EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |

By wickedwitch_

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El Imperio se formó años atrás, nacido de la codicia de un hombre. Con la ayuda de unas fuerzas imp... More

| EXTRA 01 ❈ EL IMPERIO |
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By wickedwitch_

Mi asombro y sorpresa solamente duraron unos instantes, los suficientes para que el nigromante me arrebatara de las garras de aquel noble de la Gens Villia y me colocara discretamente a su espalda; el rostro de aquel tipo se había puesto más pálido aún, si era posible: conocía de primera mano lo que sucedía cuando alguien contravenía los deseos del Emperador... o cuando alguien osaba maltratar a una de las concubinas del Emperador.

El estómago se me agitó violentamente al comprender que me había convertido, al menos aquella noche, en una de esas mujeres obligadas a cumplir las fantasías y deseos de aquel hombre.

De repente no estaba segura de querer que el nigromante me apartara del noble ebrio que me había abordado. Sin embargo, el joven entendió la amenaza implícita en las palabras del otro, pues me soltó como si mi cuerpo le hubiera quemado; inclinó la cabeza de forma forzada mientras daba media vuelta y fingía que nada de lo ocurrido había tenido lugar.

Los ojos del nigromante me contemplaron con un ápice de interés y yo me encogí de manera inconsciente, recordando las historias de miedo con las que mi madre había tratado de asustarme siendo niña cuando no quería obedecer; sabía que era una reacción estúpida, pero los rumores sobre la brutalidad de sus poderes corrían por las calles de la Ciudad Dorada, mostrándonos que podían partirnos como si fuéramos simples ramitas si osábamos contravenir las órdenes de nuestro señor.

—Tienes que acompañarme —me indicó—. Al Emperador no le gusta que le hagan esperar.

Tragué saliva y maldije mi mala suerte. Jamás habríamos valorado la posibilidad de que resultara elegida por el propio Emperador porque Enu y yo habíamos visto jovencitas mucho más atractivas y resultonas que nosotras; habíamos pecado de ingenuidad y habíamos fallado.

Me obligué a bajar la mirada de manera sumisa, dándole a entender al nigromante que le seguiría allá donde se me requiriera. Él dio media vuelta y empezó a moverse entre la multitud, encargándose de abrirme camino mientras los invitados me lanzaban miradas de interés al pasar por su lado; me atreví a espiar por el rabillo del ojo, intentando divisar a mi compañera y que ella me viera a mí.

La mano del nigromante apoyándose en mi hombro izquierdo hizo que perdiera la concentración en mi búsqueda, sobresaltándome bajo su contacto; giré mi rostro en su dirección y contemplé de nuevo su monstruosa máscara plateada. Un símbolo de lo que verdaderamente se escondía tras ella.

—Te guiaré hasta los aposentos privados del Emperador —me explicó y yo asentí automáticamente—. Tendrás que someterte a un nuevo registro para que comprobemos que no ocultas nada... peligroso. Después podrás hacer tu trabajo con el Emperador.

El estómago se me volvió a agitar ante la mención implícita de lo que sucedería aquella noche. Mentiría si dijera que no me encontraba asqueada por lo que estaría obligada a hacer; las posibilidades de que alguien frenara las intenciones del Emperador de divertirse aquella noche eran casi nulas. Por no hablar del hecho de que estaba desarmada y rodeada de nigromantes a los que no les temblaría lo más mínimo el pulso al acabar con mi vida.

No me di cuenta siquiera de que habíamos abandonado el salón donde se celebraba la fiesta y que habíamos salido a un enorme corredor con enormes columnas e iluminado por multitud de antorchas; en cada rincón de aquel ostentoso lugar se respiraba la esencia de la Gens Nerón, familia que nos había gobernado desde que se formó el Imperio. Mi mirada no pudo resistirse a recorrer cada detalle, centrándose en los tapices que mostraban la grandeza de los antepasados del Emperador.

El nigromante me condujo por multitud de intrínsecos pasillos que me hicieron muy difícil aprenderme el camino de regreso hasta que nos detuvimos frente a unas puertas que parecían estar hechas de oro. Contemplé las caras de nuestras deidades y no me sorprendí de no encontrar entre ellas el atractivo rostro de Zosime, quien representaba la esencia, el elemento que los nigromantes podían manejar a su antojo y por el cual habían conseguido labrarse esa fama de asesinos despiadados.

Además de ser los perros guardianes del propio Emperador.

El nigromante que me había conducido hasta allí se adelantó para llamar dos veces a una de las puertas, haciendo que sus nudillos resonaran contra su superficie y pasillo. Contuve la respiración cuando retrocedió hasta quedar situado a mi lado.

Sus ojos habían vuelto a convertirse en un muro de hielo.

Las pesadas puertas chirriaron contra el mármol del suelo al ser abiertas. Al otro lado nos esperaba otra pareja de nigromantes que no dudaron en estudiarme de pies a cabeza; la ausencia de sentimientos en aquel simple gesto me provocó una punzada de temor en la boca del estómago.

El nigromante de ojos castaños pasó su mirada al compañero que me había escoltado desde el salón.

—¿La has revisado? —preguntó casi con aburrimiento.

Caí en la cuenta de que aquello no debía ser ninguna novedad para ellos. Como escoltas personales del Emperador, debían haber hecho esa misma rutina en muchas otras ocasiones; quizá por eso no habían perdido el tiempo en estudiarme con más atención: era algo que ya les resultaba monótono.

Mi escolta negó con la cabeza y el nigromante que aún no había hablado chasqueó la lengua con fastidio.

—A veces creo que lo haces a propósito —se quejó.

Dio un paso en mi dirección y yo retrocedí otro. Mi escolta me sujetó del brazo para evitar que siguiera moviéndome, poniéndole en bandeja a su compañero que llegara hasta mí; sus ojos, de un tono castaño más apagado que el de su pareja, parecieron mirarme con cierto hastío, molesto por tener que revisarme.

El tercero, que me observaba desde el umbral de la puerta, seguía toda la escena con un leve brillo de interés al ver cómo su compañero, después de quejarse, se encargaba personalmente de ver que me encontraba limpia.

No se demoró como el tipo que me había registrado a la llegada del palacio, sino que actuó de manera concienzuda pero sin resultar obsceno. Le sostuve la mirada cuando alzó su cabeza, indicándome que abriera la boca para comprobar que allí tampoco se escondía nada.

Luego desvió la mirada hacia el nigromante que me mantenía firmemente sujeta.

—Está limpia —sentenció.

El agarre del nigromante fue soltándose con suavidad hasta liberarme. El tipo que me había registrado me hizo un gesto con la cabeza para que empezara a caminar hacia el interior de la habitación; el nigromante que se había mantenido apartado de todo el asunto se hizo a un lado para permitirme el paso.

Las pulseras de mis tobillos sonaban a cada paso que daba, acrecentando mis nervios por lo que estaba por venir. Los nigromantes cerraron las pesadas puertas a mi espalda una vez crucé el umbral y estuve dentro de aquella monstruosa habitación: aquel espacio estaba coronada por una gran cama con dosel en el centro; la estancia también contaba con una bañera —también de proporciones desorbitadas— en una esquina excavada sobre el suelo y que desprendía vapor; un par de cómodas servían como accesorios finales para aquella extraña habitación.

No me resultó difícil adivinar qué usos recibía esa estancia... y por qué tenía ese aspecto casi vacío.

Cerca de la cama de dosel se encontraba las otras dos elegidas por el Emperador. Sus aspectos distaban mucho la una de la otra, pues parecían ser como el día y la noche: cabello rubio contra cabello negro; piel clara contra piel aceitunada; mirada azul contra mirada castaña.

Me situé a su espalda mientras aguantaba las miradas sorprendidas de aquellas dos chicas. A una de ellas, la de cabello rubio, la reconocí como la chica que se había echado a llorar en el carro, sobrepasada por el temor; la chica de piel aceitunada se mantenía impertérrita, además de parecer mucho más mayor que nosotras dos.

