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Lo primero que hice fue seguir al pie de la letra el desinteresado —o quizá no tan desinteresado— consejo que me había brindado Aella. No se había equivocado al afirmar que no podía confiar en nadie más que en mí misma; y quizá fuera por eso mismo por lo que decidí ponerlo en práctica.

Me mantuve apartada de Vita después de que la doncella hubiera demostrado su nula fuerza de voluntad, la facilidad con la que había optado por creer las sucias mentiras de Sabina por los celos que despertaban en ella la simple idea de que Perseo —el joven amo, como la había escuchado referirse a él, con un tono meloso— pudiera haber mostrado un mínimo interés en mí.

El hecho de que la posible aliada que hubiera creído encontrar se hubiera desvanecido tan rápido implicó que tuviera que batallar en solitario con algunos problemas, como la estúpida corona trenzada que todas las doncellas de Aella debíamos llevar. Como saber cómo le gustaba tomar aquel té especiado que su abuelo importaba desde la mismísima Hexas.

O la temperatura exacta que debía tener el agua para los tres baños que solía darse cada día, cuando no optaba por utilizar las termas con las que contaba la mansión.

Dos días después de mi llegada a la casa, y sin haber visto a Perseo, ya me encontraba casi al límite de mi paciencia. Sabina había resultado ser una jugadora consumada de la guerra fría que manteníamos y el resto de las doncellas optaba por mirar hacia otro lado; la chica siempre encontraba alguna oportunidad para entorpecerme, con claras intenciones de hacer que quedara fuera de todo aquello. Y eso suponía un esfuerzo extra para adelantarme a sus intenciones.

La mañana de mi tercer día hizo que quisiera esconder la cabeza bajo la almohada y fingir que estaba en mi hogar, en mi cama. Libre de preocupaciones, sin ninguna Sabina buscándome las cosquillas; sin embargo, el irrisorio sonido que me llegaba desde el pasillo no comulgaba con los sonidos con los que había crecido. Aparté las ásperas mantas de un malhumorado puntapié y tomé una gran bocanada de aire mientras me mentalizaba para un nuevo día bajo las órdenes de Aella, por no hacer mención de las posibles sorpresas que Sabina me tendría preparadas.

Me arrastré desde la cama hacia el destartalado tocador y saqué los utensilios de manera mecánica: el dichoso peinado me llevaba casi todo el tiempo con el que contaba antes de que tuviera que acudir al dormitorio de Aella para ayudarla a prepararse para su habitual —y, en ocasiones, aburrida— rutina.

Mis dedos empezaron a trenzar con cuidado los rizados mechones de mi cabello, provocando que mi rostro se contrajera en muecas de sufrimiento cuando tiraba demasiado de ellos. Vita lo había hecho parecer fácil la primera vez, pero ella contaba con la práctica de años; yo solamente tenía mi memoria... y me había demostrado que no era infalible.

Mi maldita corona trenzada no estaba a la altura de los precisos recogidos del resto de doncellas, pero había mejorado. Especialmente después de que Sabina hiciera un comentario bastante grosero sobre dónde había aprendido a peinarme.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora