Café Van Gogh (Les Miserables...

By resnovae

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"Eran nueve. Eran jóvenes, idealistas y brillantes, y querían cambiar el mundo". Astrea ha vuelto a Madrid a... More

Advertencia
Los Vientos del Pueblo
Pontificar
La luna y el preso
Barricada
Johan
Triunvirato
Boxeo
Amigos
Algo distinto
Mejor como amigos
Café Van Gogh
Poliamor
Enemistad
Madrid
Imperialismo
Interrupción
Contradicción
Lupercalia
Enamorado... otra vez
Erni
Nina
A primera vista
Normas
¿Revelación?
Borrachos
Hermana
Provocación
Calabozo
Patatas fritas
Intento
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Raquel
1 de mayo
Mudanza
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Novia
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Absurdo
Tercera declaración
Don Juan
Regreso
Incredulidad
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Celestina
Oferta
Reacción
Acoso
Despertar
Relación
Disturbio
Atrevimiento
Insurrección
Preocupación
Revolución
Apuestas
Utopía
Astrea
Nota
Personajes
Gasolinera

Salvación

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By resnovae

-¿Y eso es un estruendo, amigo? -se burlaba Dorian del cañón de agua, que seguía golpeando la barricada- Te estás quedando sin fuerzas, eso no es casi ni una tos.

-¡Habrá que darle un caramelo de miel! -respondió Félix, y su risotada coincidió con el porrazo que le dio al policía que trataba de trepar por su lado de la barricada- No puede ser, amigo nuestro, así no resultas intimidante.

Un nuevo golpe y rugido del cañón les empujó hacia atrás, y esparció lluvia helada sobre ellos. Estaban empapados, ensangrentados, sucios, cansados y ateridos de frío, pero allí seguían, sonriendo con las ocurrencias de Dorian y los chistes de Félix, disimulando en las risas los jadeos y los quejidos de dolor. Y luchando.

Todo era un caos cacofónico de gritos, humo, disparos y quejidos, lluvia, frío, sangre y miedo. En el medio, sus voces eran lo único que les seguía infundiendo un poco de valor.

-¿Y tú, dónde te has dejado el sombrero? -le preguntaba Félix de nuevo a Dorian.

-Vaya... me lo habrá quitado esa maldita manguera. A ver cómo se lo cuento a Johan, que me lo regaló él...

-¿Pero cuántos sombreros te ha regalado ese cabeza de pájaro?

Muchos. La respuesta era muchos.

-Supongo que era demasiado bonito pensar que alguien iba a hacernos caso -suspiraba Renée, un poco más lejos, y disparaba.

-Hay personas que sólo defienden eso de la igualdad mientras no ensucie sus privilegios -respondía Erni, con una sonrisa muy seria.

Y la lucha continuaba. Mikel y los demás tiradores les cubrían desde arriba, pero pronto se quedaron sin munición, y no les quedó más remedio que contribuir lanzando piedras y adoquines hasta que se quedaron también sin ellos, momento en el que decidieron bajar y ayudar con los golpes. Pero el cañón había causado estragos, y ahora la plazuela de San Ginés, a la que le habían arrancado gran parte de los adoquines, era un lodazal resbaladizo en el que resultaba muy fácil perder pie. Así, con su mala suerte habitual, Félix resbaló y cayó al suelo; Mikel tropezó con él, y le cayó encima. Antes de que pudieran levantarse, se los llevaban detenidos a la fuerza.

-Verás cuando se entere Chetta, va a matarnos... -todavía le escucharon decir a Félix.

Luego fue Dorian. Le derribaron con la manguera a media broma, y una bala le golpeó en la sien mientras caía. Quedó inconsciente en el suelo, al pie de la barricada, aún murmurando algo sobre Joan y los sombreros.

Renée cayó también: le arrebataron la porra con la que se defendía, y varios policías que habían logrado coronar la barricada tiraron de ella hasta sacarla de allí, pese a que la médica no dejaba de gritar y debatirse.

Aunque quizá sólo fuera porque tuviera miedo de todos los gérmenes que fuera a pegarle esa gente desconocida que la estaba tocando.

Con Erni fueron más crueles. Le golpearon en la nuca mientras ayudaba a un policía herido a levantarse. Apenas tuvo tiempo de alzar la vista al cielo, y se desplomó al instante, al lado de Dorian, tan cerca que sus manos casi llegaban a rozarse.

A Astrea le habría gustado tener tiempo de llorar a sus amigos en condiciones, pero estaba demasiado ocupada luchando por ella misma. Era la única que había salido más o menos indemne. Cuando su arma se rompía, alargaba la mano, y alguno de los insurrectos le metía en el puño un arma cualquiera. Por el momento, ya había roto dos tuberías, un bate, y sentía cómo la porra que estaba empleando en el momento empezaba a desquebrajarse. Mario seguía en su extremo de la barricada, pero había recibido tantos golpes que su cara era en ese momento algo así como una pulpa sanguinolenta.

Cuando no quedaron ya más líderes que Mario y Astrea, el centro de la barricada, tanto tiempo defendido por Dorian, Erni, Renée, Félix y Mikel, se derrumbó. El cañón de agua consiguió empujar al fin la mesa que hacía las veces de almena, y la policía concentró todas sus fuerzas en aquel punto.

Entraron como el río al romperse la presa, y se diseminaron como una marea negra. Muchos de los insurrectos, que de pronto desarrollaron un repentino interés por su integridad física y su historial delictivo, soltaron las armas y trataron de escapar por el pasadizo que ellos mismos habían tapiado. Huelga decir que no lo consiguieron, y acabaron todos detenidos.

Los que no quisieron rendirse se arremolinaron, junto a Astrea, a la puerta de la chocolatería, defendiéndose con uñas y dientes. Intentaron atrincherarse dentro del edificio, lo que no servía de mucho cuando la mayor parte de las cristaleras estaban rotas, pero al menos les compraría algo de tiempo.

Mario no llegó. Al final había caído inconsciente, medio sepultado en los restos de la barricada. Nadie se preocupó más de él, creyendo que ya le habrían detenido también.

La última lucha fue brutal; acabó con todos los insurrectos desplomados en el suelo, los que tuvieron suerte. Los que no la tuvieron, fueron sacados a tirones, empujones y golpes, mezclados con algún que otro hueso roto. Al final, sólo quedaba Astrea, arrinconada contra la puerta trasera de la chocolatería, que ellos mismos habían atrancado y que ya no le quedaban fuerzas para romper.

-Esa es la cabecilla -escupió uno de los policías- . Acabemos con esto.

Pero Astrea no se iba a rendir sin luchar, y todos lo sabían. Apretaba con rabia su bate, dispuesta a llevarse aún a un par de enemigos por delante, por más que la policía la encañonase. Unas cuantas balas de goma no iban a doler tanto como ver caer a todos sus amigos.

-¡Esperad! -se escuchó entonces, y Astrea casi se olvidó de respirar.

Raquel, que llevaba dormida todo el combate, acababa de levantarse. Ni los gritos, ni el estruendo del cañón ni los golpes la habían sacado de su estado de ebriedad, pero el tenso silencio que había caído de golpe sobre ellos la despertó violentamente. Le dolía la cabeza, todo brillaba demasiado, no sabía lo que había pasado y no entendía lo que estaba pasando entonces. Pero sí entendía una cosa: que su diosa estrellada, su Artemis, su Calíope, tenía problemas, y ella no pensaba dejarla sola.

-¡Viva la igualdad! ¡Viva la libertad! Soy una de ellos.

La policía, desconcertada, no acertó a moverse. Pero le abrieron paso mientras Raquel caminaba, con ebrias zancadas temblorosas, al lado de su diosa.

-Las dos juntas -le susurró a la rubia, aferrándole la mano- . ¿Lo permites?

Astrea quiso llorar. De pronto no tenía miedo, de pronto estaba aterrada. Pero de pronto tenía esperanza. Así que apretó con fuerza la mano de Raquel, y consiguió regalarle una sonrisa, en la que esperaba poder decirle todo lo que la quería.

La policía apuntó.

Y entonces pasaron muchas cosas a la vez.

-¡Y una mierda! -se escuchó gritar a alguien.

Una bomba de humo cayó justo delante de sus narices, entre las dos revolucionarias y la policía, y estalló llenándoles a todos los ojos de lágrimas y la garganta de tos. Junto a ella, retumbó un estruendo a cristales rotos, y estalló el caos.

La policía disparó a ciegas. Una bala alcanzó a Astrea en el brazo, la otra golpeó a Raquel en la frente. La pintora se desplomó sin un ruido, sin soltar la mano de Astrea, y casi consiguió tirarla con ella. Pero entre el humo, los gritos y el caos, alguien tiró de la rubia hacia atrás, y la mano de Raquel se le escurrió de entre los dedos como un sueño evaporado demasiado pronto.

Y de pronto estaba fuera de la chocolatería, lejos del humo y de las balas, y una joven de pelo azul y botas militares jadeaba a su lado.

-¿¿¿MINA???

-Ey, Astry. Deberíamos estar corriendo. Y tal.

-¿Qué haces tú aquí?

-Sacar a la idiota de mi hermana de una barricada, al parecer. ¡Vamos! Tenemos que irnos ya.

-¡Espera! Raquel...

-¿De verdad pretendes volver a entrar ahí? -a apenas dos pasos de ellas, al otro lado del cristal que Mina había roto, el mundo seguía siendo gris y caótico. Era imposible distinguir nada más que las detonaciones de las escopetas, que seguían disparando a la nada- ¡Es una locura! No vas a encontrarla.

-¡No puedo dejar a Raquel!

-¡Escúchame! -Mina la cogió por lo hombros, la zarandeó, y la fulminó con la mirada. Lo cual le costó un poquito, porque Astrea era al menos una cabeza más alta que ella- No tenemos tiempo, y no sabes dónde está. ¡Estará bien! R sabe cuidar de sí misma. ¡Y a ti te van a caer como poco cuatro años de cárcel como te dejes pillar! Vámonos de aquí, Astry. Vámonos. Y vive para luchar otro día. Es lo que querría Raquel.

Astrea se tragó las lágrimas, y apartó la vista de la chocolatería. Agarró la mano de su hermana, y salieron corriendo de allí.

Para cuando el humo se disipó, hacía tiempo que las dos habían desaparecido.

Pero, ¿y qué pasó con Mario?, os preguntaréis. Bueno, más o menos al mismo tiempo que Mina irrumpía en la chocolatería, la figura tímida y gris de Ángela se abría paso por la otra calle hacia la barricada, en la que no quedaban más que los heridos y los insurrectos inconscientes de los que ya se ocuparían luego, y buscaba el silencio el cuerpo de su exnovio.

No le fue muy difícil reconocerle. Se le partió el corazón cuando lo vio cubierto de sangre y barro, pero aquel no era el momento para las lágrimas. Con un suspiro, tiró de él fuera de la barricada por el paso que habían abierto los propios antidisturbios y, escondiéndose en las sombras de las calles vacías, consiguió llegar hasta la boca de metro más cercana (que tampoco estaba muy lejos, a decir verdad).

-Te voy a llevar a casa -le susurró a su stalker inconsciente, al que había tumbado sobre ella ocupando dos asientos del vagón. En el asiento de enfrente, una mujer los miraba con el ceño fruncido, pero, a decir verdad, nadie más les prestaba atención porque no eran lo más raro que nadie se encontraría un domingo de madrugada en el metro de Madrid- . Porque, por desgracia para mí, te quiero, y te quiero vivo -susurraba, mientras le acariciaba el cabello con ternura- , pero... esto no cambia nada... Y ojalá no lo recuerdes mañana.

Y, en efecto, cuando despertó en su cama al día siguiente, sucio, magullado, agotado, pero libre y vivo, Mario no fue ni capaz de imaginar cómo había llegado hasta allí.

Astrea, en cambio, no sería capaz de olvidar aquel día ni aunque viviera mil años. Cómo había fallado a sus amigos. Cómo había dado la espalda al amor de su vida y había huido con el rabo entre las piernas. Cómo... cómo su hermana la había salvado, al final.

-Vive para luchar otro día... Es extraño, ¿sabes? -susurraría una noche, muchos años después, entre los brazos de su mujer, mientras rememoraba aquella estúpida etapa de su juventud- Volví a Madrid para salvar a Mina, y al final... al final es Mina quien me ha salvado a mí.

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(Porque... ¿sabéis que sería más triste que Marius cantando Empty chairs at empty tables? Enjolras cantando Empty chairs at empty tables (acepto el odio, ya sé que me lo merezco).

Ahora es cuando vendría un letrero gigante que ponga "FIN", pero... aún queda un último capítulo, un pequeño epílogo en el que arreglar todo este desastre)

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