samael miró hacia el sauce llorón. El cuerpo de Nalasa reposaba allí con los ojos cerrados y el rostro en paz. Parecía dormir envuelta en una extremada belleza. El demonio apartó la mirada incapaz de seguir contemplando aquel hermoso cadáver lleno de una extraña pureza. Se sentía sucio.

¿Qué había hecho? 

- Vosotros dos - les dijo a Naamah y a Jezebeth - fuera de aquí. Yo me ocuparé de Naburus.

- Pero… - dijo Naamah dubitativa.

- Es mejor hacer lo que dice Naamah, Araziel nos necesita - intervino el cocinero.

Araziel. 

Samael no quiso ni mirar a su mejor amigo pero se obligó a hacerlo. Estaba tremendamente malherido y él no había querido aceptar su ayuda. Antes de intervenir en el último ataque de Naburus, había acudido junto a su amigo para curarle.

- Araziel - le dijo aterrizando a su lado y agachándose con las manos extendidas a pos de curarle. Pero Araziel le había aferrado la muñeca con una gran fuerza y le había mirado con los ojos llenos de esperanza.

- Sálvales Samael porque yo no puedo. No quiero que me cures, no te debilites pos mí, solo quiero que los salves a todos.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas y eso le turbó. ¿Un demonio llorando? Los demonios no lloraban, no poseían corazón para poder hacerlo. Pero Araziel ahora tenía uno y estaba completamente desgarrado por su culpa. Había cometido un error. Había condenado a su mejor amigo, a su único amigo a la muerte y todo por un odio irracional a una mujer humana. A la única mujer que podía salvar a Araziel.

El castillo de las almas ( Amante demonio I )Where stories live. Discover now