EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |

By wickedwitch_

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El Imperio se formó años atrás, nacido de la codicia de un hombre. Con la ayuda de unas fuerzas imp... More

| EXTRA 01 ❈ EL IMPERIO |
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By wickedwitch_

Perseo se marchó poco después, evidentemente contrariado por la discusión que había estallado entre ambos a causa de su madre. Yo no lo seguí, ofuscada por la vehemencia del nigromante al defender a la mujer y por la idea de que Roma hubiera resultado ser su madre; permanecí quieta en el mismo lugar durante unos minutos, abriendo y cerrando los puños junto a mis costados, intentando controlar mi propia furia.

Una parte de mí entendía la postura de Perseo, no en vano era su madre, pero otra gran parte se preguntaba cómo era posible que fuera tan ingenuo, tan estúpido al afirmar que Roma no era la puta del Emperador: las historias corrían como la pólvora, incluso había escuchado a Ptolomeo hacer desagradables referencias a esa relación que existía entre ambos.

Incluso había apelado a ella cuando Roma dejó caer que el Emperador guardaba serias dudas sobre la fidelidad de la gens Horatia para con él.

¿Cómo podía ser tan ciego? Apreté los puños hasta sentir que las uñas se me clavaban en la carne, hundiéndose en ella hasta marcarla. Resoplé de disgusto y me dirigí hacia la cama, dejándome caer sobre el colchón.

Pero no podía centrarme en la disputa que había tenido con Perseo, lo que realmente importaba en aquellos instantes era el hecho de que por fin se me había presentado la oportunidad que llevaba persiguiendo durante años, tras averiguar quién se encontraba tras la desaparición de mi madre; los dioses habían cruzado a Roma en mi camino por una razón: que yo pudiera cobrarme mi venganza.

Y eso era lo que haría.

Apoyé los codos sobre mis piernas y dejé vagar la mirada por el interior de aquel dormitorio prestado. ¿Tendrían alguna sala de armas? Quizá podría robar alguna daga o algo de tamaño más pequeño para poder clavarlo en el oscuro corazón de la nigromante... No, eso sería demasiado sucio y no me cabía ninguna duda de que me delataría a mí misma.

Quería que Roma viera mi rostro antes de morir, quería reclamarle por lo que le hizo a mi madre; obligarla a recordar su rostro, el modo en que debía haber acabado con su vida y hacer que sintiera remordimientos mientras se desangraba a mis pies, bajo mi mirada.

Sin embargo, también necesitaba mantener mi posición dentro de la propiedad. Mi misión con la Resistencia aún no había terminado, aún me necesitaban siendo la doncella de Aella para proporcionarles cualquier tipo de información que llegara a mis oídos, como había sucedido cuando escuché a Ptolomeo suplicar a la nigromante para que intercediera por la gens frente al Emperador.

Si quería continuar allí y poder llevar a cabo mi venganza tenía que planear una muerte que no llamara mucho la atención, que no señalara en mi dirección cuando por fin alcanzara su término.

Mordí mi labio inferior, dejando que mi mente vagara entre las distintas posibilidades que se me planteaban, hasta que mis labios se curvaron en una sonrisa torcida ante la solución, que había resultado ser más fácil de lo que esperaba: veneno. ¿Acaso no era el instrumento preferido de los perilustres? Había oído en las calles de la ciudad historias de nobles que se beneficiaban de la discreción y mortalidad de las sustancias tóxicas para deshacerse de sus enemigos. Dejando tras de sí un rastro de rumores, pero casi nunca una prueba tangible.

Volví a mordisquearme el labio inferior. En la Resistencia nunca nos habían instruido en el arte del envenenamiento, solamente en el manejo de armas y en defendernos cuerpo a cuerpo; mis conocimientos sobre los venenos eran prácticamente inexistentes y si empezaba a preguntar, podría levantar sospechas.

El nombre de Perseo se coló en mis pensamientos, recordándome los vínculos que le unían a mi objetivo. ¿Estaba dispuesta a seguir adelante? Esa parte que llevaba años anhelando calmar su sed de venganza aulló afirmativamente: Roma había asesinado a mi madre y el único modo de saldar esa deuda era su muerte. Hundí los dedos en mi cabello, sintiendo un ramalazo de culpabilidad por la ferocidad con la que había respondido a mi propia pregunta.

Quería acabar con la vida de Roma, pero una pequeña parte de mí se resistía a causarle ese daño a Perseo.

«No tiene por qué saberlo —susurró una hipnótica e insidiosa vocecilla dentro de mi cabeza—. Esa mujer tiene enemigos, demasiados. Perseo puede creer que fue uno de ellos... No tiene ningún motivo para sospechar de ti; no sabe que su madre asesinó a la tuya...»

Por mucho que me odiara reconocerlo, esa maldita voz tenía razón: no había hablado mucho de mi pasado con Perseo, nunca le había contado que mi madre fue asesinada por una nigromante. Nunca le había confesado que llevaba años buscando una oportunidad para acercarme a ella.

Si Roma moría conforme a mis planes, Perseo jamás me relacionaría con el asesinato; no tendría ningún indicio que pudiera señalarme como autora del mismo... Pero ¿podría convivir con ello, sabiendo que esa muerte había sido mía? ¿Mintiéndole de ese retorcido modo?

No tenía respuesta para ninguna de las dos preguntas que se me planteaban.

La voz que antes había susurrado volvió a la carga, tratando de seducirme: me había jurado siendo niña que no descansaría hasta ver el cuerpo sin vida de Roma; había empleado todos aquellos años en la Resistencia para tener una oportunidad, para no estar indefensa cuando llegara el momento.

Anteponer a Perseo sería traicionarme a mí misma, traicionar a la niña que había pronunciado aquella promesa a las estrellas, pues no tenía una tumba donde poder llorar a su madre. Además, quería saberlo; quería averiguar qué había pasado con ella, dónde había terminado después de que Roma hiciera su trabajo.

Mi venganza debía ir primero, y así sería.

❈ ❈ ❈

Tras la muerte de Vita, el resto de doncellas tuvimos que repartirnos aún más tareas, lo que significaba pocas oportunidades para escabullirme. Sabía que Perseo se encontraba en la enorme casa, que no había sido requerido por el Emperador o por su abuelo, pero no le vi en aquellos dos días que transcurrieron desde que se marchara de mi dormitorio tras aquella disputa que habíamos mantenido a causa de su madre y su vinculación con el Emperador; no había que ser un genio para saber que estaba evitándome y que yo tampoco tenía muchas intenciones de forzar un encuentro: aún seguía rumiando mi enfado por lo ciego que se encontraba respecto a su madre.

Aella nos había conducido hacia los jardines, alegando que debíamos aprovechar el sol lo máximo posible, a pesar de las nubes que se adivinaban en el horizonte. La perilustre se había dejado caer lánguidamente sobre las mantas que le habíamos preparado para que no se manchara su vestido mientras nosotras nos apiñábamos en otra manta y nos distraíamos como podíamos.

La nube de la muerte de Vita no se había desvanecido, pues Sabina comentaba con otras doncellas lo que había podido averiguar sobre la despedida que había organizado la familia de Vita y que provocó que me removiera con cierta incomodidad en mi reducido espacio. Las pesadillas sobre lo sucedido aún seguían atormentándome, haciendo que, en esos sueños, fuera yo quien terminaba ocupando el lugar de la propia Vita.

Aella continuaba ajena a todo, con los ojos cerrados y disfrutando de la suave brisa que corría, cuando todas escuchamos el grito de rabia que procedía de uno de los pasillos abiertos de la planta inferior. Muchas nos giramos en la dirección de la que había provenido aquel sonido —y que parecía proceder de Ptolomeo— para ver la inconfundible y poderosa espalda del cabeza de familia, además de su brazo haciendo aspavientos.

La prima de Perseo chasqueó la lengua, en absoluto sorprendida por la reacción de su abuelo. Entreabrió los ojos justo cuando Ptolomeo se giraba para cruzar el pasillo, seguido por un inquieto mayordomo que intentaba no quedarse atrás.

Su esposa, y cuya silenciosa presencia dentro de la casa apenas se intuía, salió a su encuentro desde el vestíbulo, haciendo que su vaporoso y elegante vestido flotara a su espalda; Auriga se parecía a sus dos nietos con aquel cabello rubio y ojos claros, características familiares de la gens Horatia.

Ptolomeo agitó algo que llevaba en la mano con virulencia. Una carta, supuse.

La mujer tomó el papel con cuidado y lo leyó en silencio, luego levantó la mirada de nuevo hacia el rostro de su marido, que se había coloreado a causa de la indignación del contenido de la misiva.

—Una prueba —la dulce voz de Auriga nos llegó a duras penas, pero yo me esforcé por prestar atención a todas y cada una de sus palabras—. El Emperador nos ha enviado una prueba.

—Esa zorra me aseguró que intercedería por nosotros ante él —escupió Ptolomeo, rojo de ira—. Pero ha jugado bien sus cartas.

La amable expresión de su esposa se retorció al entender de quién estaba hablando su esposo: Roma. La primera vez que había escuchado a Ptolomeo a escondidas, con la propia nigromante, había insinuado que Auriga también parecía compartir con él el mismo odio visceral hacia Roma, culpándola del trágico destino que había tenido su hijo.

El padre de Perseo.

¿Por qué había muerto? ¿Habría sido por mano de la propia Roma? Perseo nunca había mencionado a su padre y había sido Aella quien me había confesado, en un momento de vulnerabilidad, un poco sobre la historia entre ambos: la chica me había confiado que los dos estaban enamorados, pero que luego las cosas parecieron torcerse. ¿Quizá porque el padre de Perseo había descubierto que su esposa se había convertido en la amante del Emperador?

Mis pensamientos quedaron en suspenso cuando Auriga respondió a su esposo, con rabia contenida:

—¿Por qué no me dijiste nada? —la voz le temblaba ligeramente—. Ya sabes que no tolero su presencia aquí, a excepción de que sea su cadáver.

