EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |

By wickedwitch_

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El Imperio se formó años atrás, nacido de la codicia de un hombre. Con la ayuda de unas fuerzas imp... More

| EXTRA 01 ❈ EL IMPERIO |
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By wickedwitch_

          

El primer —y sutil— movimiento de mi padre tras mi regreso fue la proposición que me hizo a la mañana siguiente:

—¿Por qué no te tomas un pequeño descanso, Jedham? —me preguntó mientras yo terminaba de servirle el desayuno; gracias a los cielos, cuando caí rendida por segunda vez no me vi asolada por ningún mal sueño—. Acabas de regresar a casa después de una misión arriesgada que casi te condujo a la muerte... Disfruta un poco de haber vuelto a tu vida.

—Quizá me necesitéis allí —respondí de manera evasiva, refiriéndome a las catacumbas que conducían a las cuevas del desierto que había más allá de las murallas de la ciudad.

Había sido un arduo trabajo que se remontaba a mucho tiempo atrás. Muy pocos conocían el secreto de las catacumbas, pues muchos de los pasadizos se habían derrumbado a causa de las inclemencias del paso del tiempo; mi padre me había contado siendo niña que los pasadizos que conducían a las cuevas del desierto habían sido una vía de escape de la ciudad. Por si llegaba el momento de abandonarla.

Y ahora nos servía a los rebeldes para poder movernos a nuestro antojo sin levantar sospechas.

—Estamos a expensas de recibir un cargamento que hemos conseguido robar en Fallon —me contestó, intentando que yo le dijera que lo haría; que me quedaría en casa mientras él desaparecía durante días—. No hay nada que puedas hacer.

No supe si creerle del todo. Después de la discusión de ayer, mi padre estaba desesperado por intentar hacerme entrar en razón; convencerme para que lo abandonara todo. Creía erróneamente que si me alejaba lo suficiente de la Resistencia estaría a salvo, se aferraba a esa endeble esperanza.

Sin embargo, si alguna vez el Imperio descubría a mi padre, yo no estaría a salvo. Los nigromantes también vendrían a por mí.

Nunca me permitirían seguir con vida.

Fingí que tomaba sus palabras como ciertas y asentí, prometiéndole que me quedaría en la ciudad y retomaría mi vida. No sabía cómo habría explicado mi ausencia todo el tiempo que había pasado con Al-Rijl, pero no me costaría mucho inventar una excusa delante de los vecinos si alguno de ellos preguntaba por ello.

Terminé de servirle el desayuno a mi padre y ocupé mi silla, de manera inconsciente desvié la mirada hacia la que estaba vacía. La que ninguno de los dos usábamos porque había pertenecido a mi madre y mi padre, en ocasiones, contemplaba con un brillo desgarrado, lamentándose todavía por su muerte.

Culpándose a sí mismo.

En cierto modo, sabía que tenía que sentirme mucho más que agradecida con mi padre. Cuando se llevaron a mi madre, acusada de traición, bien podría haber hecho como muchos otros en su misma situación: rendirse ante la melancolía; caer en una profunda depresión por la pérdida. Rendirse.

Él no hizo nada de eso. Siguió luchando por sus ideales y por sacarme adelante, por intentar llenar el hueco que ella había dejado; yo era lo único que le quedaba y decidió luchar por mí. Quizá estaba siendo algo injusta con él por ponerme en riesgo de esa manera, por permitir que la oscuridad de la venganza siguiera echando raíces dentro de mi alma para no marcharse. Para no hacerme olvidar mi promesa.

Le pedí que me hiciera un breve resumen de todo lo que había sucedido en mi ausencia, intentando alejar los turbios pensamientos sobre la muerte de mi madre y removiendo el tenedor de un lado a otro, incapaz de probar bocado.

Mi padre, aliviado de escuchar mi petición tan mundana, no tardó mucho en animarse a explicarme cómo habían ido las cosas por allí. Su tono se ensombreció cuando me desveló que los nigromantes se presentaron cuatro noches atrás en una de las casas, con nuevas órdenes dictadas por su señor; no hubo gritos ni jaleo, como era costumbre cuando intervenían esos monstruos.

A su salida, los soldados que les habían acompañado sacaron los cadáveres de la familia para que luego fueran exhibidos en el patíbulo. Colgados a modo de macabro recordatorio sobre qué sucedería en caso de pertenecer a los rebeldes o callar información sobre ellos.

Arañé sin querer el fondo del plato al escuchar la nueva ejecución. En mi mente se formó la imagen de Perseo y sus ojos azules; esos mismos ojos que no habían dejado de perseguirme desde que abandoné el palacio gracias a su ayuda.

—Ni siquiera tuvieron un juicio ante el Emperador —musitó mi padre, con la cabeza gacha—. Muchos de los que han muerto ni siquiera sabían de qué se les acusaba.

No me sorprendió lo más mínimo. Y ahora que había descubierto que alguien había colado indolentemente a una mujer para que intentara acabar con su vida, se habría vuelto más sangriento y precavido; el Usurpador sabía que tenía enemigos, que se encontraba rodeado de ellos.

Quizá todas las ejecuciones eran un reflejo de su incipiente miedo.

Del temor a ser derrotado.

—¿Quiénes eran? —pregunté en un susurro.

La mirada de mi padre se había ensombrecido y sus pupilas parecían haber aumentado de tamaño.

—Los Farrar —contestó en el mismo tono.

Sentí el poco desayuno que había logrado ingerir como una piedra pesada en el estómago. Una familia inocente. En el barrio solíamos conocernos los unos a los otros, su apellido no me era desconocido; me había cruzado multitud de veces con Sissel, como así se había llamado ella, en los pilones donde íbamos a hacer la colada. Habíamos jugado por la zona cuando éramos niñas y acompañábamos a nuestras respectivas madres.

Conocía a Jamal, su marido. También habíamos compartido juegos cuando éramos más pequeños; todo el barrio había sido testigo de su relación y, después, de su tan anhelada boda.

Apenas me sacaban unos años.

Las últimas noticias que había escuchado de ellos habían sido que Sissel podría estar embarazada.

Aparté de mí el plato de la comida, procurando no vomitar la que aún mantenía en el estómago. Me resultaba retorcido que los nigromantes no hubieran titubeado al asesinar a una posible mujer embarazada; me compadecí del bebé nonato, si de verdad ella había estado esperándolo.

Las comisuras de los ojos empezaron a arderme a causa de la rabia, de la frustración. Poco después también lo hicieron mis entrañas.

—Eran inocentes —afirmé.

Ese matrimonio que estaba empezando a formar su propia familia era inocente. Ninguno de ellos jamás había quebrantado las leyes; Jamal trabajaba de sol a sol como peón mientras que Sissel hacía remiendos a cambio de unas pocas monedas para completar el poco dinero que su marido llevaba a casa.

—Eso no es lo que opinaba el Emperador —murmuró mi padre.

Jamal nunca había pertenecido a los rebeldes y siempre había evitado cualquier asunto turbio que pudiera acarrearle problemas. No era capaz de concebir una razón para que los nigromantes se hubieran plantado en su casa con claras órdenes al respecto: no dejar a ninguno de los dos con vida.

Miré a mi padre con mayor atención, consciente de la línea hundida de sus hombros y el aire abatido que parecía rodearle.

—Me estás ocultando algo —le acusé al creer entender qué sucedía.

Rehuyó mi mirada, aumentando la sensación de que sabía algo que no quería decirme.

Al ver que no sería capaz de arrancárselo a las buenas, repasé todo lo que me había explicado sobre la ejecución de los Farrar. Descarté por completo las posibilidades de que alguno de los dos pudiera pertenecer a la rebelión; sospechaba que la información que ocultaba mi padre tenía relación con sus muertes, pero aún no lograba ver ningún hilo conductor. Alguna maldita pista.

Repasé una y otra vez la historia, tragándome las náuseas al imaginar el momento en que los nigromantes tumbaban la puerta para encargarse de ambos. Mi padre seguía en silencio, sin atreverse a mirarme aún.

Pensé de manera inconsciente en la situación de su casa; apenas cinco más a la izquierda de la nuestra. La piel se me puso de gallina ante la posibilidad que se me planteaba, la teoría que estaba tomando forma dentro de mi cabeza y que podría explicar la actitud de mi padre.

El hecho de que hubiera parecido tan asustado al verme aparecer en casa y luego tan enfadado cuando le había dicho que no iba a desertar.

Me llevé una mano para cubrir mi boca.

—Temías que alguien pudiera haberte delatado —jadeé, horrorizada.

Mi padre debió sentir auténtico pavor al enterarse de que los nigromantes habían estado tan cerca. Llevaba muchos años dentro de la organización, siempre había sido precavido con sus movimientos y, tras la muerte de mi madre, había doblado sus esfuerzos por pasar desapercibido para que nadie pudiera sospechar de nosotros.

Fuimos afortunados, dentro de lo que cabe, cuando no nos alcanzaron las nefastas consecuencias de que mi madre hubiera sido condenada por ser acusada de traición contra el Imperio.

Ahora entendía la reacción de mi padre: se sentía en parte responsable por la muerte de los Farrar. Pero también profundamente aliviado de que no hubiéramos sido nosotros los que, en aquellos momentos, colgáramos sobre el patíbulo, convertidos en cadáveres a causa de los nigromantes.

—No estoy seguro, Jem —la voz le tembló un poco al pronunciar mi diminutivo—. Estamos bien jerarquizados, procuramos que los niveles inferiores no sepan mucho por seguridad; todos los días nos llegan nuevos reclutas que jurar querer acabar con la tiranía y conseguir la libertad de su pueblo... Y no tenemos ojos en todas partes, siempre hay algo que se nos escapa.