Escuché los pasos de los nigromantes a mi espalda y supuse que se quedarían dentro del dormitorio, testigos de lo que sucedería allí. Todo el vello se me puso de punta al imaginar sus miradas contemplando cada instante, cada segundo de mi sufrimiento; sin embargo, no me permití mirar por encima del hombro. Eso haría que me pusiera más nerviosa de lo que ya estaba.

Las cortinas de dosel que rodeaban la cama se retiraron de golpe, mostrándonos al Emperador recostado sobre el colchón, observándonos desde su posición con una expresión de genuina diversión.

De manera automática, las tres nos arrodillamos en el suelo para mostrar nuestros respetos ante el Emperador. Los ojos del hombre nos recorrieron con atención, oscureciéndose su mirada a cada centímetro que perseguía de nuestro cuerpo; tragué saliva al ver que se detenía en mí.

—Creo que dejaré a la chica de pelo de fuego para el final —decidió y una oleada de alivio me sacudió de pies a cabeza—. Vosotras dos, venid.

Acompañó su orden con un gesto de mano. Las otras dos chicas se pusieron en pie a la par, dirigiéndose hacia la cama con pasos lentos... insinuantes; la de cabello oscuro se atrevió a contonear la cintura, incluso. Mientras las dos chicas trepaban al lecho del Emperador, yo me quedé arrodillada en el suelo, con la vista clavada en lo que sucedía en aquella cama.

El Emperador, lejos de concederse algo de privacidad, mantuvo las cortinas descorridas para que los dos nigromantes y yo fuéramos testigos de lo que estaba pasando. De manera deliberada, fue desnudando a cada chica, despojándolas de sus prendas superiores... liberando sus pechos.

El aire se me quedó atascado a medio camino cuando acercó su boca a uno de los pezones de la joven rubia mientras que atendía con una de sus manos los pechos de la otra. Los gemidos de ambas no tardaron en romper la quietud de la habitación, aumentando mis náuseas.

Ellas, lejos de sentirse asqueadas por ello, no tardaron en deshacerse de las últimas prendas que cubrían su desnudez. La chica de piel aceitunada se arriesgó al alzar sus manos hacia los broches dorados que mantenía la túnica del Emperador en su sitio; el hombre no la detuvo, permitiendo que la chica le desnudase y pasara sus labios por cada centímetro de su piel mientras bajaba la prenda masculina.

Bajé la mirada. No era capaz para afrontar aquella imagen, no podía ser testigo de lo que sucedería conmigo cuando el Emperador se aburriera de ellas dos y decidiera que había llegado mi turno.

Apreté las mandíbulas, deseando que mis oídos no fueran testigo de los gemidos, roces y suspiros que llenaban cada palmo del dormitorio. Luego me pregunté de dónde sacaban la energía suficiente los nigromantes para permitir eso.

Los dientes empezaron a dolerme debido a la fuerza que estaba haciendo, pero la intensidad de los sonidos no parecía haber bajado de nivel. Mi mirada fue ascendiendo lentamente por el suelo, llegando hasta la cama y el colchón... donde el Emperador, completamente desnudo, se encontraba embistiendo brutalmente a la chica de cabello oscuro mientras la otra estaba pegada a su cuerpo, frotándose contra él mientras tenía la cabeza echada hacia atrás, con la boca entreabierta y soltando pequeños jadeos que parecían estimular al Emperador.

Temí vomitar el poco vino que había tomado aquella noche sobre el suelo de mármol.

—¿Cómo te llamas? —escuché que preguntaba el Emperador con un tono ronco.

Desvié la mirada a toda velocidad hacia la cama de nuevo. La pregunta iba dirigida a la chica de piel aceitunada; su compañera se había quedado paralizada, respirando entrecortadamente.

—Melissa, mi señor —contestó la susodicha, también con la respiración agitada.

Los labios del Emperador se curvaron en una animosa sonrisa.

—¿Le eres fiel al Imperio? —prosiguió—. ¿Me eres fiel... a mí?

El aire se me escapaba entre los labios de manera agitada, impulsada por una sensación de miedo ante ese improvisado interrogatorio.

La chica rubia también estaba igual de desconcertada que yo por aquel breve cambio de planes por parte del Emperador.

—Por supuesto, mi señor —se apresuró a responder Melissa.

Hice una mueca al notar lo rápido que había sonado... lo endeble que había resultado su contestación. Alguien que ocultaba algo o mentía tendía a responder de esa forma; y el Emperador lo sabía.

Todo mi cuerpo se quedó agarrotado cuando la chica rubia soltó un chillido de horror, cayendo de la cama mientras intentaba alejarse del Emperador; Melissa empezó a debatirse bajo el cuerpo desnudo del hombre, llevándose las manos al cuello... intentando deshacerse del agarre del propio Emperador.

—¿Creías que sería tan estúpido de caer en tus juegos, Melissa? —siseó el hombre mientras la chica rubia estallaba en sollozos y la otra gimoteaba, asfixiada.

Miré a mi espalda, esperando que los nigromantes decidieran intervenir, pero la pareja de hombres se mantenía firmemente colocada contra las paredes, observando lo que sucedía de manera impasible.

—Aquí la única estúpida has sido tú —le espetó el Emperador, apretando sus dedos contra la garganta de Melissa—. Estoy al tanto de las intenciones de mi propio asesinato...

El corazón empezó a latirme con fuerza contra las costillas, haciéndome daño. El Emperador sabía que había alguien intentando asesinarlo, sabía de la existencia de los rebeldes y había tomado precauciones al respecto; si sospechaba que Melissa podía pertenecer a los rebeldes... Quizá decidiera interrogarnos a todas, pudiendo descubrirme a mí.

La chica rubia dejó escapar un alarido de horror cuando el cuerpo de Melissa dejó de convulsionarse, quedándose lánguido sobre la cama. El Emperador logró silenciarla con una simple mirada y se deslizó fuera del colchón, observándonos a ambas con una expresión sombría.

—Esta no estaba marcada —señaló el Emperador, temblando de pies a cabeza de rabia—. Comprobad que las otras dos tienen la marca de Al-Rijl.

No moví ni un músculo cuando los dos nigromantes se pusieron en movimiento para cumplir las órdenes de su señor. Uno de ellos me levantó con brusquedad del suelo; su compañero fue a por la chica rubia, que retrocedió por el suelo hasta que su espalda topó con la pared.

El Emperador contemplaba lo que sucedía con una expresión de fingida indiferencia, todavía con el cadáver de Melissa sobre la cama.

El nigromante que me sostenía cogió mi antebrazo de malos modos, girándolo hasta mostrar la cara interna. El tatuaje de una serpiente enroscada sobre sí misma pareció relucir bajo la luz de las antorchas de la habitación; el hombre que se ocultaba tras la máscara y yo nos miramos a los ojos unos instantes.

—Ella lo tiene —dijo, girándose hacia el Emperador.

El otro no tardó en repetir lo mismo.

El Emperador nos contempló a las dos durante unos instantes, deliberando qué hacer con nosotras. Estábamos marcadas por Al-Rijl, lo que nos daba una diminuta oportunidad de salir con vida de aquella noche; si Melissa no llevaba el tatuaje, eso podría hacer pensar al Emperador que, si había venido acompañada, sus cómplices no estarían marcadas.

—Deshaceos del cadáver y sacad de aquí a estas dos —exigió—. Quiero saber quién la envió y cómo consiguió burlar mi seguridad para llegar tan lejos.

Los dos nigromantes asintieron con severidad y empezaron a tirar de nosotras para conducirnos hacia la puerta. Yo pude ir por mi propio pie, dando gracias de encontrarme aún vestida; la chica rubia, por el contrario, estaba tan aturdida por lo sucedido que su acompañante tuvo que llevarla casi a rastras.

—Deberíais estar agradecidos de que os permita seguir respirando.

Las últimas palabras del Emperador nos golpearon como mazas al tiempo que las puertas de oro se cerraban a nuestras espaldas.

No supe si nos las había dedicado a nosotras, a los dos nigromantes... o a los cuatro.


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