Ptolomeo tomó con cuidado a la mujer por la muñeca, mostrando un cariño impropio de un hombre como él.

—Vino con órdenes del Emperador —le explicó, suavizando su poderosa voz—: alguien de la corte le dio el aviso de que los emisarios de Assarion estaban aquí, haciéndonos parecer a nosotros los interesados por establecer relaciones con ellos. Haciéndonos parecer unos traidores.

Auriga frunció el ceño.

—De cualquier modo, no podemos ignorar la misiva —agregó Ptolomeo—; no podemos ignorar la amenaza. Cumpliéremos sus deseos y organizaremos una fiesta en honor al Emperador y sus invitados, dejaremos que traiga hasta aquí a su comitiva y disfrute de nuestro mejor vino. Dejaremos que vea que le somos leales.

Aparté mi atención de ellos tras descubrir que Roma había hecho lo que prometió a Ptolomeo, pero que el Emperador parecía haber decidido ignorar a su amante y presionar a la gens para que demostraran hasta qué punto le debía fidelidad, sabiendo las consecuencias de fallar.

Fingí que encontraba de lo más interesante los naranjos que se encontraban frente a mí, a una considerable distancia, donde los esclavos continuaban afanándose por retirar la fruta madura. La última vez que había observado a los hombres y mujeres que se encargaban de esa tarea descubrí a Darshan entre ellos; no creía que el rebelde fuera tan estúpido de repetir la misma tapadera.

Me retorcí las manos con nerviosismo, preguntándome cuándo tendría la oportunidad de encontrarme con mi contacto. Mis mejillas empezaron a arder cuando recordé el modo en que nos habíamos reunido la última vez, la misma noche que Aella celebró su caprichosa fiesta; mis dedos apretaron la tela de mi vestido, justo cuando frené mis pensamientos.

Me había prometido no volver a pensar en eso.

En ese beso que no había significado nada, que había sido una simple actuación para no levantar sospechas ante los invitados que nos interrumpieron cuando estaba contándole a Darshan lo que había escuchado dentro del laberinto.

—Jedham —la autoritaria voz de Aella hizo que saliera de mis enrevesados pensamientos.

Aparté la mirada de la hilera de naranjos para dirigirla hacia la perilustre, que se había incorporado sobre los codos y me contemplaba con una expresión que rozaba la actitud seria que siempre tenía su abuelo. ¿Habría hablado con Perseo? ¿Habría notado algo extraño en su primo y habría llegado a la conclusión de que la responsable era yo?

Me erguí mientras esperaba a que Aella me dijera qué buscaba de mí, aunque tenía la sensación de que no iba a gustarme lo que me esperaba.

La prima de Perseo hizo un aspaviento hacia el interior de la casa, moviendo la muñeca de forma lánguida. Entrecerré los ojos al ver cómo su mirada resplandecía de perverso placer.

—Estoy sedienta —dijo Aella—. Tráeme algo de la cocina que me ayude a aplacar la sed.

Maiena era la doncella que se encontraba más cerca para cumplir aquella tarea pero ella me había elegido a mí. A cada segundo que transcurría estaba convencida de que todo aquello era a causa de Perseo y el hecho de que Aella debía haberse percatado de que algo sucedía con su primo; maldije a Perseo y a su prima mientras me ponía en pie obedientemente.

Asentí con rigidez y me encaminé, procurando esquivar a las otras doncellas. Nada más darles la espalda, Aella añadió con voz cantarina:

—Ah, y no te olvides de traer algo fresco para todas vosotras.

Apreté los dientes pero no respondí. Hice mis zancadas más largas para llegar antes a la sombra que reinaba dentro de los pasillos abiertos que rodeaban aquella parte del jardín de la propiedad; allí me crucé con algunos esclavos yendo y viniendo en todas direcciones para cumplir con las órdenes que recibían por parte de Eudora, quien, por suerte para mí, no parecía encontrarse a la vista.

Dirigí mis pasos hacia la cocina, que se encontraba al este, lejos de las habitaciones y salas donde la familia hacía vida común. Estaba tan ofuscada con Aella y su actitud de niña consentida que intentaba proteger a su primo que no me aparté con suficiente rapidez...

Choqué frontalmente con un duro pecho, haciendo que trastabillara y estuviera a punto de caer al suelo. Se me escapó un gruñido cuando la mano de la persona contra la que me había chocado me aferró por el brazo, impidiendo que cayera; levanté la mirada para confrontarle, pero sus ojos plateados provocaron que me quedara muda de repente.

Darshan y su maldita manía de aparecer inesperadamente.

Conscientes de que estábamos rodeados de ojos y oídos indiscretos, me fijé en cómo su mirada se desvió hacia un lado. Un gesto que parecía indicarme que le siguiera; asentí brevemente y dejé que él tomara la delantera, haciendo que se abriera un espacio que pudiera disimular que ambos íbamos hacia el mismo sitio.

Recé para que los esclavos estuvieran demasiado ocupados en sus respectivas tareas, que ninguno de ellos se percatara de nosotros.

Observé a Darshan, caminando con una seguridad desconcertante, moviéndose por el interior de la casa como si la conociera. ¿Acaso no había sucedido lo mismo cuando me reencontré con Cassian y mi amigo me dijo que estaba allí porque el propio Darshan le había ofrecido la posibilidad de verme? ¿Y qué había de la noche de la fiesta?

¿Cómo había sido capaz Darshan de desaparecer tan fácilmente?

Clavé mis ojos en mitad de su espalda, dejando que esas preguntas siguieran flotando dentro de mi mente, confundiéndome. Haciendo que los recelos que siempre había sentido por él se avivaran de nuevo.

Darshan giró bruscamente, desapareciendo tras las puertas que conducían a las termas familiares, las mismas en las que me había reunido con Perseo tiempo atrás, antes de que se marchara. Espié mi entorno y, una vez estuve segura de que nadie estaba atento a mí, me colé por aquellas mismas puertas y las cerré a mi espalda, dejando que una bofetada de aire caliente y húmedo me golpeara el rostro.

Mi contacto se giró hacia mí con un gesto inquisitivo. En aquella ocasión había dejado a un lado el aspecto de esclavo acalorado y de joven noble para adoptar la apariencia de mensajero; incluso llevaba en su pecho un broche con el símbolo de la familia que lo delataba como tal. ¿De dónde sacaba todo aquello?

—Jem —fue su escueto saludo.

—Darshan.

Decidí imitarle mientras sentía un cosquilleo recorriéndome todo el cuerpo. El chico ladeó la cabeza con aparente interés y sus ojos plateados me escanearon de pies a cabeza, como si estuviera buscando algo; y quizá lo hubiera encontrado de no haber sido por Perseo y su poder de nigromante, que había sanado mis heridas y había hecho desaparecer el estropicio de mi antebrazo.

—Oí que hubo cierto revuelo en la fiesta —tomó la palabra Darshan, dando un paso hacia mí—. Y que una de las doncellas de Aella ha muerto.

Me tensé ante la información con la que contaba sobre lo que sucedía en aquel lugar, más del que había creído. Su mirada se entrecerró al notar aquel cambio en mi cuerpo, que me delataba; que hacía inclinar a pensar que yo tenía algo que ver con ello.

Crucé mis brazos sobre el pecho, a la defensiva. ¿Por qué continuaba inquietándome de aquel modo? ¿Por qué tenía la sensación de que sabía más de lo que aparentaba... de que ocultaba algo?

—Me retiré de la fiesta poco después de que tú te marcharas —mentí con fluidez, habituada a hacerlo; especialmente desde que hubiera acabado en aquel sitio, sirviendo como doncella para Aella—. Y sobre Vita: fue un accidente.

Darshan se frotó la barbilla, contemplándome.

—Eso he oído —rumió.

Silencio.

—Tengo información —dije cuando no fui capaz de soportar más aquella ausencia de palabras; aquella mirada evaluadora que conseguía erizarme el vello.

Darshan me hizo un gesto para que continuara hablando, así que lo hice: distorsioné un tanto la historia sobre cómo había logrado hacerme con aquel pedazo de conversación que estaba a punto de transmitirle, diciendo que la había escuchado casi por accidente, mientras iba para satisfacer los caprichos de Aella.

—Al parecer el Emperador no confía en la gens Horatia —expliqué, apretando los puños bajo mis axilas—. Tiene sospechas de que pueda estar traicionándolo por el simple hecho de haberse reunido con los emisarios de Assarion...

Los ojos de Darshan se abrieron de par en par.

—¿Assarion ha enviado emisarios? —me interrumpió.

—Eso he dicho —confirmé, sintiendo un ramalazo de recelo. ¿Por qué era tan importante aquel dato?—. Pero estaban aquí por motivos puramente comerciales, intentando crear vínculos mercantiles.

O eso era lo que había afirmado Ptolomeo, además de que habían sido los propios emisarios los que habían querido ir hasta allí, buscando una reunión con el cabeza de familia.

—Por eso mismo el Emperador les ha obligado a que celebren aquí una fiesta en su honor... y en la de sus invitados —añadí, incluyendo la información que prácticamente acababa de obtener casi por casualidad. Por un golpe de suerte—. El mismo Emperador acudirá en persona para comprobar que todo marcha como debe.

Darshan volvió a frotarse la barbilla, incluso más pensativo que antes. ¿Acaso tenía información de la que yo carecía? Siempre me había resultado misterioso, por no hacer mención de la facilidad con la que contaba para conseguir lo que se proponía; no en vano me había ayudado cuando mi padre estuvo a punto de hacerme perder el apoyo del líder de mi facción para que participara en aquella misión.

¿Qué sabía Darshan que yo desconocía?

—¿Algo más? —preguntó, pero su interés se encontraba en otra parte.

Negué con la cabeza.

Cuando dio un paso en dirección a la puerta —la misma que estaba bloqueando—, caí en la cuenta de algo. Mi venganza continuaba adelante y quizá mi contacto pudiera brindarme la pieza que me faltaba para poder planificando la muerte de la nigromante... la madre de Perseo.

Ignoré la agitación que me produjo ese pensamiento y me centré en el rostro de Darshan, quien permanecía con una expresión que delataba lo lejos que se encontraba de aquella conversación. Quizá dándole vueltas a lo que le había confiado.

—Pero yo sí necesito algo —dije apresuradamente.

Sus ojos plateados parecieron volver al presente al escuchar mi rápida interrupción: me miraron con interés, haciéndome saber que contaba con toda su atención de nuevo.

—Venenos —fue lo único que dije.

Una sonrisa felina se formó en los labios de Darshan y yo me arrepentí de haber abierto la boca. Tendría que haber buscado otra solución; debería haber buscado por mi cuenta sin tener que acudir a él.

Pero ¿cómo iba a averiguar lo que necesitaba? No podía ponerme a preguntar a los esclavos por temor a llamar la atención con mi repentina curiosidad por ese tema en concreto; tampoco tenía a nadie cercano a mí para contar con la confianza suficiente de hacerle esa pregunta.

Darshan había sido mi medida desesperada, y no había sido la adecuada.

—Venenos —repitió con lentitud—. ¿Alguien se ha portado contigo mal, Jem, y por eso quieres deshacerte de esa persona?

Apreté los brazos cruzados sobre mi pecho, intentando mantenerme firme y no caer en su provocación.

—No es asunto tuyo —contesté.

Darshan dio un paso hacia mí, haciendo que la distancia entre ambos disminuyera peligrosamente. Mi corazón dio un traicionero vuelco ante la expectativa de que siguiera acercándoseme más y más.

Entrecerró los ojos, contemplándome con atención.

—Los venenos son un asunto peligroso, pelirroja —insinuó, intentando arrancarme algo más.

Alcé la barbilla con gesto desafiante.

—¿Vas a ayudarme con lo que necesito sin hacer preguntas sí o no?

Darshan acortó aún más la distancia y yo sufrí un escalofrío a pesar del calor que reinaba dentro de aquella sala. ¿Cómo había sido tan estúpida de hacerle esa pregunta? Era evidente que el chico tenía multitud de preguntas que hacerme al respecto, y yo no estaba dispuesta a responderlas.

Lo que me dejaba en una zona peligrosa.

—Te ayudaría si supiera que ese asunto misterioso tuyo no pone en riesgo la misión —repuso Darshan, inquisitivo.

Ladeé la cabeza y él me imitó.

—¿Confiarías si te dijera que no tiene nada que ver con la misión y que no existe ningún peligro? —dejé caer, deseando que eso fuera suficiente para saciar la repentina preocupación de Darshan.

Otro paso y quedamos frente a frente, obligándome a que echara el cuello hacia atrás para poder verlo mejor.

—Jem —hizo una pausa en la que pude ver cómo su mirada se oscurecía—. ¿Está todo bien? ¿No te ha hecho nadie... daño?

Por unos terribles segundos tuve miedo de que hubiera sabido lo que Rómulo intentó hacer conmigo tras emboscarme con dos de sus amigos. Quizá si lo sabía estaba poniéndome tantas trabas, creyendo que el veneno era para aquella maldita sanguijuela; una idea que se me antojaba demasiado tentadora, pese a que mi objetivo era otro.

Mantuve mis ojos clavados en los suyos cuando dije:

—Está todo bien.

La mentira flotó entre los dos, pero yo no estaba dispuesta a confesarle lo sucedido con Rómulo en la fiesta, causa de que se creara cierto revuelo, tal y como había dicho él, y Darshan sacudió la cabeza, desviando la mirada un instante después hacia un punto cualquiera de la sauna donde nos encontrábamos escondidos.

—Belladona —habló tras unos instantes en completo silencio, casi de manera forzada—. Ricino. Acónito.

Apunté cada nombre dentro de mi cabeza, sintiendo un cosquilleo de excitación por encontrarme un paso más cerca de mi objetivo. Ignoré el modo en que me contemplaba Darshan, preocupado después de haberme brindado la respuesta que necesitaba.

Me hice a un lado, dejándole vía libre para que saliera por la puerta ahora que habíamos terminado.

Pero Darshan no se movió.

—Jem —no me gustó el hecho de que repitiera tanto mi nombre, estaba logrando inquietarme y ponerme nerviosa—. Jem, ten cuidado con lo que hagas. Por favor.

Esbocé una media sonrisa, intentando ocultar la agitación que despertaba aquel chico en mí. Lo único que necesitaba en aquellos instantes era en imponer distancia, en ver cómo se marchaba y desaparecía hasta la próxima vez; la imagen de Perseo se formó en mi mente como una advertencia. Como un recordatorio que provocó que mi corazón se acelerara.

—Debería regresar —dije, retirándome en dirección a la puerta, ya que Darshan no había dado muestras de querer marcharse—. Aella me ha pedido que le lleve algo fresco y podría sospechar si sigo retrasándome.

No esperé a que Darshan respondiera, di media vuelta y salí de la sauna cubierta de una viscosa capa de sudor, además de un irritante cosquilleo por todo mi cuerpo.

❈ ❈ ❈

Agradecí que el día hubiera llegado a su fin. Aella no había tenido piedad conmigo tras aquel retraso imprevisto, quejándose continuamente de mi lentitud a la hora de llevarle una «maldita jarra llena de agua fresca con unas simples rodajas de limón» para que pudiera saciar su sed; aguanté como pude, mordiéndome la lengua y manteniendo mis ojos clavados en el suelo, dejando que la perilustre me humillara frente a las otras doncellas.

No me importaba, pues había conseguido lo que necesitaba gracias a la ayuda de Darshan.

Ahora solamente tenía que encontrar el modo de salir de aquella casa para encontrar un maldito herbolario que pudiera proveerme de uno de los venenos que mi contacto había recitado casi a regañadientes.

Me quedé detenida frente a mi puerta, con mi mirada clavada en las escaleras que conducían al piso de arriba; al dormitorio de Perseo. Ya habían transcurrido dos días desde que hubiéramos discutido y no le había visto, sabiendo que estaba evitándome de una forma bastante efectiva; básicamente había supuesto de su mal humor gracias a la vena vengativa que había mostrado Aella conmigo.

Una parte de mí quiso abrir la puerta y encerrarme en aquel dormitorio, todavía aferrándose a las brasas de mi enfado; un comportamiento demasiado pueril, del que tantas veces Cassian se había burlado.

Necesitaba arreglar las cosas con Perseo, aun sabiendo lo que estaba planeando a sus espaldas.

Ignorando esa voz que había aparecido de la nada, que me recordaba que Roma era su madre y yo iba a arrebatársela a causa de mi venganza, dirigí mis pasos hacia las escaleras y empecé a subirlas con cuidado de no hacer ni un solo ruido que pudiera delatarme y alertar a otros esclavos, que no dudarían ni un segundo de acudir a Eudora.

La tercera planta se encontraba desierta y no estaba segura de si Perseo se encontraría en su dormitorio. Quizá podría esperarle... arriesgándome a que alguno de sus mayordomos me descubriera allí, haciendo que Eudora —por no hablar de Ptolomeo— se enterara.

Me deslicé por el pasillo hasta alcanzar el picaporte de la puerta que conducía a los aposentos de Perseo. Como aquella primera vez, mis dedos parecieron temblar antes de que lograra empujar hacia abajo el picaporte y consiguiera abrir una pequeña rendija, lo suficiente para investigar si alguien estaba dentro.

Pero la antesala estaba a oscuras y vacía.

Dudé unos instantes antes de colarme allí, cruzando aquella habitación con el mismo sigilo que había empleado para llegar. Aquella vez no me tembló la mano cuando accioné el segundo picaporte, el que me conduciría al dormitorio propiamente dicho; sin embargo, una oleada de decepción me sacudió de pies a cabeza cuando comprobé que tampoco parecía encontrarse ahí dentro.

La habitación estaba en las mismas condiciones que la antesala: con apenas luz y sin señales de Perseo.

Mis ojos recorrieron el interior del dormitorio, deteniéndose brevemente en la cama cuyas mantas estaban sin remover, delatando que su dueño no las había tocado; todo se encontraba en un profundo silencio que me sobresalté cuando escuché un breve sonido que parecía proceder de la zona más lejana de la habitación, el baño.

Como una gota cayendo sobre la superficie del agua.

Aguardé unos segundos antes de entrar a la habitación, siguiendo la dirección de la que había salido aquel trémulo sonido que, estaba segura, no habría sido capaz de advertir de no haber estado todo mortalmente en silencio.

La puerta estaba abierta y lo que encontré al otro lado hizo que mi corazón se detuviera dentro del pecho.

Perseo estaba aovillado en la enorme bañera, apretándose las rodillas al pecho y con el rostro hundido entre ellas, como si quisiera hacerse diminuto hasta desaparecer.

El nivel del agua le alcanzaba hasta la mitad del torso y el estómago se me agitó cuando distinguí la tonalidad rosa que la empañaba. Mis ojos se apresuraron a escanear la piel visible del nigromante, buscando cualquier herida. Pero una parte de mí lo sabía, en lo profundo de mis huesos; lo sabía perfectamente...

Aquella sangre no era suya.

—Perseo —su nombre brotó de mis labios como un susurro ahogado, aturdida por aquella desgarradora imagen.

Su cabeza se alzó de golpe, sorprendido al encontrarme allí, detenida en la puerta. Me fijé en los mechones húmedos que se le pegaban en el rostro, en su mirada turbia y el modo en que su gesto estaba congelado en una mueca de fría indiferencia, haciendo que sus ojos azules resaltaran ante aquella ausencia en sus rasgos. Era lo que se le había enseñado desde que era niño: a mantener cualquier emoción sepultada, a no sentir absolutamente nada.

Y pese haberse visto sorprendido en un momento tan íntimo como aquel, no se movió... como tampoco me pidió que me marchara; simplemente se limitó a mirarme como si estuviera ausente.

Atrapado en su propia cabeza.

—Perseo —repetí, con el corazón atenazado por verle de ese modo—. Perseo.

Pero siguió inmóvil, contemplándome con sus ojos azules, fríos como témpanos; protegidos por aquella coraza que le había acompañado durante tantos años, la que le habían obligado a forjarse para convertirse en un arma. Incapaz de poder salir del bucle que había creado dentro de su cabeza ante lo que había hecho, ante la sangre que había derramado.

Crucé la distancia que nos separaba en rápidas zancadas hasta terminar arrodillada al borde de la bañera, aferrándome a ella con tanta fuerza que mis nudillos se tiñeron de blanco. Pude ver la cantidad de sangre que se entremezclaba con el agua, lo que delataba que no había sido un encargo sencillo.

Que había sido una masacre.

—Háblame —le pedí con suavidad, procurando no alterarlo con mi propia conmoción por verle de ese modo—. Dime algo, cualquier cosa.

Un sonido ahogado brotó de su pecho, haciendo que mi corazón se estremeciera de nuevo.

—Cada vez es más difícil.

Sus primeras palabras abrieron un vacío en mi interior. Perseo nunca había dudado al cumplir cualquier orden que recibiera, nunca se había visto en aquella situación; y comprendí que la culpa era mía por irrumpir de ese modo en su vida, por abrirle los ojos respecto a la crueldad y las cadenas que el Emperador había colocado sobre todos ellos, convirtiéndolos en sus esclavos y armas preferidas.

Atenazada por la emoción, incapaz de pronunciar palabra alguna, lo único que pude hacer fue alzar mi mano hasta que mi palma acarició su pálida mejilla. Tenía la piel congelada, recordándome a su madre y la ausencia de calor que había sentido cuando ella me tocó.

Perseo apretó la mandíbula con fuerza.

—He visto tu cara —su voz salió temblorosa, casi avergonzada por la debilidad que transmitía. Un error que podría pagar muy caro si alguno de sus superiores se enteraba de ello—. Y también la de Aella. Y la de mi abuelo. Y la de mi abuela... He visto todos vuestros rostros mientras cumplía con lo que me habían ordenado y he... he titubeado. Por unos segundos he dudado —añadió, desolado por aquel error.

Sabía del peligro que existía si alguien había sido consciente de esa vacilación por su parte, de esa milésima de duda que habría sentido Perseo antes de anteponerse y llevar a cabo lo que se le había exigido. El propio nigromante me lo había confesado en las saunas, me había contado los métodos que seguían los nigromantes más veteranos con los recién llegados.

El modo en que los doblegaban para forjarlos a su imagen y semejanza.

—No puedo permitirme titubear, Jem —prosiguió en voz baja—. Pero ya no me resulta indiferente... Ya no soy capaz de acabar con sus vidas sin ser consciente de lo que estoy haciendo, del daño que estoy causando.

Mis manos se movieron solas, dirigiéndose hacia los broches que sostenían la tela sobre mis hombros. El quitón cayó a mis pies con un suave susurro cuando los solté; las sandalias no tardaron mucho en acompañarlo, formando una pequeña pila de prendas. Los ojos de Perseo me observaron con desconcierto, como si no supiera qué estaba haciendo.

Pero yo lo tenía bastante claro y no aparté la mirada cuando me deshice de las últimas prendas que cubrían mi cuerpo.

Me deslicé al interior de la bañera, tratando de ignorar la baja temperatura del agua, y me acerqué con lentitud hacia donde se encontraba encogido Perseo, sin romper todavía el contacto visual. No encontraba palabras para intentar consolarlo, para intentar hacer desaparecer esa culpa que había comenzado a aplastarlo; la discusión que habíamos mantenido hacía dos días se disipó, quedando relegada a un segundo lugar. Ahora mismo lo único que me importaba era aliviar la carga del nigromante, alejarlo de esa oscuridad que le acompañaba desde que hubiera regresado de aquella espantosa misión.

Le rodeé con mis brazos y apoyé mi mejilla sobre su coronilla húmeda, intentando que mi contacto fuera confortable. Intentando que supiera de ese modo que estaba a su lado, que comprendía su desazón después de tanto tiempo reprimiendo sus propias emociones.

Que no le odiaba por lo que había hecho.

Pasaron unos segundos hasta que sentí sus brazos moviéndose hasta rodearme, devolviéndome el abrazo. Hasta que escuché el sollozo que dejó escapar, presionando su frente contra mi clavícula y permitiera que sus tímidas lágrimas cayeran sobre mi piel desnuda.

Dejando que ese desgarrador dolor que había estado manteniendo atrapado en su interior saliera finalmente.

Rompiéndose.

Me mantuve en silencio, acariciando la espalda de Perseo mientras escuchaba los sonidos que brotaban desde lo más profundo de su ser, liberado por fin. Cada sollozo resonaba contra mi pecho; cada lágrima que sentía sobre mi propia piel era como un puñetazo en el estómago.

La presa de emociones de Perseo se había roto y no sabía cómo manejar aquel torbellino, no estaba familiarizado con ello y mi corazón sufría con él, sin saber muy bien qué decir.

—El dolor y la culpa son naturales, algo de lo que no deberías avergonzarte. Las lágrimas también, Perseo —susurré en su oído—. Y eso no te hace más débil o más frágil, todo lo contrario: te fortalece.

Sus dedos presionaron la parte baja de mi espalda y su aliento cálido hizo que se me erizara el vello cuando acarició la piel de la clavícula. El tiempo pareció detenerse cuando alzó la cabeza y sus ojos enrojecidos me contemplaron fijamente; cuando fui testigo de cómo se oscurecían a causa del deseo. De la desesperación.

Del anhelo.

Mi propio aliento titubeó al notar sus manos ascendiendo por mis costados, desatando una oleada de calor que se extendía conforme sus palmas continuaban su camino. Me quedé inmóvil mientras sus manos alcanzaban mi cabello, entrelazando los dedos con mis mechones y sacando una a una las horquillas que lo mantenían recogido en una prieta corona trenzada; incliné mi cuello para que nuestros rostros quedaran más cerca, permitiendo que mis bucles desordenados cayeran por mi espalda tras verse libres de aquel horrible peinado que se nos obligaba a llevar. Dejé mis manos clavadas sobre su pecho, sintiendo el rápido aleteo de su corazón bajo la piel.

Dejé que eliminara la distancia para besarme y alterar mi propio pulso, tornándolo frenético; haciendo que presionara mis manos contra su pecho, deleitándome del calor que desprendía su piel y que había desterrado a la frialdad que había sentido al tocarle.

Dejé que sus manos abandonaran mis mejillas para vagar de nuevo por mi cuello y más abajo, sutiles caricias que provocaban chispazos allá donde las notaba, mientras sus labios presionaban los míos como si quisiera robarme el aliento, como si fuera la única forma de hacerle apartar la oscuridad que le acechaba, obligándome a tratar de mantenerle el ritmo e ignorar el modo en que mi espalda se arqueó cuando sentí sus yemas paseándose por mi pecho, en el punto exacto donde podía percibirse el latido de mi corazón.

Contuve mi alterada respiración cuando las manos de Perseo me tomaron por la cintura con cierta premura, casi con desesperación, y le noté recolocándose bajo mi cuerpo, provocando que ciertas partes se tocaran ligeramente, arrancándome un gemido que pareció endurecerle todavía más. No me resultó difícil intuir lo que se le estaba pasando por la mente en aquel preciso instante.

Pero él no estaba preparado, no en aquel momento.

La prometí que respetaría sus decisiones, que no le forzaría en nuestra relación, y sabía que no podía pasar. Aún no: no cuando Perseo emplearía el sexo como vía de escape, tal y como habría hecho yo la noche que Rómulo me atacó.

Apoyé mis rodillas en el suelo de la bañera y me alcé, usando sus hombros para mantener el equilibrio, creando distancia entre aquellas partes de nuestros cuerpos que antes se habían rozado bajo el agua, ante la desesperación del nigromante por calmar sus pensamientos, la culpa que amenazaba con asfixiarle; Perseo alzó la mirada y yo me incliné para depositar un fugaz beso en sus labios, sabiendo que estaba tomando la decisión correcta. Igual que aquella noche.

—No podemos hacerlo, Perseo —le susurré—. No así.

Salí en primer lugar de la bañera. El nigromante no tardó mucho en seguirme, moviéndose por el baño hasta alcanzar una toalla en la que pudimos envolvernos los dos; me apreté contra su cuerpo mientras Perseo se encargaba de rodearnos, disfrutando en secreto de aquel contacto. A pesar del calor interno que todavía sentía desde la cabeza hasta la punta de los pies.

Dibujé sobre la piel de su pecho con mi dedo índice, buscando en ello una excusa para no mirarle cuando dije:

—Mi madre... mi madre fue una de las víctimas del Imperio —las palabras se me atoraron en mitad de la garganta, pero me obligué a continuar—. Recuerdo que aquel día me negué a acompañarla al mercado... Y esa culpa por haberle fallado de ese modo me acompañó durante mucho tiempo. ¿Por qué le dije que prefería quedarme con mi amigo? ¿Por qué no fui con ella? ¿Se habría salvado de haber cambiado de decisión? Esas preguntas me castigaron duramente, haciendo que mi corazón se estremeciera de dolor al recordarla. Pero me sobrepuse y silencié esa vocecilla que siempre me susurraba al oído que yo podía haberla salvado de su destino; aquellas lágrimas... aquel dolor... aquella pérdida... me hizo más fuerte, me convirtió en la persona que soy ahora.

La misma persona que iba a arrebatarle a su madre, aunque él jamás lo supiera.

* * *

Jedham metiéndose en un berenjenal de proporciones épicas...

Perseo en modo horno...

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