Un silencio opresivo empezó a enroscárseme por la garganta mientras escuchaba a mi padre, cuyos ojos estaban clavados en sus manos unidas. Como si en sus machacados nudillos se encontrara la solución a todos nuestros problemas, la seguridad de que siempre estaríamos a salvo.

—Es posible que alguien haya confesado —continuó—. Que señalara a unos cuantos con la esperanza de conseguir un ápice de misericordia del Emperador. No lo sé. Pero me asusté cuando escuché a todos aquellos soldados cruzando la calle que temí que nos hubieran descubierto; en este barrio no suele haber ese tipo de actividad y me resultó alarmante. Creyendo que vendrían a por mí, di gracias a los dioses de que tú no estuvieras aquí.

Intenté ponerme en el lugar de mi padre esa noche en concreto. Tenía razón al afirmar que la presencia de nigromantes y patrullas de soldados paseando por las calles de ese barrio no solía ser frecuente; que yo supiera, la única familia —aparte de nosotros— que podría temer de que vinieran por ellos era la familia de Cassian. Era comprensible que mi padre se hubiera puesto en lo peor, que hubiera temido que su vida estuviera contada y cada segundo que corría fuera en su contra.

Tragué saliva para intentar deshacer el nudo que me atoraba la garganta. Luego, me incliné sobre la mesa para cubrir con mi pequeña mano las suyas; el cuerpo de mi padre se sacudió en un silencioso suspiro.

—Es un riesgo que aceptamos al comprometernos con la causa —le susurré con suavidad—. No tienes por qué sentirte avergonzado, papá.

Cuando alzó la mirada, vi que sus ojos se habían enrojecido.

—Me alegré, Jedham —dijo—. Sentí un feroz alivio al descubrir que no iban por nosotros y me alegré.

Le sostuve la mirada.

—Es una reacción humana que encaja en la situación en la que te encontrabas —respondí, intentando que mis palabras le brindaran consuelo—. No fue culpa tuya. Fue una equivocación y, aunque suene odioso, debemos sentirnos afortunados de seguir con vida.

Aparté a un lado la irritante sensación de no estar sonando lo suficientemente convincente. Mi padre no tenía la culpa de que la persona que hubiera hablado más de la cuenta se hubiera equivocado; ese error era el que nos había mantenido a salvo, con vida.

No podía morir.

Aún no.

—¿Eres capaz de entender ahora por qué no puedes mezclarte con nosotros? —me preguntó mi padre, atrapando mi mano entre las suyas—. Eres demasiado llamativa, difícil de olvidar. Si alguien se va de la lengua... no será difícil que den contigo.

Estaba refiriéndose a mi cabello rojo y mi piel tostada, una extraña combinación que resultaba ser muy poco común en aquella parte de la ciudad. Además, mis ojos verdes tenían una tonalidad demasiado vivaz; relucientes y redondos, como si de joyas se trataran. En resumidas cuentas: una descripción más o menos acertada de mi persona y los perros del Emperador no tardarían mucho en encontrarme.

Quizá incluso alguno podría relacionarme con una de las bailarinas de Al-Rijl de la fiesta donde se trató de cometer el asesinato del Emperador.

—No puedo perderte a ti también —el tono de mi padre se volvió urgente, casi desesperado—. Me arrebataron a tu madre y no pude protegerla; no quiero que te pase lo mismo. Ni siquiera tenemos un cuerpo al que llorarle, Jedham.

El nudo de mi garganta bajó al pecho al pensar en mi madre. No solíamos mencionarla, como tampoco hablábamos de ella si no era en nuestras discusiones sobre mi papel dentro de la Resistencia; aún sufríamos su pérdida, pero lo hacíamos en silencio. En la soledad de nuestras respectivas habitaciones y cuando estábamos seguros de que el otro no nos oiría.

Mi madre desapareció de la faz de la tierra. Supimos de su destino por los rumores, por las informaciones que habían circulado desde el palacio; y, aun así, mi padre no los creyó del todo. Tuvo que reunirse con un par de informantes para interrogarlos hasta que les arrancó la descripción de una de las ejecutadas.

La descripción coincidía con mi madre.

Sin embargo, nunca se nos devolvió su cuerpo, como a muchos otros. Como a tantas otras familias, el Imperio nos había quitado incluso el derecho de llorar a nuestros muertos; de poder despedirlos del modo en que se merecían.

Yo no podía visitar la tumba de mi madre porque no tenía una donde descansar.

Porque su cuerpo se había perdido, inútil después de que el Emperador hubiera cumplido con sus deseos.

—Quédate en casa, Jedham —me pidió mi padre.

Le miré como si me hubiera dicho algo horrible mientras sus palabras laceraban mi alma.

Mi padre supo que me había herido, pues la venganza había pasado a formar parte de mí desde que había tomado conciencia de la situación... y había decidido tomar medidas al respecto.

—Al menos hazlo hasta que descubramos quién es la persona que está pasando información, vendiéndonos como si fuéramos simples animales.

Asentí.

Era lo máximo que podía prometerle.

* * *

Cuando sabes que un nuevo personaje está a la vuelta de la esquina:

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