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La cara de Eudora valió la pena cuando me vio aparecer con el cesto de la ropa sucia del joven amo. Me ladró que llevara las prendas a la lavandería y yo me apresuré a cumplir con sus órdenes, bajando de nuevo hasta la lavandería y enfrentándome a las miradas de los esclavos con los que me cruzaba; una vez logré escabullirme, dirigí mis pasos hacia el segundo piso, donde estarían esperándome Aella y mis nuevas tareas diarias.

Traté de armarme de paciencia en lo que duró el trayecto hasta su puerta, pero todos mis buenos propósitos parecieron esfumarse cuando me fijé en que había alguien detenido frente a la puerta del dormitorio que ocupaba. El miedo empezó a burbujear en mi estómago como lava ardiendo; mis músculos se agarrotaron y sentí cómo algo frío se deslizaba por mi espalda.

Hice que mis pies avanzaran por el pasillo, atravesándolo hasta que el desconocido alzó la mirada en mi dirección, eliminando cualquier posibilidad de dar media vuelta y salir huyendo. Tragué saliva cuando observé su inconfundible atuendo de mayordomo... y las dudas comenzaron a surgir de nuevo. ¿Aquel hombre serviría a Ptolomeo? Un escalofrío sacudió mi cuerpo. ¿Y si alguien me había visto espiando? ¿Y si esa persona había decidido irle con la historia al dominus?

«Oh, dioses: estoy muerta.»

Mi espalda se enderezó cuando di el último paso. Procuré que de mi rostro se borrara cualquier expresión, demostrando que no tenía que ocultar nada; en aquellos instantes lo primordial para mi cuello era que guardara las apariencias.

Y yo era una de las doncellas de Aella, una muchachita tonta que se sentía desbordante de agradecimiento por la generosa oferta que uno de los miembros de la familia me había ofrecido.

—¿Señorita Devmani? —se cercioró el hombre.

Un nuevo escalofrío erizó el vello de mi cuerpo, obligándome a esbozar una sonrisa inocente y desconcertada. Las sienes empezaron a punzarme ante la vorágine de pensamientos que me asolaron ante la pregunta del mayordomo; no dejé que nada de ello se reflejara en mi gesto.

—¿Sí? —respondí, imitando el tono que había visto a algunas de las doncellas de Aella empleando cuando alguien se refería a ellas. Incluso me permití ladear levemente la cabeza.

El tiempo pareció detenerse a mi alrededor cuando el mayordomo alzó un objeto que sostenía entre sus manos, mostrándomelo. Sus ojos no se perdían detalle de mi expresión, casi con un brillo de interés; especialmente cuando su mirada se topó con la marca que todavía cruzaba mi mejilla gracias a la generosa bofetada de Eudora.

—El joven amo me ha pedido que os entregue esto —se explicó.

Al contrario que aquel hombre, mi mirada alternó entre el pequeño recipiente de madera y el rostro del hombre. No pude evitar que mi ceño se frunciera cuando supe que aquello era de parte de Perseo; el nigromante había cometido un pequeño desliz en su dormitorio al llamarme por mi maldito diminutivo, pero pronto se había calado su máscara de perilustre como si no hubiera sucedido nada.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora