Café Van Gogh (Les Miserables...

By resnovae

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"Eran nueve. Eran jóvenes, idealistas y brillantes, y querían cambiar el mundo". Astrea ha vuelto a Madrid a... More

Advertencia
Los Vientos del Pueblo
Pontificar
La luna y el preso
Barricada
Johan
Triunvirato
Boxeo
Amigos
Algo distinto
Mejor como amigos
Café Van Gogh
Poliamor
Enemistad
Madrid
Imperialismo
Interrupción
Contradicción
Lupercalia
Enamorado... otra vez
Erni
Nina
A primera vista
Normas
¿Revelación?
Borrachos
Hermana
Provocación
Calabozo
Patatas fritas
Intento
Parejitas
Raquel
1 de mayo
Mudanza
Presentación
Primera confesión
Novia
Segunda discusión
Absurdo
Tercera declaración
Don Juan
Regreso
Incredulidad
Navidad
Celestina
Oferta
Reacción
Acoso
Despertar
Relación
Disturbio
Atrevimiento
Insurrección
Preocupación
Revolución
Apuestas
Salvación
Astrea
Nota
Personajes
Gasolinera

Utopía

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By resnovae

Dejar a Mario le había venido bien a Ángela. El chaval era un poco rarito, de todas formas, se decía ella. Y, por culpa de su enamoramiento, había dejado de lado todo lo demás. Tendría que haberse pasado el mes preparando el papeleo y las cosas para irse a Inglaterra, no tonteando con un acosador con menos de media neurona funcional. Vaya pérdida de tiempo.

Por eso, cuando le llegó un nuevo mensaje suyo, tuvo ganas de tirar el móvil por la ventana. No había pasado ni un día, y el muy idiota ya le estaba escribiendo de nuevo.

Pero le fue cambiando la expresión a medida que leía. No podía ser más estúpido.

«Te marchas, y te has marchado de mi vida. No puedo vivir sin ti. Ya sabes qué palabra te he dado; voy a cumplirla. Voy a morir en la barricada. Reza por mí, mi ángel»

-Si no se muere ahí, lo mato yo -gruñó Ángela- . ¡Será idiota! ¡Mina! ¿Dónde estás?

Mina estaba en el salón, pegada al televisor que daba las noticias. Estaban retransmitiendo en directo los disturbios del centro, las barricadas que se habían levantado. Ángela suspiró. Había perdido la pista de lo que estaba pasando hacía casi cuatro días, pero seguro que seguía teniendo algo que ver con Astrea y los demás.

-¡Mina! ¿Sabes algo de tu hermana? -Mina negó con la cabeza, sin apartar la mirada de la pantalla. Abrazaba un cojín, y parecía asustada. Probablemente ella también se olía que Astrea andaba en medio- Escucha, el idiota dramático de mi ex novio me ha mandado esto -y le enseñó el mensaje.

Mina resopló. No era ningún secreto que no le caía nada bien Mario, así que aquello no le sorprendía en absoluto. Pero tampoco era ningún secreto que Mario tenía la iniciativa de un ficus, así que lo de la barricada no era, probablemente, cosa suya. Probablemente, todo era cosa de Astrea.

-Creo que están todos ahí... -musitó Mina, volviendo a clavar la mirada en la pantalla. Le pareció haber visto de reojo a Beatriz tirar una piedra a una farola en la tele, pero no sabría decirlo. No los conocía tanto, y todos llevaban la cara tapada- . Creo que esto es cosa de Astry, y que están todos ahí... Pero, ¿dónde?

-San Ginés -respondió su amiga, sin inmutarse.

-¿Cómo lo sabes?

Ángela no dijo nada; le enseñó la pantalla de su móvil. Había llegado un nuevo mensaje de Mario.

«Cuando todo esto acabe, recoge mi cadáver en San Ginés. Sé que esperará por ti»

-Desde luego -resopló Mina- , tu ex es un puñetero idiota dramático.

-¿Y qué vamos a hacer?

-¿Qué vamos a hacer? Vamos a sacar a nuestros idiotas de la barricada.

A sus idiotas de la barricada, todo hay que decirlo, no les estaba yendo muy bien. Sin recuperarse del todo de las pérdidas de Joan y Nina, de la inconsciencia de Raquel y Beatriz, la moral estaba por los suelos. Habían pasado las últimas dos horas pasándose en círculo una botella tras otra, intentando acallar el hambre y la tristeza, y cantando canciones melancólicas. Hasta Astrea cantaba y bebía con lágrimas en los ojos.

La utopía, decía el escritor, cuando se convierte en insurrección, es siempre por su cuenta y riesgo. La utopía que pierde la paciencia y se convierte en disturbio sabe lo que le espera; casi siempre llega demasiado pronto. Entonces se resigna y acepta estoicamente la catástrofe en vez del triunfo, y acepta con magnanimidad que la abandonen. Nuestros héroes aún no lo habían hecho, pero no tardarían en llegar a ese punto.

Habían requisado toda arma dejada atrás por los antidisturbios tras el primer ataque. Porras, escudos, escopetas... todo lo que había caído tras la barricada (y sobre ella) engrosaba ahora las filas del pequeño ejército revolucionario. La siguiente vez que atacaran, no estarían tan indefensos.

Pero la moral, como ya hemos dicho, era más apropiada para un funeral. Dorian y Erni se abrazaban en un rincón; el médico trataba de aplacar las lágrimas de su novio por el poeta detenido, pero él tampoco podía disimular las suyas. Raquel seguía durmiendo la mona, y Beatriz aún no había despertado; Renée empezaba a lamentar no haberla llevado al hospital también a ella. Félix y ella se pasaban la botella e intercambiaban besos y chistes, pero no engañaban a nadie. Mario, ajeno al mundo, no levantaba la mirada de su móvil, y se podía ver el miedo en sus ojos según se iba quedando sin batería. Mikel y Astrea, por su parte, se sentaban en silencio, sin mirar a nadie ni hablar con nadie. Habían intentado decirle a todos que durmieran un poco, pero nadie les había escuchado. Ni siquiera ellos mismos.

Más allá del pequeño espacio al que de pronto se había visto reducido su mundo, la noche había quedado en silencio. El gas se había disipado de las calles, y los pasos de los antidisturbios ya no resonaban sobre los adoquines. A lo lejos, no se escuchaban ya disparos ni golpes ni gritos, lo que en realidad podía significar dos cosas: que el resto de barricadas habían conseguido repeler el ataque, o que habían caído.

En ese estado de oscuro pesimismo les encontró Gabriela cuando regresó del hospital. Aunque todos habían pretendido ponerla a salvo al mandarla fuera con Nina, era obvio que no podían alejarla de la lucha si la niña no quería. Prácticamente había tirado a su hermana a la puerta de Urgencias, y había vuelto corriendo, no fuera que tomasen la barricada mientras ella estaba lejos.

Había aprovechado, mientras volvía, para dar un pequeño paseo por el centro, ver cómo iban las cosas. Las calles estaban desiertas. La mayor parte de barricadas habían caído. Sólo quedaban ellos, y otras dos un poco más pequeñas.

-Caeremos por la mañana -suspiró Erni, que se había acercado a escuchar lo que Gabriela le contaba a Astrea.

-¡No digas eso! -protestó Dorian, que aún colgaba de su brazo- Ahora tenemos más armas. No estamos tan indefensos.

Astrea no contestó. No quería mentir a nadie.

El amanecer llegó triste y lento, negro de miedo y rojo de ira. Beatriz abrió los ojos al fin, horriblemente mareada y sin ser consciente casi de su propio nombre, así que Erni la mandó marcharse a casa. En cuanto se puso de pie cayó de nuevo al suelo, por lo que otro estudiante, cuyo tobillo tenía el aspecto de un melón azul, la acompañó fuera de la barricada, y por las miradas que se echaban mutuamente, se podría decir que al menos ellos iban a pasárselo un poco bien.

Se marcharon justo a tiempo. Apenas terminaron de tapiar, tras su marcha, el pasadizo trasero, el estruendo de cientos de pasos y escudos entrechocando entre ellos les alertó de la vuelta de los antidisturbios. Una bomba de humo pasó volando sobre sus cabezas, y estalló a sus espaldas cubriéndolo todo de una niebla espesa que apestaba a sangre y miedo.

-¡Vosotros, los de la barricada! -escucharon gritar del otro lado- Madrid sigue durmiendo. Las demás barricadas han caído. Rendíos, y habrá clemencia en los tribunales.

Astrea lo pensó. De verdad que lo pensó. Al fin y al cabo, ya habían caído varios compañeros. Sólo era cuestión de tiempo que alguna de las balas de goma alcanzase un ojo, o una costilla, o una nuca, o que algún otro chalado como Mario quisiera volar todo por los aires. Sólo era cuestión de tiempo que hubiera más heridos, más detenidos o, el universo no lo quiera, algún muerto. Quizá era mejor dejarlo en ese momento. Sólo eran una estúpida panda de estudiantes que no sabían lo que estaban haciendo, y tenían miedo.

En ese momento, fue Gabriela quien les devolvió la esperanza. La niña, sentada lo más arriba que se atrevía de la barricada, levantó la voz, y repitió los versos con los que Astrea había empezado el combate.

-Vientos del pueblo me llevan -recitó Gabriela, y todos se volvieron a mirarla- , vientos del pueblo me arrastran -y Astrea se unió a ella en el siguiente verso- , me esparcen el corazón -y ya no eran sólo dos voces, sino al menos una docena- y me aventan la garganta.

-¡Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta! -corearon todos, y el poema acabó con un grito de rabia y el ajetreo de decenas de pasos que echaban de nuevo mano a las armas.

La barricada fue, esta vez, la primera en disparar. Una salva de balas de goma robadas, como un rugido del infierno, se abatió sobre la policía, que apenas tuvo tiempo a cubrirse. Intentaron avanzar, pero por unos minutos, unos gloriosos cinco minutos, la barricada logró rechazarlos desde lejos.

-Se acabó -escucharon gruñir al alto cargo de turno entre la marea negra, mientras se retiraban dejando atrás a los caídos- . Traed el camión cisterna.

Al otro lado de la barricada, hubo vítores. Habían logrado resistir un poco más.

-Podemos hacerlo -sonrió Dorian, y abrazó a Erni- . Podemos resistir.

-No por mucho tiempo -masculló Astrea, y los dos callaron- . Nos estamos quedando sin munición, y esta tregua no durará mucho...

Por desgracia, Gabriela lo había escuchado. Siempre dispuesta a ayudar, se escabulló entre los recovecos y resquicios de la muralla de muebles, contenedores y coches, demasiado pequeños para un adulto pero perfectos para ella, y cruzó al otro lado. La calle, tan cubierta por el humo que apenas veía dos palmos delante de sus narices, había quedado en calma, pero el final de la misma estaba bloqueado por una aterradora marea de antidisturbios. En silencio, la niña se acercó a un policía caído, al que le habían roto el casco de un balazo, y rebuscó entre sus pertenencias hasta encontrar su munición. Le robó la escopeta, también, y el otro sólo protestó un poquito.

Aquello era casi como un supermercado, quiso reír Gabriela. Es cierto, no habían caído tantos, pero habían dejado atrás un auténtico botín. Balas, porras, incluso algún que otro escudo... Gabriela pensaba llevarlo todo de vuelta a la barricada.

Dorian, que se había asomado sobre la muralla a la espera del camión cisterna, la vislumbró en ese momento. Y se le congeló la sangre en las venas.

-¡Gab! -masculló entre dientes, porque no se atrevía a gritar y alertar al enemigo- ¿Qué haces ahí?

-Camarada, lleno mi cesta -respondió la niña, con una sonrisa burlona y sin levantar la cabeza a mirarlo.

-¡Vuelve inmediatamente!

-¿Por qué?

-¡Te van a ver!

La conversación, por desgracia, acabó alertando a la policía. Incapaces de discernir entre el humo qué pasaba allí, dispararon. La pelota de goma impactó donde un segundo antes había estado el pie de Gabriela, y levantó la grava del suelo.

-¡Caramba! -se burló la niña- ¡Parece que llueve!

-¡Gabriela, vuelve!

Pero Gabriela no escuchaba. Saltaba entre los disparos y los caídos, reía, canturreaba, recogía municiones. Sobre la barricada, más cabezas se habían unido a la de Dorian, y observaban aterrados el macabro espectáculo. La tensión y el humo volvían complicado el respirar.

La siguiente bala dio en el policía que estaba tirado junto a Gabriela, y este dejó escapar un quejido de dolor.

-¡Caramba! ¡Que me matan a mis muertos!

-¡Gab, vuelve aquí!

-Canta el pueblo su canción -canturreaba la niña, ajena al revuelo. Las balas le seguían lloviendo, y danzaba entre ellas como un pequeño gato bajo la tormenta- , nada la puede detener... Esta es la música del pueblo y no se deja someter...

-¡Gabriela!

La bala golpeó a la niña en el hombro, y la lanzó varios metros hacia atrás. Tras la barricada, se desató el caos. Todos gritaban, Dorian trataba de pasar al otro lado, Astrea tiraba de él, Mario intentaba trepar también hacia la cima. Entre la multitud de gritos asustados, rompía el corazón reconocer los de Erni.

-¡No! ¡Detenedle! ¡Que alguien detenga a Dorian! ¡Alguien! ¡Dorian, para!

Pero Gabriela se levantó. Y siguió cantando.

-Si al latir tu corazón oyes el eco del tambor... -una nueva bala, en el pecho- , es que el futuro nacerá... -y la última le dio en la sien, y la derribó en el sitio- ... cuando salga el sol...

-¡¡¡Gabriela!!!

No hubo ya quién pudiera detenerlos. Dorian se soltó de todos los agarres, Mario logró trepar la barricada, y ambos se lanzaron hacia la niña.

Llegaron unos segundos tarde. Un par de policías se llevaban su cuerpo medio inconsciente, protegidos con escudos y empuñando con firmeza las porras. Dorian quiso enfrentarse, pero Mario, por una vez la persona con más cabeza del lugar, tiró de él lejos de ellos; sólo pudieron rescatar la munición que Gabriela había conseguido. Mientras se la llevaban, aún podían escucharla gritar, aturdida:

-¡Noooo! ¡Al centro de menores otra vez noooo!

Tras la barricada, todo el mundo era consciente de que aquello era el final. Astrea mandó a Mikel y un pequeño grupo a parapetarse tras una muralla de adoquines en el piso sobre la chocolatería a modo de francotiradores; como resultó ser un piso turístico de estos que se alquilan dos semanas y luego pasan meses vacíos, no les fue muy difícil. Se atrincheraron allí con la mayor parte de la munición, listos para el último ataque. Abajo, se repartieron posiciones, armas y estrategias. A lo lejos, el estruendo del camión que se acercaba hacía temblar la calle.

El primer golpe de la manguera fue espantoso. Retumbó como una explosión, y lanzó hacia atrás dos contenedores que formaban las "almenas" de la barricada. El agua golpeó también a Mario, que había vuelto a asomarse, y le lanzó al suelo de un golpe, aunque él enseguida volvió a trepar. Tras dispersarse la mayor parte de su fuerza contra la muralla, los restos del disparo les llovieron por encima, dejándoles el pelo mojado y pegado a las caras, mezclado con sangre y sudor. Tras el cañón, se acercaban los antidisturbios.

-¡Arriba, camaradas! -gritó Astrea. El cuello de su camisa, antes blanco, era ahora rojo y sucio, y el pelo se le pegaba al cuello enfangado con sangre y polvo. Jadeaba, y sus ojeras eran casi ya más grandes que su cara- ¡Démosles una lucha que no olvidarán!

La rubia se había aprendido de memoria la barricada. Defendía el flanco izquierdo, desapareciendo entre los muebles, los coches, y reapareciendo tras el enemigo, al que derribaba con ayuda de una palanca y su escopeta. Era endiabladamente veloz, y muchas veces, sus contrincantes no alcanzaban a ver más que una llama de cabello plateado antes de que les golpearan. Al otro lado, Mario luchaba a pecho descubierto, irguiéndose varios palmos por encima de la barricada, con ayuda de una porra robada. Le habían derribado con la manguera al menos cinco veces y un enorme reguero de sangre le corría por la frente, pero cada vez volvía a trepar, y seguía luchando. El centro de la barricada, donde confluían ambas calles, lo defendían Dorian, Erni, Félix y Renée, que, de alguna forma, aún encontraban fuerzas para bromear entre ellos.

Aquella no era, sin embargo, una lucha que pudieran sostener por mucho tiempo.

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