La Única (COMPLETA)

By KathleenCobac

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Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
EPÍLOGO II
Preguntas rápidas La Única
RE EDICIÓN DE LA ÚNICA

EPÍLOGO I

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By KathleenCobac

AMERICA

Maxon me despertó de madrugada. Aún no salía el sol y me apresuró para que me bañara y vistiera rápidamente.
La fiesta había durado hasta pasada la media noche, así que si mis cálculos no fallaban había podido dormir menos de cuatro horas, que, aparentemente, era lo que Maxon pretendía.

Apenas pude comprender lo que estábamos haciendo o por donde me estaba llevando. Me jaló por el brazo hasta la entrada del palacio y me subió a un vehículo que se puso en marcha rápidamente desapareciendo bajo la oscuridad reinante.
Mi cabeza martilleaba y bombeaba. Intenté mantenerme despierta pero era imposible. El sueño me estaba matando y Maxon... Maxon reía de mi situación.

—¿A dónde vamos? —pregunté adormilada mientras me acurrucaba en su hombro.

—Ya verás, tú duerme.

—Pero...

—Duerme, querida... te despertaré cuando hayamos llegado.

Cuando nos detuvimos y abrió la puerta sentí la brisa fresca del amanecer. El cielo comenzaba recién a teñirse de lila.

—Deprisa, antes que lleguen los reporteros.

Su mano volvió a engancharse de la mía y me jaló con prisa. El aire me despejó un poco y lentamente comencé a despertar. Solo ahí descubrí que estábamos en el aeropuerto.

—¿Viajaremos en avión? —pregunté entusiasmada despertando de golpe. Maxon rió a mi lado.

—¡Claro!, pero es sorpresa.

—¿Cómo que...?

—Ya lo verás —alzó mi barbilla y me dio un beso rápido alejándose hacia un mesón de atención. El hombre le contestó algo y le indicó que lo siguiera.

Volvió a coger mi mano y miré hacia atrás intrigada.

—¿Y nuestras cosas? ¿Viajaremos sin maletas?

—Preguntas muchas cosas, ¿no puedes solo dejarte llevar? —bromeó.

—Pero...

—¡Confía en mí! —rió divertido mientras me seguía jalando.

Cruzamos por unas puertas de vidrio e ingresamos a una plataforma vacía repleta de asientos. Un gran ventanal de vidrio dejaba ver la pista de aterrizaje y los aviones estacionados.

No había nadie aguardando ningún vuelo, tal vez por la hora. El cielo aún se mantenía entre un tono azul oscuro y morado.

Caminamos por un largo pasillo hasta salir finalmente al exterior, donde aguardaba un avión privado. Me quedé quieta en mitad de la pista.

—¿Maxon...? —pregunté insegura—. ¿Dónde...?

Se giró hacia mí y me guiñó un ojo.

—¿Algún día dejarás que te sorprenda? —preguntó entre frustrado y divertido. Esbocé una sonrisa.

—Siempre me sorprendes —reí. Rodó los ojos.

—Déjame intentarlo una vez más, ¿sí?

Asentí apretando la boca.

—Está bien...—dije riendo con resignación. Al llegar a los pies de la escalera que llevaba hasta la puerta del avión, Maxon se hizo a un lado.

—Damas primero.

Subí las escaleras con intriga, no sabía con qué me encontraría al interior y en realidad, no me equivocaba al estar nerviosa.

El interior era totalmente sofisticado. Pero lo primero que llamó mi atención fueron dos butacas enormes que servían tanto para asiento como para cama. El solo verlas me hizo añorar poder lanzarme en una y seguir durmiendo. La pesadez en los ojos aún me pasaba la cuenta.

Cuando Maxon entró me sonrió y se acomodó en la butaca de al lado. Cogió un control remoto y cerró las ventanas.

—¿Por qué las cierras? Quiero mirar por la ventana.

—¿Y qué adivines a dónde vamos? ¡Claro que no! —rió divertido ante mi cara de frustración.

—¿Realmente crees que voy a saber a dónde vamos si miro por la ventana a diez mil pies de altura?

Se encogió de hombros.

—Eres muy inteligente, sé que lo adivinarías —me volvió a dar un beso rápido y se acercó hasta la cabina del piloto. Le dijo algo y las puertas se cerraron—. Ahora, querida mía, será mejor que te acomodes, será un viaje largo y podrás dormir todo lo que quieras.

...

Maxon tenía razón al haberme hecho dormir pocas horas, porque apenas mi cabeza tocó la almohada de la butaca volví a caer dormida. Ni siquiera comí, mi subconsciente me llevó lejos, tan lejos, que ni el aroma de los postres y dulces me despertaron.

Nunca supe cuántas horas pasaron. Pero cuando mi cuerpo se sintió lo suficientemente descansado abrí los ojos. Por la ventana de Maxon entraba luz, fruncí el ceño cuando un rayo de sol chocó con mis ojos.

—¡Qué bien! ¡Ya estás despierta!

—¿Ya llegamos? —sentí una sacudida en el estómago.

—Estamos aterrizando —sonrió. Lo miré avergonzada.

—¿Dormí todo el viaje? —exclamé.

Rió divertido.

—Sí, seis horas para ser exactos.

—¿Qué? —exclamé, pero su sonrisa se transformó en una mueca que no supe definir y que definitivamente me puso más nerviosa.

—¿Puedo mirar ahora? —le pregunté. Negó con la cabeza sosteniendo la sonrisa.

—¡No seas impaciente! ¡Ya lo verás!

El avión dio un giro y poco a poco comenzó a descender. Mi estómago volvió a sentir el vértigo de la bajada.
Cuando finalmente tocó tierra firme y el piloto abrió la puerta, el aroma a mar y a aire fresco invadió mi cuerpo.

Me levanté a trompicones de la butaca ante las carcajadas de Maxon y me asomé por la puerta deteniéndome en el umbral con ambos brazos sujetados de los bordes.

Mi boca se desencajó.

Creí que íbamos a aparecer en un aeropuerto, pero el piloto había aterrizado en una isla. Todo estaba rodeado de agua, agua que parecía sacada de una pintura como las que solía hacer mi padre, con todos los colores del cielo y la tierra impregnados en sus olas.

—¿Dónde...? ¿Dónde estamos?

Maxon me abrazó por la cintura.

—Bienvenida a Hawaii —rió.

—¿Dónde?

Volvió a reír.

—Hawaii es un grupo de islas que en algún momento pertenecieron a Estados Unidos. Una vez acabada la guerra con China, Hawaii se separó del país y se independizó, manteniendo su nombre original, que es lo que siempre desearon. Creí que sería lindo conocer algo nuevo.

Mis ojos recorrieron el lugar, estaba anonadada.

—Es... es....bellísimo —comencé a bajar las escaleras con torpeza. Finalmente comprendía por qué Maxon me había hecho vestir con algo que no fueran los vestidos de gala que tendría que usar una vez que volviéramos al palacio.

Aquel vestido de algodón era ideal para la playa.

Me quité los zapatos y corrí por la arena gritando y riendo igual que una niña. El sol estaba tibio y el agua... deliciosa.

Metí los pies y las manos y lancé agua al cielo.

—¡Esto es bellísimo Maxon! —grité eufórica.

Me observaba con una mezcla de ternura y diversión. Se acercó y me abrazó por la espalda.

—Esta es una de muchas islas... se llama Kauai, es bastante más... natural que las otras —mi cerebro colapsó.

—¿Qué otras? ¿Hay más?

—Hay al menos diez islas, elegí esta porque está menos invadida.

Me volteé y le sonreí.

—Es perfecto... de verdad, esto es...

Contemplé la isla. A nuestro alrededor se alzaban montañas verdes, nos rodeaban aguas cristalinas de cientos de colores, la arena era blanca y la vegetación, sobrecogedora.

—Ven, tenemos que instalarnos.

—¿Instalarnos?

—¿No querrás dormir en la arena, cierto? —bromeó—. Tenemos que ir al hotel.

Nos alejamos por entre las palmeras siguiendo un camino pedregoso. La ruta era circular, así que en algún momento creí que estábamos dando vueltas en círculos. Hasta que descubrí que estábamos bordeando la isla.

Al pasar finalmente por entre un frondoso bosque cuyas especies de aves nativas me habían dejado sorprendida por sus coloridos, aparecimos frente a la playa de nuevo. Solo que esta vez no había solo mar. Instalados sobre el agua había una serie de casitas con el techo de paja alzadas sobre palafitos. Me detuve.

—¿Esto es...?

—El hotel, sí —Maxon se giró hacia mí y me sonrió—. Anda, ven... ¿no quieres nadar?

—¿Con qué? Dijiste que traían nuestras maletas.

Comenzó a reírse con ganas.

—Ya están en la habitación America —rió divertido. Fruncí el ceño.

—¡Deja de reírte de mí! —le golpeé el brazo.

—¡Ey! ¡Que soy el rey!

—En Illea eres el rey, aquí eres solo mi esposo, así que puedo hacerte dormir en el suelo si quiero —amenacé en broma. Dejó de reír de inmediato.

—¿Lo dices en serio? —Apreté la boca y esta vez fui yo la que comenzó a reír—. ¡America!

Y corrí hacia el hotel con él siguiéndome los pasos de cerca.

...

El lugar era increíble. La habitación estaba equipada con cosas que no había visto en mi vida y parte del suelo estaba cubierto con un vidrio que dejaba ver los peces bajo nuestros pies.
Durante el día nadamos e hicimos excursiones a volcanes y bosques. Nos podíamos quedar solo cinco días, porque Maxon tenía que volver a gobernar. Así que teníamos que aprovechar el tiempo.
Si bien estaba su madre a cargo en nuestra ausencia, la reina Amberly seguía manteniendo su salud al margen. El día de la boda tuvo que retirarse temprano por un fuerte dolor de cabeza. Lo supo aguantar y camuflar muy bien durante mucho rato, pero cuando Maxon descubrió que ya no soportaba mantener los ojos abiertos le pidió que se retirara a dormir.

Podía ser poco romántico, ya que gran parte de la noche él la pasó cuidando de su madre, pero... Amberly no tenía a nadie más en el mundo más que a su hijo. Yo también lo habría hecho por mamá.

Por eso estábamos aprovechando el tiempo al máximo en aquella isla.
Ya al caer la tarde, nos instalamos en la pequeña terraza de la habitación y bebimos una copa de champagne. El mar se desplegaba bajo nuestros pies y cientos de pececitos de colores iban y venían.
A medida que iba anocheciendo las estrellas pintaron el firmamento como cientos de luciérnagas. ¿De verdad había tantas?
Con el mar infinito bajo nuestros pies las estrellas se reflejaban cual espejo, produciendo un efecto que me hacía sentir pequeña. Pero era hermoso.

—¿Y? ¿Qué te parece?

—Esto es... cielos Maxon, no tengo palabras...—susurré mirando el cielo. La luna llena comenzaba a iluminar el firmamento pintando sobre el mar un camino de luz—. Es... perfecto. Gracias.

Alzó su copa y la chocó con la mía. El suave tintineo vibró alrededor. Nuestra habitación flotaba lejos de las otras habitaciones. Era un lugar exclusivo, así que no podíamos saber a quién teníamos al lado. Nos separaban varios metros de agua.

Desde lejos se escuchaba música. Había un sector de fiestas y bares, pero yo prefería estar ahí, con él, bajo las estrellas.

—Por nosotros...—susurró.

—Por el hoy... —dije.

—Por ti...—rió. Me sonrojé inevitablemente. Me preguntaba si siempre sería así.

—Por nosotros.

Bebimos un sorbo de champagne. Maxon dejó la copa en una mesita pequeña, subió su mano hasta mi mejilla y depositó un mechón de pelo tras mi oreja.

—Gracias por elegirme...—me susurró. Fruncí el ceño.

—¿Elegirte? Tú fuiste el que me seleccionó entre treintaicinco chicas.

Se mordió la boca.

—No, America, tú me elegiste a mí, tú me salvaste...—su pulgar pasó de mi mejilla a mi boca, sus ojos se fijaron en los míos—. Mi corazón siempre ha sido tuyo, tú lo liberaste. Me liberaste —su otra mano me sujetó por la otra mejilla y chocó su frente con la mía—. Por tantos años viví con miedo hasta que te conocí. Atrevida, osada, sin miedo a nada —suspiró—. Me ensañaste a ser alguien mejor, alguien a tu altura. Porque sí, tuve que luchar para ser digno de ti. Tuve que luchar para estar a tu alcance y casi te pierdo —mi respiración se volvió errática—. Por eso agradeceré a la vida por haberte conocido y te agradezco por haberme aceptado como esposo, por haberme elegido —su boca se acercó a la mía, cerré los ojos inevitablemente—. Te amo America, más que a mi vida y amaré todo lo que venga de ti. A nuestros hijos, nuestras discusiones, nuestras conciliaciones, hasta el día que muera y más allá... porque eres todo lo que necesito para ser feliz —me besó lentamente y cuando se separó, suspiró—. Eres mi vida Mer, y te amo con toda mi alma.

No pude sonreír ni llorar, pero no porque no quisiera, era porque mi corazón estaba hinchado de amor por ese hombre. Dejé mi copa a un lado de la suya, lo abracé por el cuello y lo besé.

—Y yo te amo con todo mi ser, Maxon Schreave —jadeé en su boca.

El beso poco a poco se tornó más intenso, sus manos bajaron a mi espalda y las mías se enredaron en su pelo. Pronto comprendí algo lógico. Estábamos casados, en una isla alejada del mundo con el único murmullo del mar a nuestros pies.

Definitivamente era mejor que la cueva y andar arrancando por nuestras vidas. Esto era... mágico.

Cuando nos separamos un momento, nos miramos. Comprendimos que habíamos descubierto lo mismo. Sus ojos brillaron intensamente y con una decisión que no había visto antes.

—Me vas a disculpar, pero... —me volvió a besar con fuerza, aferró mi espalda baja con sus manos acercándome más a él. Yo solo llevaba la parte de arriba del bikini y un pañuelo colorido debajo, y él una camiseta y el traje de baño. Cuando sus manos subieron por mi espalda y encontraron la amarra que sostenía la única prenda que me cubría, mi piel se erizó—.No pretendo dormir esta noche.

Reí en su boca y me aferré con fuerza de su cuello.

—Descuida, ya dormí muchas horas...

El beso se volvió hambriento e intenso. Con suavidad me empujó dentro de la habitación hasta chocar ambos con los pies de la cama.

Cuando caímos encima, el mundo a nuestro alrededor... desapareció.

...

Amar es una expresión tan intensa que cuesta dimensionar lo que significa hasta que lo sientes.
En algún momento creí sentirlo por Aspen, pero luego, al conocer a Maxon, descubrí que es un sentimiento que va más allá de nuestro entendimiento. Es algo que simplemente no tiene una descripción, no se puede definir. Hay que sentirlo. Vivirlo.

Esa mañana desperté con el aroma del desayuno. El sol entraba tibio por las ventanas y el aroma a agua salda invadía todos los rincones.

Un cosquilleo recorrió mi espalda y mis hombros seguido de una caricia sutil. Comencé a reír. Esperaba que mi despertar con besos se volviera una costumbre.

—Buenos días...—cantó en mi oído.

Me volteé con pereza.

—¿Qué hora es?

—Casi las nueve, tenemos que desayunar rápido si queremos llegar a la excursión en parapente.

Lo miré sorprendida y me senté apoyándome en los codos. La sábana apenas me cubría todo, pero no era algo que me importara en aquel momento. Después de la última noche habíamos descubierto que... bueno... que... con Maxon éramos muy... muy buenos amantes.

No había mucho que esconder después de aquello.

—¿Vamos a volar? —pregunté intentando no sonrojarme. Me sonrió y se sentó a mi lado. Ya estaba listo, vestido y duchado.

Se metió un pedazo de fruta a la boca y su expresión cambió.

—Cielos, ¡qué delicia! —dijo extasiado—. Aquí las piñas saben mejor que en Illea.

Reí y le quité el pedazo que se iba a meter la a boca. Tenía razón.

—¡Qué dulce!

Ambos nos miramos y comenzamos a reír. Caí sobre sus piernas y me acarició el cabello. Se inclinó un poco hacia delante y me besó.

—Te amo, Mer...

Mi corazón palpitó con fuerza. Adoraba que me llamara así. Me sentía menos reina y más yo misma.

A veces pensaba en cuánto podrían cambiar nuestras vidas siendo reyes, si seguiría la complicidad, las jaldas de oreja, las sonrisas cómplices, los besos furtivos y los mimos. Pero después de verlo sonreírme como lo hacía, no me cabían dudas.

Alcé la mano y le acaricié la mejilla.

—Y yo te amo a ti...

Nos volvimos a besar y mi pecho se hinchó de amor.

Él tenía razón, nuestra historia había comenzado hacía mucho tiempo, pero solo hasta ese momento me había dado cuenta de qué tan auténticos éramos el uno con el otro.
Adoraba lo mucho que me llenaba su sonrisa, cuánto me calmaba su voz y la forma en la que me relajaban sus cariños.

A pesar de todo aún sentía que existía un antes y un después en nuestra historia, y me gustaba pensar que el resto de nuestras vidas serían tan armoniosas y hermosas como aquel amanecer en medio del mar.

Tal vez no estaríamos en una isla para siempre, pero podíamos hacer de nuestra vida y de nuestro amor, nuestro propio paraíso.
No era necesario estar ahí para ser felices. Solo nos bastábamos el uno al otro.

Por siempre.

Para el resto de nuestras vidas.

Y aquello era perfecto.

...

NOTAS

Notas al final del último epilogo.

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