EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |

By wickedwitch_

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El Imperio se formó años atrás, nacido de la codicia de un hombre. Con la ayuda de unas fuerzas imp... More

| EXTRA 01 ❈ EL IMPERIO |
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By wickedwitch_

Para cuando llegué a mi dormitorio, Perseo ya se había marchado y la conversación que teníamos pendiente —azuzada ahora por la insinuación de Aella— quedó en suspenso. Y así había continuado durante aquella última semana, donde la presencia del nigromante había brillado por su ausencia. Después de aquella noche de revelaciones, Aella se convirtió de nuevo en la criatura infernal a la que me había acostumbrado; apenas quedaban un par de días para la fecha límite y la familia de Perseo presionaba al servicio para que todo quedara perfecto. Incluyendo a la joven, quien parecía haber puesto especial interés en sacar de quicio a su madre... y a todo aquel que estuviera cerca de ella.

Descubrí, gracias a los chismorreos de los esclavos y de las doncellas, que el Emperador no acudiría solo a la finca: su esposa, junto a sus dos hijos, también nos deleitarían con su ilustre presencia. Aquel hecho puntual, extraño en sí, hizo que las alarmas saltaran dentro de mi cabeza. La Emperatriz y sus dos vástagos no solían mostrarse mucho en público, quizá por el peligro que pendía sobre sus cabezas; el Emperador a veces requería la presencia de su hijo en algún asunto, quizá para mostrarle lo que le esperaría en el futuro, cuando ocupara su lugar, pero la princesa siempre había sido recluida tras las gruesas paredes de su palacio, protegida de cualquier amenaza.

Ante la ausencia de Perseo, me volqué en mis tareas, agradeciendo la distracción que me proporcionaban aquellas horas duro trabajo. Aella nos había informado que, al contrario que la última fiesta que se celebró allí, no se nos permitía asistir: aquel evento estaba destinado a las familias más pudientes del Imperio, y era evidente que ninguna de nosotras pertenecíamos a alguna de ellas. El resto de doncellas de Aella se miraron compungidas, pensando en lo útil que habría resultado asistir y codearse con las gens que ayudaban a sostener el Imperio; lo orgullosas que habrían hecho sentir a sus familias menores, quienes tampoco tendrían el placer de acudir a la tan esperada cita.

Pero yo no necesitaba asistir en calidad de invitada, y aquella advertencia solamente sirvió para que el plan que había empezado a idear desde aquella noche que me topé con mi dormitorio vacío tuviera otra pieza encajada en su lugar. Un plan espoleado por la rabia que sentí al descubrir que Perseo había optado por huir de nuevo, dejándome sin respuestas...

Aplastando las dudas que hubiera podido sentir por el daño que iba a causarle.

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Desde niña había sido sigilosa. Quizá por eso no me costó tanto colarme donde guardaban las extrañas prendas que los elegidos para servir en la reunión debían llevar y robar uno conjunto de ellos... para mí. Solamente restaban horas antes de que las puertas del vestíbulo se abrieran de par en par para recibir a los primeros invitados; allí dos esclavos con capas negras y grotescas máscaras con forma de cabeza de cuervo los recibirían, haciéndoles pasar al interior de la propiedad, donde un nutrido grupo de personas —también esclavos y disfrazados de forma similar, aunque con máscaras de diferentes especies de ave— se encargaría de mantenerlos entretenidos con copas llenas de exquisitas bebidas procedentes de la reserva de Ptolomeo, quien había decidido agasajar a su ilustre invitado con lo mejor.

Aella estaba preparándose y podía darse cuenta en cualquier momento de que había desaparecido misteriosamente, espoleándome a moverme con rapidez y eficiencia. Después de que termináramos de prepararla para su entrada triunfal, cada una de sus doncellas tendríamos que regresar a nuestros dormitorios... aunque estaba segura que Sabina encontraría el modo de intentar colarse o, al menos, buscar un buen escondite desde donde espiar lo que sucedía en la planta baja.

Deposité mi botín a buen recaudo y me deslicé de nuevo hacia el dormitorio de la prima de Perseo, ignorando deliberadamente las escaleras que conducían al piso donde, seguramente, el nieto de Ptolomeo estaría ocupado en hacer que su aspecto fuera el adecuado, siguiendo las directrices de su abuelo. No sabía cuándo había vuelto a la finca, pero no me había buscado; de nuevo, y por algún motivo que se me escapaba, se había cerrado en banda, dejándome a mí fuera.

Las insinuaciones de Aella se repitieron en mi cabeza, haciendo que mi forzada creencia a que se trataba de un juego sucio por parte de ella para alejarme de su primo se tambaleara. Perseo siempre había sido sincero conmigo, ¿verdad? Al contrario que yo, siempre había ido con la verdad por delante.

Pero ¿y si también guardaba secretos? Quizá su intención aquella noche había sido confesarme alguno de ellos, antes de que el valor le abandonara y decidiera cerrarse de nuevo en aquella coraza que siempre le acompañaba.

Con la mente bullendo de enrevesados pensamientos sobre la distancia y el silencio de Perseo, me deslicé de regreso a la habitación de Aella y ocupé el discreto rincón donde había estado todo el día mientras la chica se ponía aquel esplendoroso vestido y se miraba desde todos los ángulos, comprobando que su aspecto le hiciera destacar entre la multitud de invitados que ya debían estar agrupándose en el vestíbulo.

Su mirada se cruzó con la mía en el reflejo del espejo, y una sombra de pena cubrió sus ojos azules antes de que anunciara con voz cantarina que solamente quedaban los últimos retoques para después liberarnos de nuestras responsabilidades. Lo que significaba una larga noche encerradas en nuestros cuartos mientras oíamos la algarabía de la fiesta a través de las paredes.

Me limité a cumplir eficientemente con mis tareas, esquivando las miradas que me lanzaba Aella de soslayo y que solamente incrementaban el nudo que se había empezado a formar en la boca de mi estómago por lo que haría aquella noche.

Porque ella estaría en alguna parte de la fiesta, de eso estaba segura.

La puta del Emperador no faltaría a aquella humillación forzosa de Ptolomeo ante su señor, y disfrutaría de ello.

Mi cuerpo dio un sobresalto cuando las manos de Aella me tomaron por la muñeca, dejándome congelada en el sitio un segundo después. Sus ojos azules parecían querer decirme algo... algo que no lograba entender; la vi entreabrir varias veces los labios, quizá con intención de verbalizar lo que su mirada trataba de decirme.

Sin embargo, de su boca no salió ni una sola palabra y su expresión volvió a adoptar un gesto de impaciencia mientras sus ojos se tornaban de piedra.

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Cerré los últimos corchetes con los que contaba la capa y me miré en el espejo, comprobando que la tela cubriera las cómodas prendas que escondía debajo. La redoma con el veneno que había adquirido se encontraba metida en una discreta bolsa que colgaba de mi cintura y cuyo acceso era lo suficientemente sencillo para no desperdiciar un tiempo que valía oro. Mi disfraz de esclava me salvaría de poder moverme con libertad entre los invitados, permitiéndome poder acercarme a Roma cuando la divisara; lo que sucedería después tendría que ser rápido y eficaz: deslizaría el frasco de cristal fuera de su escondite y lo volcaría sobre la copa que le ofrecería. Ninguno de los invitados —ni la propia Roma— sospecharía de lo que estaba sucediendo delante de sus narices hasta que no fuese demasiado tarde, pero, para aquel momento que descubrieran que la nigromante había sido envenenada, yo me encontraría de regreso en mi dormitorio, a la espera de saber si tendría que salir huyendo de allí.

Había dejado mi petate preparado por si acaso se daba la circunstancia de tener que recurrir a abandonarlo todo, incluyendo mi misión en la propiedad.

Recogí mi cabello pelirrojo en un apretado moño en la nuca, procurando que ni uno solo de mis mechones quedara al descubierto y después subí la capucha, cubriéndome con ella. Los dedos me temblaron cuando alcé la máscara con forma de petirrojo y la sostuve a poca distancia de mi rostro; había sentido una punzada similar cuando descubrí la máscara plateada de Perseo y me la probé, pero la deseché con facilidad cuando recordé lo que estaba en juego.

Coloqué la máscara en su sitio y abandoné la habitación.

Durante aquella dura semana que había transcurrido estuve atenta a todas y cada una de las conversaciones que tenían lugar a mi alrededor. Por eso no me fue complicado descubrir que los esclavos que servirían aquella noche tenían órdenes de ir directamente a las cocinas para que la nueva ama de llaves los distribuyera para que ningún invitado quedara desatendido.

Cobijada tras mi máscara y mi nueva identidad, me dirigí hacia aquella zona de la casa, reuniéndome con un nutrido grupo de personas que también vestían del mismo modo que yo. Procuré no pronunciar ni una sola palabra hasta que recibí una enorme bandeja llena de copas a rebosar de vino y licores, además de una dirección: la zona norte del vestíbulo.

Traté de imitar la postura de los demás esclavos que ya pululaban entre los invitados, aunque mis ojos no cesaban de moverse para encontrar una cara en concreto. Alecto y su esposo, Erebus, ya se encontraban allí, entreteniendo a algunos de los afortunados; a Ptolomeo y Auriga los descubrí rodeados de un nutrido grupo de miembros de distintas gens, charlando animadamente.

El corazón me dio un vuelco cuando divisé a un sonriente Perseo, ataviado con prendas que gritaban a los cuatro vientos el lujo al que estaba acostumbrada su familia... y él mismo. Mis pasos flaquearon, haciendo que mi rumbo se viera ligeramente modificado hacia donde estaba el nigromante bromeando con, supuse, sus amigos; entre ellos no se encontraba Rómulo, con quien no había quedado en buenos términos tras la última fiesta que se celebró en los jardines de la propiedad.

La rabia espoleó mis pies cuando Perseo echó la cabeza hacia atrás para reír de algo que había debido decir su compañero. Demasiado tarde para recular, pronto me vi a poca distancia de aquel grupo; ninguno de ellos pareció ser consciente de mi presencia hasta que los ojos de otro de los amigos de Perseo se desviaron hacia el contenido de la bandeja que llevaba entre las manos.

—¡Bebida! —exclamó con efusividad, tomando las copas y repartiéndolas entre el grupo.

Los ojos azules de Perseo abandonaron momentáneamente el rostro de la persona con la que estaba hablando hasta toparse con el mío, cubierto de manera parcial por parte de la máscara que los esclavos debían llevar. Un escalofrío de temor descendió por mi espalda al mismo tiempo que una sombra de confusión pasó fugazmente por la mirada de Perseo, como si sospechara quién se escondía tras la máscara y no entendiera qué estaba haciendo yo allí.

Hice que mis labios esbozaran una comedida sonrisa antes de pegar la bandeja vacía contra mi pecho y retroceder, alegrándome de que el grupo de amigos de Perseo me sirvieran de barrera humana y me permitieran fundirme con la multitud antes de que el nigromante intentara descubrir si estaba en lo cierto o no respecto a sus sospechas.

Zigzagueé entre la multitud, poniendo la mayor distancia posible y maldiciéndome a mí misma por mi estupidez. Pero ver el modo en que Perseo había reído, sin ningún tipo de preocupación... Algo dentro de mi pecho se había retorcido por no haber encontrado ni una sombra que pudiera delatar que no había olvidado el modo en que abandonó mi habitación, huyendo sin explicación alguna, y la distancia que había marcado en aquella semana que había transcurrido sin que nos viéramos.

Una parte de mí había deseado ver un ápice de culpa o remordimiento.

Me refugié en un rincón oscuro y aplasté mi espalda contra la pared, ahogando un gemido de molestia por las cicatrices. Dejé vagar mi mirada por el cúmulo de invitados, intentando recuperar el control de mis emociones, cuando una oleada de silencio pareció cubrir todo el vestíbulo; las ociosas conversaciones que habían servido de música de fondo se apagaron de golpe, trayendo en su lugar un silencio casi mortuorio.

La respuesta a por qué todo el mundo se había sumido en aquel estado vino de la mano de un hombre que reconocí con un doloroso vuelco de estómago: la llegada del Emperador hizo que la muchedumbre se apartara como si fuera Gaiana abriendo las aguas; el aire se quedó atascado en mitad de mi garganta cuando volví a toparme con su imagen, trayendo a mi memoria recuerdos que había logrado sepultar en lo más hondo de mi cabeza.

El hechizo se rompió cuando divisé a su lado a una regia mujer espigada y de cabellos castaños que debía ser, sin lugar a dudas, la Emperatriz; los ojos de ella recorrían la multitud con una expresión serena, pese a que sus labios estaban ligeramente fruncidos. Tras el matrimonio descubrí a los dos príncipes: el primogénito —Octavio, recordé en un golpe de suerte—, que era casi la viva imagen de su padre, sonreía con amabilidad; Ligeia, que caminaba a su lado, se mostraba mucho más comedida.

La princesa se convirtió en mi objetivo mientras avanzaba entre la multitud allí reunida. Mis labios se retorcieron en una mueca al contemplar su lustroso cabello castaño, cercano al dorado, y su perfecta piel de porcelana; sus rasgos poseían cierta redondez infantil y sus ojos verdes no abandonaban la espalda de su madre. Una inexplicable oleada de rabia empezó a consumirme ante la visión de la princesa, lo hermosa y delicada que parecía ser.

Mi atención se vio desviada de Ligeia cuando me topé con Roma, que seguía a una respetuosa distancia a los dos príncipes con cara de circunstancias. Entrecerré los ojos al descubrir a su lado una figura completamente encapuchada que despertó una punzada de recelo en mi interior; sin embargo, mi mirada pasó a las tres personas que cerraban aquella regia marcha.

Los emisarios de Assarion.

Supe que no era la única que se había quedado ligeramente embobada con la única mujer que formaba parte de la comitiva visitante: enfundada en un ceñido y revelador vestido de color granate, la emisaria era centro de todas las miradas, incluyendo la mía. Su cabello negro estaba pulcramente recogido en una alta cola de caballo, dejando al descubierto su estilizado cuello, del que pendía un llamativo colgante de color ébano y con aspecto de ser pesado. En sus muñecas y tobillos también portaba multitud de tintineantes pulseras que sonaban a cada paso que daba. Sus ojos de color caramelo fundido no se perdían detalle de todo lo que sucedía a su alrededor.

Ptolomeo se abrió paso entre la multitud, con una amplia sonrisa pintada en el rostro, mientras su esposa le seguía de cerca, con una actitud similar. Casi pude notar cómo la sala contenía la respiración ante aquel momento tan solemne, donde el cabeza de una de las gens más importantes del Imperio estaba recibiendo a su señor como si se trataran de dos viejos amigos; no quité los ojos de encima a la extraña pareja mientras los invitados, tras aquella extraña demostración entre Ptolomeo y el Emperador, regresaban a sus pequeños grupos para comentar lo sucedido.

El abuelo de Perseo hizo su sonrisa mucho más amplia y tirante tras algo que acababa de decir el Usurpador. Aquel tirano que se había consolidado en su trono mediante el derramamiento de sangre, hizo un gesto y su hija se acercó con una expresión tímida, sin levantar la mirada del suelo; sentí un molesto burbujeo cuando Ptolomeo imitó al otro, atrayendo a Perseo hacia el reducido círculo. Apreté con rabia la bandeja que todavía sostenía entre las manos, contemplando la imagen del nigromante y la princesa estando tan juntos, en especial cuando Perseo tomó la mano de ella para depositar un educado beso en su dorso.

Desde mi relegada posición pude comprobar lo bien que encajaban el uno con la otra; el modo en que parecían complementarse con sus refinados y regios aspectos. La sangre hirvió dentro de mis venas cuando vi a Perseo sonreír mientras Ligeia parecía perder parte de su timidez en su presencia, para placer de Ptolomeo.

Corté el contacto visual de manera inmediata, conteniendo las ganas que me empujaban a cruzar la distancia y ponerme en evidencia —otra vez—. Mordí el interior de mi mejilla mientras buscaba una distracción con urgencia, sintiendo cómo el fuego de los celos empezaba a consumirme al permitir que las dudas de haber visto la bonita pareja que hacían ambos ocuparan todos y cada uno de mis pensamientos.

Mis ruegos se vieron respondidos cuando divisé la casi solitaria silueta de Roma, apartada de todo foco de atención. Sus ojos también estaban clavados en el grupo que conformaba Ptolomeo, el Emperador y sus respectivas familias; había fuego brillando en sus iris grises y sus labios estaban fruncidos en una fina línea que denotaba lo poco conforme que se encontraba con aquel encuentro donde estaba su hijo.

Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, mis pies se habían puesto en movimiento y me dirigía hacia aquella discreta zona... hasta que vi a la extraña compañía con la que contaba la nigromante. La figura encapuchada —no sabía decir si hombre o mujer— se mantenía cerca de Roma; las sombras de aquel rincón donde se habían refugiado, lejos de la algarabía y caros vestidos que lucían la gran mayoría de los invitados, le proporcionaba aún más misterio.

Roma entrecerró los ojos, concentrada en el Emperador y Ptolomeo, y su compañía tampoco se fijó en mi silenciosa presencia acechante.

—La culpa es mía —escuché que pronunciaba la nigromante—. Yo empujé a Ptolomeo a que tomara esta decisión. No debí haber permitido que mi rencor me nublara el juicio de ese modo.

La figura encapuchada se removió, provocándome un ligero sobresalto cuando la tela de la manga se apartó lo suficiente para dejar al aire un trozo de piel... o algo similar a la piel, pues parecía como si alguien se hubiera dedicado a verter alguna sustancia corrosiva sobre ella, transformándola en una imagen similar a jirones; en la muñeca lucía un grueso grillete que lanzaba destellos rojizos a la escasa luz que llegaba a aquel rincón donde se encontraban escondidas. La silueta se apresuró a colocar la tela en su sitio, ocultando aquella horrible visión que había quedado grabada en mi cabeza.

—Siempre fuiste muy rencorosa —la voz que provino de las sombras de la capucha me produjo un escalofrío: ronca, como si hubiera masticado piedras, aunque con un timbre que inclinaba a pensar que era femenino.

Roma negó con la cabeza ante la apreciación de su compañera.

—Lo lamento tanto por ella... —la nigromante hizo una breve pausa, ladeando el rostro hacia la mujer encapuchada; el repentino cambio de tema me sorprendió y azuzó la curiosidad que había despertado en mi interior—. Mi hijo no ha actuado bien, y me temo que todo este asunto le explotará en la cara ahora que es demasiado tarde.

Mis pies me acercaron un poco más hacia la extraña pareja que conformaban. La compañera de Roma dejó escapar una ronca risotada en absoluto divertida, más bien resignada, que me puso los vellos de punta ante aquel sonido tan... antinatural.

—Los dioses han resultado ser unos jugadores caprichosos...

Su frase quedó inacabada a causa de un ataque de tos que la obligó a doblarse sobre sí misma mientras intentaba aspirar una bocanada de aire entre tanto golpe de tos y tos. Roma se inclinó en su dirección, tratando de ayudarla; luego alzó la vista hacia mí, dejándome congelada en el sitio.

Sus ojos grises resplandecían con angustia cuando dijo:

—Trae un poco de agua —al ver que no me movía, añadió—: ¡Rápido!

Me escabullí de manera inmediata, temiendo despertar la ira —y poder— de la nigromante. Conseguí una copa llena de líquido transparente en una de las mesas destinadas a que los esclavos rellenaran sus bandejas vacías y deshice el camino hasta encontrarme de nuevo con aquella extraña pareja; las manos me temblaron cuando pasé la copa a Roma, quien ayudó a su compañera a bebérsela.

El estómago se me agitó con violencia al escuchar los sonoros sorbidos que producía la mujer encapuchada al vaciar el contenido de la copa, pero traté de mantener una expresión neutral. Tomé con precaución la copa ya vacía y me olvidé de respirar cuando la compañera de Roma se incorporó, permitiéndome entrever su rostro ensombrecido a causa de la capucha y que estaba igual de destrozado que aquel trozo de piel que había podido contemplar de manera casi accidental.

—Gracias —dijo con esfuerzo.

Sacudí la cabeza antes de salir huyendo.

❈ ❈ ❈

Dejé la bandeja y me quité la odiosa máscara de pájaro mientras me desplomaba contra la pared que tenía más cerca, tomando una gran bocanada de aire. El corazón me latía con violencia a causa de mi último encuentro y sentía las palmas sudorosas, por no hablar del camino húmedo que el sudor había dejado a su paso desde la nuca hasta la parte baja de mi espalda; poco a poco, la conmoción fue dejando paso a una oleada de enfado hacia mí misma. Había estado a un paso de conseguir mi propósito, pero mi cabecita no parecía haber caído en la cuenta de sacar la belladona que todavía mantenía escondida para volcarla en otra copa que podría haberle ofrecido a Roma.

De manera impulsiva, golpeé la pared con mi puño cerrado, notando cómo la piedra raspaba la piel de mis nudillos, brindándome un ápice de cordura. Me alejé un paso de la pared, dejando caer la mano magullada contra mi costado; el suave murmullo de las conversaciones y las risas me llegaba hasta aquel pasillo donde me había refugiado tras mi repentina huida, perdiendo mi oportunidad. Recordándome que Roma estaba entre la multitud, todavía respirando.

Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas y pestañeé para contenerlas, sin entender bien a qué se debían. ¿Al dolor palpitante de mi mano? ¿A la imagen de Perseo disfrutando de la fiesta junto a sus amigos? ¿De ver el modo en que tanto Ligeia como él parecían formar la pareja perfecta? ¿De no haber sido capaz de actuar cuando debía haberlo hecho?

Aspiré otra gran bocanada de aire para tratar de no romper a llorar cuando escuché el eco de unos pasos acercándose hacia donde yo me había refugiado. El vello se me erizó al caer en la cuenta de que llevaba la capucha bajada y la máscara reposaba junto a la bandeja, a una distancia que no me permitiría moverme con suficiente rapidez para proteger mi identidad.

—Jedham.

Me negué a girarme en su dirección pese a saber de quién se trataba. Y odié a mi traicionero corazón por el vuelco que dio al ver que estaba allí, cuando aquello podía ser una mera casualidad de las circunstancias... o no salir como aquel estúpido órgano que bombeaba a más velocidad de lo habitual deseaba.

—Jem...

Tampoco cedí a la tentación en aquella segunda ocasión. Ni siquiera cuando su inconfundible presencia se situó a mi espalda, a pocos centímetros de mi cuerpo; las lágrimas aún punzaban en mis comisuras y todavía seguía conmocionada por todo lo sucedido desde que la fiesta hubiera dado inicio. Incluyendo haber sido descubierta tan temprano.

Crucé los brazos sobre mi pecho, apretando los dientes con fuerza y clavando mi mirada en un punto cualquiera de la pared de piedra. El dolor latía con fuerza dentro de mi pecho, constriñéndome el corazón a causa de las imágenes que me castigaban desde que había conseguido refugiarme en aquel pasillo desierto. Imágenes donde observaba lo lejos que estaba de Perseo, lo diferente que eran nuestras vidas; incluso nuestros futuros.

—Jedham, por favor.

Su súplica tampoco tuvo efecto que deseaba, pues no me giré. Escuché sus pasos resonando en aquel lugar recóndito mientras me rodeaba y quedábamos situados cara a cara; la sonrisa que antes había esgrimido frente a sus amigos, familia y la princesa se había esfumado, dejando en su lugar una sombría huella de angustia.

Dejé que transcurrieran unos segundos antes de obligarme a alzar los ojos hacia los suyos. La rabia rugió en mis oídos al recordar la bonita pareja que hacía junto a Ligeia, una princesa y alguien que estaba a su altura, una chica que obtendría de su familia el consentimiento que a mí se me negaría por no tener sangre noble; aquel cúmulo creció de tamaño al repetir las advertencias de Aella sobre nuestra relación, la leve insinuación en sus palabras de que su primo podía estar escondiéndome algo. Pero ¿el qué?

Presioné mis antebrazos contra el pecho, escudándome en la distancia que nos separaba.

Le vi alzar las manos en mi dirección, como si quisiera tomarme de los brazos y pegarme al calor que desprendía su pecho, pero no se atrevió a tocarme: Perseo era consciente de que había algo que me mantenía agitada y estaba respetando el espacio que había impuesto entre los dos.

—Aquí no encontrarás ni un ápice de diversión —le advertí con un tono beligerante e hice un aspaviento con la mano para señalar la dirección que había tomado para venir hasta aquí—. Deberías regresar con tus amigos... o con la princesa. Seguro que te echarán de menos.

La comprensión se abrió paso en su mirada y su postura se tornó defensiva cuando mencioné a Ligeia.

—Regresa a la fiesta, Perseo —le recomendé con acidez—. Regresa a tu legítimo lugar, donde perteneces y para el que te han educado toda tu maldita vida.

Sin darle tiempo a responder, aparté las faldas de la capa y esquivé su cuerpo para dirigirme hacia donde me esperaban la bandeja y la máscara de pájaro; la redoma de belladona que llevaba escondida chocó contra mi cintura, recordándome su peligrosa presencia y mi objetivo en aquella noche.

—Voy a decírselo a mi abuelo esta noche, Jedham —las palabras de Perseo salieron disparadas de su boca, paralizándome en el acto y cortando mi huida—. Se acabó el mantener lo nuestro en secreto...

Mis pies giraron automáticamente ante la mención de la última palabra. En un suspiro crucé de regreso la distancia que nos separaba, plantándome frente a Perseo para poder clavar mi iracunda mirada en sus ojos azules mientras la voz de Aella se repetía en mis oídos.

—¿Cansado de intentar mantenerlos todos ellos en las sombras, Perseo? —le espeté con rabia.

Fui testigo de cómo su rostro perdía color ante mi acusación, provocándome una punzada de sospecha al quedar demostrado con aquella reacción que no andaba desencaminada.

Entrecerré los ojos, mirando a Perseo como si no le conociera en realidad. Como si se hubiera transformado en un completo desconocido en aquellos breves segundos que habían transcurrido desde que le hubiera descubierto rodeado por sus amigos.

—¿Qué más escondes? —le pregunté, anonadada.

Pero no fue necesario que respondiera porque mi mente empezó a unir las piezas, haciéndome sentir cada vez más estúpida por no haberlo adivinado aún; teniendo ante mis propias narices toda la verdad. Aquella fiesta... aquella prueba que el Emperador había puesto al abuelo de Perseo para demostrar su fidelidad... El hecho de que hubiera decidido acudir la familia real al completo, sabiendo lo extraña que resultaría la presencia de la Emperatriz y de sus dos hijos lejos de la protección con la que contaban en el palacio. La imagen de Ligeia y Perseo juntos, encajando tan bien, se formó de nuevo dentro de mi cabeza, provocándome un vuelco en el estómago por no haber sido capaz de verlo antes.

Y luego llegaron los pequeños detalles que había pasado por alto, hasta ahora: las advertencias de Aella; las continuas ausencias de Perseo; su silencio aquella noche, antes de vernos interrumpidos por la llamada de su prima.

La rotunda negativa de Aella para que sus doncellas participáramos en aquella velada.

Y la repentina decisión de Perseo a confesarle a su abuelo que estaba enamorado de mí, escogiendo aquel preciso escenario para hacer el anuncio. Delante de todas aquellas personas, delante del Emperador y su familia.

Pestañeé al entender la postura de la joven perilustre cuando supo que su primo no me había puesto al tanto de aquel espinoso asunto: Aella había intentado protegerme a su modo, tratando de retrasar el dolor que vendría cuando descubriera lo que Perseo no se había atrevido a decir.

Su secreto... o, al menos, uno de ellos.

—Soy estúpida —jadeé, retrocediendo un paso y llevándome las manos a las sienes—. Soy tan estúpida...

Perseo trató de alcanzarme, pero le lancé una mirada que le disuadió de hacerlo, dejándolo congelado al comprender que yo lo había averiguado.

—El compromiso —escupí, maldiciéndome a mí misma por no haber sabido verlo; por haber relegado aquel asunto a un segundo plano, creyendo que el nigromante se habría encargado de ello—. Nunca llegaste a romperlo, ¿no es cierto?

No obtuve respuesta, lo que fue casi una confirmación mucho más dolorosa y contundente que haber escuchado de sus propios labios la verdad.

Dejé escapar una carcajada incrédula mientras mi mente continuaba entrelazando las pocas piezas que quedaban sueltas. Como Ptolomeo. ¿Qué mejor modo para demostrar la fidelidad de su gens hacia el Emperador que aceptar la oferta de matrimonio entre Perseo y Ligeia? Roma se había lamentado de haber propiciado aquella situación, y ahora todo cobraba sentido: Ptolomeo había montado todo aquel espectáculo para anunciar que su nieto se comprometería con la princesa, creyendo estar contentando al Emperador y dejando claro dónde estaba su lealtad.

Sentí que las piernas amenazaban con dejarme de sostenerme cuando escuché a Perseo decir:

—Puedo explicártelo, Jem.

Se me escapó otra carcajada, en esta ocasión cargada de desdén. ¿Cuántas veces había escuchado esa misma frase? ¿Acaso Perseo me tomaba por una estúpida para intentar convencerme con aquella maldita excusa? La presa que había estado conteniendo la avalancha de sentimientos explotó en aquel instante: mis pies se abalanzaron hacia donde estaba el nigromante y mis manos lo aferraron por el cuello de su lujosa túnica, estrujando la tela con rabia.

El cuerpo de Perseo cedió ante mi envite, haciéndonos trastabillar hasta que oí el golpe sordo de su espalda impactando contra la pared de piedra. Mi visión se tiñó de rojo, espoleada por los recuerdos de ambos juntos; por mi estúpida inocencia al confiar en él cuando dijo que iba a ponerle fin a su compromiso, enfrentándose a la voluntad de su abuelo. Le mostré los dientes en una mueca feroz y apreté la lujosa tela entre mis puños, deseando convertirla en jirones. Deseando que fuera su propio cuello.

—¡Traidor! —escupí con furia—. ¡Mentiroso!

Continué despotricando mientras mis puños seguían sacudiéndolo, intentando que el dolor que constreñía mi corazón como si alguien hubiera colocado a su alrededor un alambre de espino se diluyera con mis palabras y gritos.

—¿Encontraste alguna diversión en todo esto, Perseo? No eres distinto al resto de hijos de puta con los que me he cruzado: todos los perilustres sois iguales —le recriminé, deseando que dijera algo. Deseando que reaccionara y que me diera más munición para seguir volcando en él toda mi ira—. ¿Disfrutaste haciéndome todas esas falsas promesas, usando esa máscara de muchacho compungido y atormentado por su pasado y futuro? ¿Has compartido con tus amiguitos tus increíbles hazañas, te han dado ya las reglamentarias palmaditas en la espalda?

Una parte de mí no creía que Perseo hubiera estado mintiéndome, que todo lo que habíamos compartido en aquel tiempo transcurrido había sido un simple embuste para divertirse a mi costa mientras sabía que su compromiso con Ligeia seguiría adelante porque él no había sido capaz de imponerse a su abuelo. Pero la rabia y el dolor de mi corazón destrozado eran más poderosos y no tardaron en acallar esos pensamientos de defensa del nigromante.

—Maldigo el día en que nuestros caminos se cruzaron —rugí y noté que las manos empezaban a temblarme al mismo tiempo que mi rabia se esfumaba, haciendo que las fuerzas que me habían espoleado también me abandonaran—. Maldigo el día en que te conocí, Perseo Horatius.

Por fin logré arrancarle una reacción, por pequeña que fuera: la expresión del nigromante quedó al descubierto cuando la máscara y su silencio cayeron, demostrando hasta qué punto le habían afectado mis últimas palabras. Entre las brumas de mi enfado conseguí reunir la fuerza de voluntad suficiente para soltarle y poner distancia entre nosotros; los ojos de Perseo me suplicaban que le escuchara, que le diera una oportunidad, pero yo no sabía si podía hacerlo.

Al menos no ahora.

—Perseo...

La expresión de Aella era una mezcla de congoja y preocupación cuando nos descubrió en aquel pasillo; nuestros respectivos rostros fueron prueba suficiente para que supiera que toda la verdad había salido a la luz, haciendo que sus ojos azules perdieran parte de su dureza habitual para contemplarnos a ambos con un brillo de pesar.

Me giré hacia la prima de Perseo como si fuera un animal salvaje recién enjaulado. Ella estaba resplandeciente con su vestido nuevo, rodeada de un cálido halo que procedía de las antorchas que colgaban de las paredes que había tras su cuerpo; apreté los puños con fuerza, haciéndome daño en los nudillos magullados, al recordar que Ligeia también poseía una apariencia similar.

—Nuestro abuelo te está buscando —agregó Aella con menos seguridad que antes, alternando la mirada entre los dos.

Sentí la mirada de Perseo clavándose en mí con dolorosa intensidad, pero yo me negué a devolvérsela. Mantuve mis ojos fijos en su prima, que continuaba haciendo que sus ojos azules saltaran de uno a otro; de nuevo me negué a ceder a esa parte de mí tan débil que me susurraba al oído que no estaba siendo justa. Que todo tenía una explicación.

Que Perseo no había estado mintiéndome, ocultándome aquel pequeño detalle sobre su propio compromiso con la princesa.

—Perseo —insistió Aella, agobiada.

—Deberías marcharte —añadí con voz dura.

Oí la protesta de Perseo, pero pronto la acallé.

—Aquí ya no te detiene nada —Aella abrió la boca, pero una mirada por mi parte hizo que la volviera a cerrar—. Márchate y regresa a la fiesta, donde tu prometida estará preguntándose dónde estás.

En aquel momento, cuando escuché los pasos de Perseo, sentí que una parte de mi corazón se desquebrajaba y separaba, cayendo a sus pies y siendo pisoteado por su caro calzado. Mis ojos se desviaron hacia su espalda, quedándose allí fijos mientras la distancia crecía entre los dos; Aella apoyó la mano en el brazo de su primo a modo de silencioso consuelo, pero Perseo negó con la cabeza y pronto desapareció de regreso al bullicio de la fiesta.

La perilustre, por el contrario, no siguió a su primo y me contempló con una expresión de lástima, como si fuese capaz de comprender un ápice de lo que estaba siendo en aquellos instantes.

—¡¡VETE!! —le grité, olvidándome de quién era ella y todo lo que podía desencadenar aquel estallido por mi parte.

Las lágrimas amenazaron con brotar cuando me quedé sola en aquel pasillo pero me las tragué a base de fuerza de voluntad y determinación. Mi mano sana descendió por la capa, colándose por una de las aberturas hasta que noté la frialdad del cristal de la redoma pellizcando la yema de mis dedos.

Todavía no había terminado allí.

❈ ❈ ❈

Refugiada tras la capucha y la máscara de pájaro regresé a la fiesta y me fundí entre la multitud. Mis dedos permanecían cerrados firmemente contra la redoma de belladona, a la espera de que volcara el líquido sobre una de las copas y me dirigiera hacia mi objetivo; los invitados continuaban bebiendo y compartiendo chismorreos, a la espera de descubrir qué sorpresa aguardaba aquel evento tan exclusivo donde el mismísimo Emperador había acudido en persona junto al resto de la familia real.

Procuré mantenerme alejada de la zona donde Ptolomeo charlaba animadamente junto a su nieto —que me daba la espalda, para mi inmenso alivio— y revoloteé como una pequeña sombra, buscando a mi presa. Mis pies trastabillaron cuando descubrí a Aella lanzando dagas con la mirada a un muchacho que se inclinaba con demasiada familiaridad hacia ella, en absoluto amedrentado por la clara amenaza que se adivinaba en sus ojos azules.

A pesar de lo sucedido con Perseo, Rómulo no parecía haber aprendido la lección... o estaba eufórico ante la posibilidad de que se cerrara su compromiso con la propia Aella, pudiendo vengarse de lo sucedido en la fiesta que la joven organizó por capricho.

La prima de Perseo había mostrado una extraña camaradería hacia mí en algunas ocasiones, como la vez que acudió a buscar al nigromante... o cuando trató de avisarme, a su modo, de que Perseo no estaba siendo del todo sincero conmigo. Incluso en aquel pasillo de piedra, antes de que la hiciera huir con mi grito de rabia.

Aella había jurado vengarse de Rómulo, pero era posible que fuera demasiado tarde.

Me obligué a apartar la mirada de la pareja que conformaban aquellos dos y me centré en mi objetivo aquella noche: Roma. La nigromante no parecía haberse movido de aquel rincón oscuro, aunque su escalofriante compañera se había desvanecido de su lado, dejándola sola y expuesta.

Tomé dos copas llenas de vino y descorché la redoma de cristal, gastando unos segundos de mi preciado tiempo en contemplar el líquido oscuro que contenía. Había llegado el momento de cerrar viejas heridas y saldar antiguas cuentas pendientes, pero...

No podía negar que aún había sentimientos hacia el nigromante retorciéndose en mi interior, batallando contra la traición y el doloroso golpe que había recibido aquella noche. ¿Realmente iba a hacerlo? Arrebatar una vida... Por mucho que odiara a Roma, lo que sentía por Perseo parecía ser más poderoso que aquella vieja herida que latía dentro de mi pecho. ¿Estaba dispuesta a cruzar ese límite, sabiendo las consecuencias que derivarían de mis actos? ¿Sabiendo el impacto que tendría esa pérdida en Perseo, quien había conseguido convertirse en alguien importante, incluso querido, para mí?

Volqué el contenido de la redoma en una de las copas con decisión y luego me giré hacia la multitud, escuchando los aporreos de mi propio corazón en los oídos por lo que estaba a punto de hacer. Porque aquella decisión cambiaría el rumbo de las cosas de un modo u otro aquella noche, y no quería detenerme a pensar en nada que pudiera hacerme dudar.

Compuse una expresión acorde al de una esclava que temía ser castigada por el más mínimo error que pudiera cometer y me introduje entre la multitud, con mis ojos clavados en mi primera parada. Bajé la cabeza para que la capucha me cubriera aún más mi rostro enmascarado y pegué la bandeja contra mi pecho.

Rómulo apenas me prestó atención mientras mis temblorosos dedos tomaban la copa vacía y le acercaba la bandeja para que cogiera una de las que portaba. Ni siquiera me dirigió una última mirada, concentrado como estaba en Aella, cuando di media vuelta y me fundí con los invitados para alcanzar a mi siguiente objetivo.

No me costó mucho que me titubeara la voz cuando me encontré frente a Roma, portando la segunda copa de vino. La nigromante no pareció ser consciente de que era la misma esclava a la que había ordenado agua para su acompañante, pues toda su atención estaba fija en Ptolomeo y el Emperador, que hablaban cerca de allí; mis manos temblaron a causa de los nervios cuando la sostuve en dirección a Roma.

—El amo quiere que todos los invitados tengan una copa para el anuncio —traté de hacer mi voz mucho más aguda y asustada, sabiendo que ella sería capaz de reconocerme.

Algo dentro de mi pecho se aligeró cuando la mano de Roma cogió la copa de manera distraída y me despachó con un eficiente aspaviento con la que tenía libre. Me doblé en una rápida reverencia y huí de allí lo más velozmente que me permitió la afluencia de cuerpos.

Se me escapó una exclamación ahogada cuando alguien me detuvo por el antebrazo, frenándome en seco. El corazón arrancó a latirme con violencia cuando percibí que se trataba de una mano indudablemente masculina; el pánico hizo que toda mi mente quedara en blanco y que yo empezara a balbucear...

—Tú no deberías estar aquí.

Mis patéticos intentos de encontrar una excusa lo suficientemente plausible tras verme al descubierto quedaron en suspenso cuando reconocí ese tono que oscilaba entre el enfado y la frustración.

Alcé la vista de golpe, topándome con un rostro enmascarado cuyos ojos plateados me observaban fijamente y que no dejaba lugar a dudas de que sabía quién se escondía tras la mía.

—Darshan —gruñí en respuesta con una mezcla de sorpresa e indignación.

Camuflado del mismo modo que yo, el rebelde pasaba desapercibido y podía moverse a su antojo. ¿Había estado entremezclado con el resto de esclavos desde el inicio de la noche? ¿Cuándo habría sabido que era yo realmente? ¿Había traído consigo más de los nuestros para recabar toda la información que pudiera obtener de los despistados y alcoholizados invitados? Traté de mirar por encima de su hombro, quizá esperando reconocer a alguien más, pero un brusco tirón en el antebrazo hizo que mi atención fuera devuelta a Darshan.

—Te he visto —dijo con un tono acusador.

Pestañeé con inocencia, dando a entender que no sabía a qué estaba haciendo referencia, pero su mano libre se coló con insultante facilidad por debajo de mi capa hasta dar con la redoma vacía de belladona. Sus ojos plateados relucieron de indignación ante mi mentira flagrante y mi cuerpo se quedó paralizado cuando se llevó el frasco de cristal a la nariz, olfateándolo.

Su expresión se tornó pálida antes de que su mirada se endureciera y sus dedos apretaran con mayor firmeza la carne de mi antebrazo, casi pegándome a su pecho de un brusco tirón.

—Belladona —afirmó sin un atisbo de dudas—. ¿A quién le has dado ese veneno, Jedham?

No dije una palabra.

—¿A quién, Jedham? —insistió.

Darshan subió el volumen de voz, provocando que varios de los invitados desviaran su atención en nuestra dirección. En mi huida no había podido llegar muy lejos, haciendo que el rincón donde todavía estaba Roma quedara relativamente cerca de donde nos encontrábamos discutiendo; un escalofrío de miedo bajó por mi espalda. ¿Y si la nigromante escuchaba la conversación?

Mi mirada buscó de manera inconsciente a Roma, con tal mala suerte que Darshan no tardó mucho en atar cabos.

—¿La nigromante del Emperador? —comprendió y creí escuchar un timbre de pánico en su voz.

Los pies me trastabillaron cuando Darshan me soltó con brusquedad, esquivando a la multitud para alcanzar a Roma antes de que fuera demasiado tarde. Congelada en mi sitio, lo único que pude hacer fue contemplar cómo la nigromante alzaba la copa que yo le había tendido para llevársela a los labios; Darshan aceleró ante el fatal desenlace que se produciría si llegaba a probar un solo trago del contenido de su copa, apartando a los rezagados que se interponían en su camino.

Escuché el grito de advertencia que lanzó, deteniendo a Roma y haciendo que la mujer se girara en su dirección, descubriéndole con un extraño brillo reluciendo en sus ojos de color gris. Un extraño sentimiento recorrió todo mi cuerpo cuando Darshan extendió el brazo y tiró de un brusco manotazo la copa de la nigromante, enviándola al suelo y provocando que el vino se derramara por los prístinos azulejos de mármol.

Aquel suceso no pasó desapercibido entre la multitud, pero el grito ahogado que provino de otro rincón del vestíbulo fue suficiente para que la atención de los curiosos invitados se viera atrapada hasta que otra exclamación se superpuso, con un mensaje que resonó por todo el vestíbulo, haciendo estallar el polvorín que parecía oculto entre la multitud de invitados.

—¡Abajo la tiranía del Usurpador!

* * *

La escritora cuando le tocó redactar este capítulo:

Pero, Nana, ¿LA ENVENENÓ AL FINAL? ¿SE VA A ARMAR LA MARIMORENA?

Cadena de oración para que la escritora no se ponga en modo drama Las Cuatro Cortes lo que nos queda de la saga.

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