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Todo en mi interior pareció apagarse de golpe cuando escuché las noticias que Cassian había traído consigo de las cuevas y que habían cumplido mis peores temores

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Todo en mi interior pareció apagarse de golpe cuando escuché las noticias que Cassian había traído consigo de las cuevas y que habían cumplido mis peores temores. Las lágrimas no se derramaron, no sentí siquiera el escozor proclive a ellas cuando oí lo que Darshan había hecho con Perseo; todo en mí parecía haberse sumido en un profundo letargo, a excepción de mi pecho, donde un ardiente y rabioso fuego parecía ser lo único que le impulsaba a mi corazón a seguir latiendo.

Iba a destruirlo.

Eso era todo lo que ocupaba mi mente: un feroz y poderoso deseo de ver a Darshan consumiéndose a mis pies. Ni siquiera la racional voz que me recordaba al oído cómo había conseguido sobreponerme a otra pérdida similar, abandonando mi venganza hacia Roma, sirvió para hacerme cambiar de opinión.

Aquel maldito hijo de puta mentiroso iba a pagar.

Los brazos de Cassian se estrecharon a mi alrededor, pero todo mi cuerpo estaba congelado como si mis músculos se hubieran transformado en piedra. Quizá fuera la conmoción, o la culpa por saber que habían quedado cosas pendientes de arreglar entre Perseo y yo, lo que me mantuvo inmóvil en el suelo, incapaz de devolverle el gesto.

—Jem —dijo Cassian, apretándome aún más contra su pecho—. Lo siento, lo siento tanto...

Sus palabras eran sinceras, la preocupación y dolor que transmitían también lo eran. Pero el vacío que se había apoderado de mi interior no me permitió empaparme de ello; lo único que seguía funcionando con normalidad era mi mente, que ya estaba empezando a dar forma a mi plan.

—Vamos a las cuevas.

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Cassian no puso ninguna objeción, tampoco dijo nada cuando insistí en que nos marcháramos aquella misma noche. Los puntos de sutura de mi costado se resintieron, recordándome que estaban ahí y que la herida aún era fresca; sin importarme lo más mínimo, me puse de nuevo la capa y seguí a Cassian de regreso a la calle.

El ambiente en el exterior se había enrarecido con la caída del sol. Apenas había viandantes, y los pocos que cruzaban las polvorientas callejuelas de nuestro barrio iban con las cabezas gachas, intentando pasar desapercibidos; sus pasos eran ligeramente apresurados, como si quisieran llegar cuanto antes a su objetivo. A sus hogares.

El cuerpo de mi amigo se pegó a mi costado cuando descendimos las escaleras, alcanzando la arena del suelo. Por el rabillo del ojo le vi escaneando ambos extremos de la calle antes de que diéramos un paso más.

—Es posible que haya patrullas de Sables de Hierro merodeando por aquí —me susurró, precavido—. Cada vez son más habituales.

Asentí como toda respuesta.

Comprobamos que no hubiera rastro alguno de alguna patrulla antes de echarnos a la calle, recorriéndola con las cabezas gachas, mimetizándonos con las pocas personas que aún permanecían fuera de sus hogares.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora