La Única (COMPLETA)

De KathleenCobac

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Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
Preguntas rápidas La Única
RE EDICIÓN DE LA ÚNICA

Capítulo VIII

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De KathleenCobac

Para que entiendan la línea temporal, han pasado diez meses desde que America se fue de Illea.
Es decir, desde el capítulo anterior han pasado cinco meses (los ocho desde que se marchó a Mónaco).

Si quieren estar al día con las novedades pueden seguirme por Instagram, Twtter y Facebook. Busquen Kathleen Cobac.
Si más palabrería los dejo con el capítulo más emocionante que he escrito hasta ahora.
¡Disfrútenlo! 

...

VIII

8 MESES DESPUÉS

Eran las diez y las noches estaban más frías. Ese día habían acabado oficialmente mis estudios.
Philippo, cuyo entrenamiento para heredero de la corona se iba a prolongar por un año más, había organizado una cena con ayuda de Nicoletta para poner en práctica sus aptitudes protocolares ante miembros de la corte del Tratado.
Durante los ocho meses que transcurrieron en Mónaco jamás creí cómo mi vida cambiaria de forma radical: Mi forma de hablar, de caminar, hasta la forma de sociabilizar. Todo, todo había cambiado en mí.

Estaba leyendo la última carta de Marlee mientras hacía tiempo para presentarme a la cena. En ella, como sucedía todos los meses, decía exactamente lo mismo: Maxon aún no se casaba y no daba señales de que eso sucediera pronto.

Recordé el día cuando la esperanza se alojó en mí con más fuerza que nunca. Aquella noche, hace cinco meses, luego de un examen terrible que me había dejado sin pestañas por no poder dormir.
Nicoletta había estado a punto de tirar la puerta de mi habitación a golpes. Cuando la abrí entró a trompicones casi botando la silla de la mesita que usaba para estudiar.
Corrió hacia el televisor y sintonizó con el control remoto el Report de Illea. Me agarró por los hombros, me plantó frente a la pantalla y se quedó de pie, tras de mí, enterrando sus uñas en mi piel mientras Clarkson le pedía a Maxon que anunciara las novedades.

Fue inevitable contener un suspiro. En esos momentos habían pasado casi cinco meses que no sabía nada de él. Me había negado rotundamente a ver los Report, pero ese día fue diferente.
Él estaba diferente.

Su cabello estaba un poco más largo de lo habitual, sus ojos tenían un brillo entusiasta y el traje de dos piezas era de un tono azul.
Pero por sobre todo, no llevaba corbata. Lo que le daba a su imagen una apariencia más distendida.
¿Cómo había sucedido aquello y cómo su padre lo había dejado?
Ciertamente por la expresión del rey, éste no estaba a gusto con el anuncio que se iba a dar, y probablemente tampoco lo estaba con muchas cosas que estarían fuera de su control. Como la apariencia de su hijo, por ejemplo.

Me quedé en silencio aguantando el aire mientras Maxon anunciaba, muy a su pesar, que debido a los recurrentes ataques al palacio, cuya última bomba había destruido toda un ala y casi herido a su madre y a Kriss, se postergaría la boda por tiempo indefinido.
Grité tan fuerte que comencé a reír. Nicoletta me sacudió por los hombros.
La boda se había postergado definitivamente. Maxon no se iba a casar hasta que descubrieran quién quería hacerles daño, y si a eso le sumaba la información en las cartas de Marlee, no había forma de saber quién era. Pero por supuesto, aquello no iba a decirlo por el Report.
En la pantalla el rey se veía cabreado teniendo que soportar aquella noticia, la reina tenía su semblante triste, al igual que Kriss, que miraba a Maxon como si estuviera demasiado lejos de ella.
Y él también lucía triste, con excepción de que el brillo de sus ojos no estaba apagado como el resto de su familia.

Esa noche había sido la mejor de todas. La noche que descubrí que quería volver a Illea lo antes posible.

Así que estudié tanto que me convertí en la mejor de mi clase, bailé, hasta que el tango se transformó en algo que podía hacer con los ojos vendados, igual que los bailes clásicos de salón y hasta los ritmos modernos. Aprendí a caminar con todo tipo de zapatos como si pasara nubes de algodón y a hablar en italiano tan fluido que ya podía agregarlo a mi lista de idiomas.

Retomé mis instrumentos cuando el rey Marco Antonio vio que estaba lo suficientemente avanzada en mis clases protocolares.
De regreso a Roma, ocho meses después de finalizados mis estudios, ya no era la misma muchacha que había salido de Illea. Era otra, más elegante, más desafiante, más segura, más poderosa. Con una voz nueva.
Seguía siendo la misma, pero... ya no tenía miedo.

...

Me miré al espejo una vez más. Como esa noche era Philippo quién debía deslumbrar, las mujeres de la familia real se colocaron sus galas menos ostentosas. Eso me incluía a mí también, así que solo me coloqué un vestido negro que se ajustaba hasta mis rodillas. El estilista de Nicoletta montó un moño sobre mi cabeza con varias curvas y rizos y depositó una diadema pequeña en el centro.
Ni pendientes, ni collares, ni brazaletes. Con excepción del de mi padre y el de Maxon.
Los tacones eran azul cobalto, lo suficientemente decentes en altura como para no matarme de un tropiezo.
A pesar de ser un atuendo simple me sentía infinitamente elegante. Era una elegancia distinta, más moderna, más recatada, pero también más... seductora. Algo que a las italianas les encantaba irradiar.
La fiesta iba a darse en la misma mansión del rey, en Roma. 

Mis exámenes finales habían tenido cabida en la oficina de Marco Antonio.
Después de prepararme todo lo necesario en Mónaco, finalmente retorné a Roma para completar la última fase.
Fue el rey quien me educó las últimas cinco semanas para lo que faltaba de mi preparación, lo que supuso todo un reto. Si bien al principio creía que era un rey algo más relajado, la verdad es que detrás de su sonrisa amable se escondía un hombre con fiereza y energía. Lo vi en acción cerrando compromisos y propuestas, imponiendo su poder y decisión como gobernante.
El hombre era el mejor ser humano que había conocido —después de mi padre, por supuesto—, pero para vivir entre tantas pirañas había que ser un tiburón, y él lo era.
Me gustaba como imponía sus ideales. Jamás cortó presupuestos, siempre encontraba una forma de repartir todo equitativamente, muy a pesar de sus asesores, que querían ganar más dinero.

El rey me enseñó cómo proponer ideas, pero por sobre todo, me enseño a saber escuchar. Yo sería sus ojos y oídos en Illea, así que tenía que tener todos mis sentidos bien expandidos.

Philippo y sus hermanas siempre estaban presentes en esas reuniones, y cada vez que terminábamos, él salía abatido.
Durante los últimos seis meses nos hicimos buenos amigos, pero no de esos que intercambian palabras a medias, sino, de verdad. Más de una revista nos catálogo como amantes, novios o cualquier calificativo que encerrara algo relacionado a un romance. Pero aprendí a no tomar en cuenta aquellas noticias. El amarillismo sería algo que vendería a pesar de las tragedias en el mundo.
Solía contarme que estaba aterrado con ser rey. Ver a su padre liderar el Tratado lo hacía sentirse pequeño, imaginaba que él jamás podría ser cómo él. Y ahí entraba yo a darle ánimos, a pedirle que no se rindiera.
Él no lo veía, pero yo sí. La imagen del chico fiestero se había arraigado en su cabeza, pero yo no veía eso. Yo veía a un hombre cuya sonrisa encantadora podía transformar una guerra en una fiesta por la paz. Él tenía algo que su padre no tenía —y eso que Marco Antonio era un gran hombre—: Philippo tenía el don de la palabra. Y ni siquiera se daba cuenta.
Era tan encantador que bastaba que dijera un par de cosas lindas para que todos, hombres y mujeres, quedaran rendidos a sus pies.
Y su padre lo sabía, quería explotar eso de su hijo para cuando él abdicara al trono.

Por eso, esa noche era su prueba de fuego. Esa noche Philippo demostraría que estaba hecho para ser un buen rey.

...

Todos los monarcas, asesores, primeros ministros y parlamentarios de Francia, Inglaterra, Suiza, Alemania y Finlandia —como invitado especial—, acudieron.

Descubrí que había muchísima gente joven. No de mi edad, era probable que yo fuera la más joven de todos, pero las edades no sobrepasaban los treinta años.
El primer ministro finlandés era un sujeto de veintiocho cuya esposa de veinticinco esperaba gemelos. Lo mismo ocurría con el ministro alemán, era mayor, pero había acudido con sus cuatro varones y su única hija. La chica era tan hermosa que Philippo no tardó en acercarse a hablar con ella y coquetearle con esa sonrisa suya que le arrebató más de un suspiro.
Agité la cabeza sabiendo que aquello jamás cambiaría.
Con una respiración profunda puse a prueba mis aptitudes aprendidas y sorpresivamente me descubrí disfrutándolo. Miré a las italianas, todas vestidas maravillosamente sin necesidad de opacar a su hermano.
Philippo llevaba un traje azul que dibujaba líneas de luz cuando se movía, se había peinado los rizos hacia atrás y la barba la llevaba impecablemente bien detallada contra su mandíbula. Un corbatín negro decoraba el cuello de la camisa blanca.
La chaqueta se ajustaba a su cintura y los pantalones eran rectos.
Desde dónde yo lo estaba observando podía decir con toda propiedad que lucía guapísimo. Elegante, distinguido y encantador.

De repente escuché risas agudas. Me volteé para mirar y descubrí a Nicoletta hablando con sus primas, Orabella y Noemi. Las dos llevaban puestos Saris indios, que solo había escuchado mencionar alguna vez en una de las fiestas en las que canté cuando era una cinco.
Jamás imaginé que serían tan hermosos. Noemi vestía uno de color rojo furioso mientras que su hermana llevaba uno color lima.
Los velos caían sobre sus pieles bronceadas haciéndolas lucir como verdaderas diosas mitológicas.

Nicoletta me llamó con su mano y me acerqué a ellas aguantando las ganas de correr. No podía delatarme, esa noche también yo estaba a prueba.

No había visto a Noemi ni a Orabella hacía casi un año.
Cuando llegué a Roma el primer día ellas ya se habían marchado a la India, que, por lo que logré comprender, era un país que había zafado, no sin algo de suerte, no ceder su territorio a Nueva Asia. Aún no lograba comprendía bien el tema de las fronteras. Después de todo, Nueva Asia era la unión de la antigua China, Japón, Korea, Malasia, Tailandia y todos esos países que alguna vez habían sido independientes.

Sobre la India me consideraba ignorante.

Las dos me abrazaron y gritaron tan fuerte que llamaron la atención de los invitados. Me zafé levemente incómoda tratando de que se notara que eran ellas y no yo la que estaba causando el escándalo.
Me habrá encantado gritar también, pero si quería regresar a Illea y meterme en el palacio tenía que conseguir que esa noche fuera magnánima.

Hablé un rato con ellas, me contaron sobre sus viajes, lo que habían conocido y que habían ido a un santuario de elefantes. Solo los podía imaginar por las fotografías que había visto de ellos, porque en Illea los zoológicos habían desaparecido, igualmente como los santuarios de protección. Con suerte alguna vez vi algunas ratas, gatos y perros mientras viví en Carolina. (Y caballos en Angeles).

Orabella estaba emocionada porque Maxon aún no se casaba, mientras que Noemi lo lamentaba porque Kriss también tenía potencial para ser una buena esposa, o reina.
La comprendí. Después de todo con Kriss habíamos organizado la cena a las italianas cuando visitaron Illea. Así que también tenían una buena imagen de ella.
Por suerte no cuestionaron mi salida del palacio ni por qué Maxon no me había elegido. Orabella ya estaba poniendo su cabeza a funcionar de cómo sería la mejor forma de reconquistarlo cuando Noemi, no muy convencida, dijo algo que me heló la sangre y mató cualquier rastro de esperanza que hubiera albergado todo ese tiempo:

—No es bonito ser amante de nadie —le dijo a su hermana—. Si la incitas a acercarse a él, estará siendo una traidora. Y America no es una traidora. Y dudo que quiera convertirse en la mujer de turno ¿no? —me miró—. Después de todo, el príncipe solo postergó su boda, eso no quiere decir que no se case igualmente.

La verdad dolía. Y lo peor era que tenía razón.

Yo no quería ser amante de nadie. Por mucho que me planteara y me tentara la idea de volver a reconquistarlo no estaba dispuesta a ser su paño de consuelo. ¿Y si nunca terminaba con el compromiso? ¿Y si pasaba el tiempo y seguía eternamente comprometido?

Eso de todos modos me transformaba en la segunda... y yo no quería ser la segunda de nadie.

...

Aquello aguó la fiesta. Cuando me alejé de ellas sentí de repente que ya nada tenía sentido. De pronto me sentí fatal. ¿Acaso había aceptado ser embajadora solo para volver a entrar al palacio? Se supone que tenía que hacerlo por la gente, ¿no?
Cogí una copa de vino de una de las bandejas que llevaba un camarero y me apoyé en una mesa pensando en lo que Noemi había dicho.

—Incluso con aquel vestido tan simple te ves hermosa —escuché un susurro a mi lado. Rodé los ojos.

—Philippo...—advertí. Dejé la copa sobre la mesa y me giré hacia él.

—¿Un baile? —preguntó alzando una ceja. Reí.

—No puedo negarle un baile al futuro rey —acepté. Aquellas palabras parecieron causarle un escalofrío. Noté por su expresión que aún le aterraba la idea—. ¿Estás bien? —pregunté cuando me llevó a la pista.

Frunció la nariz.

—¿Te soy sincero? —masculló. Miró hacia todos lados mientras sus manos y sus piernas me llevaban por el salón con calma—. Agradezco que mi padre haya invitado gente de mi edad, sé que lo hizo para demostrarme que yo también puedo ser un buen gobernante... pero... —resopló—. Odio que sean tan aburridos. Es como si hubieran olvidado divertirse.

Moví la cabeza.

—Es parte del protocolo —observé. Mis ojos fueron directos hacia el ministro Finlandés que conversaba con un sujeto barbudo, tenía a su mujer abrazada por la cintura. Pero por como movía los pies estaba claro que solo quería largarse a bailar—. ¿Realmente crees que el resto lo está disfrutando? —acoté—. Te aseguro que si cambias la balada por algo más movido todos comenzarán a bailar.

Negó con la cabeza.

—Ya quisiera —masculló—. Mi padre quiere que al menos por hoy les demuestre a todos estos idiotas que puedo comportarme —una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro—. Ya verás, cuando me coronen haré la mejor fiesta de todas.

—Espero invitación entonces —reí. Sus ojos se colocaron sobre los míos. Ya conocía esa mirada, por suerte había aprendido a defenderme de ella después de la cantidad de veces que intentó seducirme tomando como excusa el plan que habíamos armado.

—Tú no necesitas invitación —me susurró al oído. Reí y me sentí orgullosa de mí misma al no sentir absolutamente nada con aquella muestra de cercanía—. Ya sabes que.... Bueno, podríamos celebrar un gran acontecimiento ese día y...

—Philippo...—volví a advertir riéndome. Soltó una risa derrotada.

—Ya, sí, lo sé... —me hizo girar y después me volvió a pegar a él—. Maxon es un maldito afortunado.

—Y tú también lo eres —lo miré directo a los ojos—. Eres una persona muy afortunada aunque no lo veas así —recordé mi vida en Illea antes de ser una Seleccionada y suspiré—. Puede que ahora mismo no lo veas, pero, de verdad, tu vida es increíble y tendrás en tus manos el poder de cambiar muchas cosas. Y lo mejor, es que tu padre te apoyará en eso.

Frunció el ceño suavemente, como si intentara leer algo entre líneas.

—En eso tienes razón —miró hacia un rincón donde su padre conversaba animadamente con un grupo de asesores muy jóvenes—. Mi padre me apoyará en todo.

Asentí.

Recordé que la vida de Maxon no era tan maravillosa como se veía en las revistas y en la televisión. Jamás lo había sido.
Suspiré y bailamos un poco más en silencio. Cuando terminamos la pieza, nos miramos, y sin esperármelo, me abrazó.

—¿Te puedo ser sincero una vez más? —preguntó pegando su cara a mi oído.

—Claro.

—Gracias por haber aparecido en mi vida —confesó—. Y por ser mí amiga.

Me alejé sorprendida. Lo miré emocionada.

—¿Puedo ser honesta, también? —asintió sonriente.

—Por favor.

—También me gusta ser tu amiga —reí. Esbozó una sonrisa feliz y me besó la mejilla.

—Eres hermosa, ¿lo sabes, no? Y me cuestionaré toda la vida qué es lo que tiene él que yo no tenga, pero...—suspiró dramáticamente—. Tienes razón, lo nuestro no habría funcionado —me guiñó un ojo, yo reí—. Realmente espero verte en mi coronación, sería un honor que mi mejor amiga anduviera por estos lados.

Parpadeé varias veces.

—¿Soy tu mejor amiga? —pregunté incrédula. Inevitablemente sonreí.

—Eres la única mujer a la que no he podido llevarme a la cama, ¿de qué otro modo podría llamarte? —me sonrojé irremediablemente. Soltó una carcajada y me abrazó de nuevo—. Eres la única que se ha ganado un espacio dentro de mí —dijo con firmeza. Se alejó y me tomó por los brazos—. Soy capaz de hacer lo que sea si me lo pides. ¿Quieres que lance a Kriss por una ventana? ¡Lo hago!

—¡Idiota! —le golpeé el brazo con una risa. Miré hacia todos lados. Podía ser broma pero estábamos rodeados de personas que sabían que lo mío con Maxon casi había resultado en boda. Hablar así de Kriss no suponía nada bueno para mí si alguien lo escuchaba—. ¡Ella es una buena chica!

Rió divertido y alzó las manos en paz.

—Ya, sí, lo lamento —se inclinó hacia delante—. Pero sabes que haría lo que fuera, así que, si quieres ponerlo celoso...—se llevó una mano a un costado de la cara dejando un dedo sobre el oído y otro sobre la boca—. Me llamas.

Agité la cabeza, riendo.

—Después de todas las portadas que hemos ganado, no creo que sea necesario —reí. Fingió decepción.

—¡Rayos, estoy intentando de hallar un modo de volver a verte y sigues diciendo que no! —exclamó sorprendido. Esta vez reí más fuerte.

Una idea que ya antes se había cruzado por mi cabeza volvió a invadirme súbitamente. Sonreí tal cual él lo hacía y achiqué un ojo, estudiándolo.

—¿Irás a Illea en Diciembre, no? —pregunté. Asintió con rapidez—. Perfecto. Avísame al menos con algunas semanas de anticipación. Te tendré una sorpresa.

Alzó una ceja.

—¿Qué tienes pensado? —preguntó risueño. Alcé un hombro.

—Tú solo avisa, lo demás... déjamelo a mí —le hice una reverencia y le guiñé un ojo—. Gracias por el baile alteza.

Inclinó la cabeza y tomó mi mano. La beso en el dorso y volvió a dibujar aquella mueca socarrona. Nuevamente, no sentí nada con aquel contacto. Pero la idea en mi cabeza estaba agarrando forma y no dudaba que funcionara totalmente. De hecho, sabía que iba a resultar. Y eso me emocionaba.

—Un placer Mi Lady —sonrió.

Se alejó hacia la hija del ministro alemán a la cual no le había quitado el ojo ni siquiera cuando estábamos bailando. Miré hacia el cielo agitando la cabeza.
Al menos gracias a su distracción había logrado olvidar las palabras de Noemi, lamentablemente, a pesar de ello, aquella angustia quedaría dentro de mí por algún tiempo.

...

Era casi media noche y ya había bailado con casi todos los hombres de la fiesta. Philippo se había reunido en una mesa a conversar con algunos chicos que debían tener su edad y entre todos se carcajeaban. Nicoletta y Gulietta estaban entre ellos.
Me senté en un sofá amplio a descansar. Estudié la decoración enfocando toda mi atención en las pinturas clásicas que decoraban las murallas. Cuando una voz a mi costado izquierdo me hizo girar. El rey estaba de pie, a mi lado.

—Estás muy sola—observó sonriente—. ¿Quieres bailar con este viejo? —me dijo con una inclinación ofreciéndome su mano. Sonreí. Me gustaba el uniforme de la monarquía italiana. La chaqueta era blanca con costuras doradas, y esa en especial tenía muchas medallas y los hombros decorados. Sin embargo, los pantalones eran verdes y a cada costado una gruesa cinta roja los decoraba.

—¿Viejo? —pregunté poniéndome de pie impulsándome con su mano—. Es el más joven de todos los reyes que están presentes.

Sonrió jocoso.

—Eres muy amable.

—Y definitivamente luce mucho mejor que el rey de Francia —mascullé apuntando con el mentón al padre de la princesa Daphne. Un hombre barrigudo de nariz roja y barba frondosa. Su hija no había ido a la cena, pero sí su esposa, que debía de ser igual de hermosa que ella. Un calor incómodo me removió el estómago cuando recordé que Maxon había tenido alguna historia con ella que nunca me explicó del todo.

El rey se llevó el puño a la boca para ocultar una carcajada.

—Que no te oiga —rió. Nos colocamos al centro de la pista. Coloqué una mano en su hombro y la otra en su mano. Miré al rey francés de costado, estaba sentado en medio de un grupo de ministros que seguramente hablaban de política, pero el rey no lucía completamente divertido, sus ojos se cerraban poco a poco. Una copa de vino descansaba en su mano.

—Dudo que esté en condiciones de escuchar a nadie.

Marco Antonio hizo un sonido con la garganta, como si se acabara de aguantar una carcajada. Agitó la cabeza y comenzó a guiarme.
Agradecí mentalmente por las clases de baile. Antes tenía dos horribles pies izquierdos que ni con los mejores profesores de Illea pude aprender a coordinarlos. Pero en la academia de Mónaco eran tan estrictos, que finalmente lograron encontrar la falla y hacerme bailar sin temor de pisar a nadie.
No podía creer que me hubiese costado tanto. ¡Si era tan fácil y bonito!

El rey me guió por la pista con gracia, siguiendo el ritmo de una balada antigua cantada por un tipo llamado Frank Sinatra, cuya voz parecía sacada de un baúl de recuerdos costosos.
Noté que sacaban fotografías y me cohibí, como siempre sucedía cuando me descubrían infraganti. Luego, me relajé.

Compuse mi mejor sonrisa cuando un fotógrafo se acercó demasiado. Si esa foto llegaba a Illea quería que Clarkson me viera radiante bailando con el rey con el que tanto deseaba establecer una alianza.

Cuando la canción se puso más lenta, el rey me miró sonriente.

—¿Cómo ha sido toda esta experiencia?

Agité la cabeza.

—Extraordinaria —confesé—. Aunque al principio creí que era demasiado, pero ya me acostumbré a todo esto...

Sonrió bonachón, sus ojos se achinaron.

—Me alegro —rió. ¿Por qué Clarkson no podía ser como él? —. ¿Estás lista para regresar?

Lo miré sorprendida.

—¿Regresar? —pregunté—. ¿Cuándo?

Mi corazón enloqueció.

Sus ojos azules me miraron intensamente detrás de sus anteojos, comencé a temblar. Parecía que estuviera a punto de revelarme algo que yo desconocía.

Suspiró, pero mantuvo la sonrisa.

—En una semana.

Me detuve en seco.

—¿Una semana? —miré alrededor. El mundo parecía haberse detenido, pero todos seguían con su vida normal sin darse cuenta que mis nervios acababan de explotar.

—Sí, no podemos aplazar más tu llegada a Illea —explicó—. Sé que debes sentirte muy a gusto, pero tus estudios ya acabaron. Por lo demás, si me lo permites, creo que estás totalmente lista para enfrentarte a Clarkson.

Asentí, dudando. Respiré hondo.

De repente parecía que todo lo que había estudiado y aprendido no me serviría de nada cuando estuviera frente a él.

—No sé si estoy lista —confesé, el ceño del rey se frunció—. Sé que me han estado preparando para ello, pero...

—Lo estás —dijo desplazándose lentamente—. Todos lo hemos visto. Nicoletta está sorprendida y Philippo lamenta que no puedas ser su reina.

Rodó los ojos, yo me sonrojé hasta las raíces. ¿En serio Philippo había sido tan descarado para decirle aquello a su padre?

—Creo que están depositando demasiadas esperanzas en mí—recordé el lado oscuro de Clarkson y me vi incapaz de confrontarlo—. Sé que esperan que cambie algunas cosas dentro del gobierno, pero...

—Y lo harás —me guiñó un ojo. Fruncí el ceño.

—¿Cómo pueden estar todos tan seguros de mí, menos yo? —pregunté exasperada—. ¿Qué les hace creer que yo soy mejor que otra persona?

Él se detuvo y me estudió detrás de sus anteojos. Colocó sus manos sobre mis hombros y apretó. Fue como si mirara a mi propio padre.

—Porque lo eres, y aunque no lo creas, provocaste un cambio —dijo con suavidad—-. Ya cambiaste a Illea aunque ni siquiera te hayas percatado de ello —me elevó el mentón cuando descubrí que lo había bajado—. Le pediste a la gente que luchara, pediste que se acabaran las castas, pediste que los soldados fueran voluntarios para que no llamaran al frente a los hijos de familias que los necesitaban para sobrevivir. Aunque no lo creas, hay mucha, muchísima gente que esperó porque algún día alguien se pusiera en su lugar. Alguien que hablara por ellos —me sacudió suavemente con una sonrisa—. Desde que tu país sabe que estás aquí quieren tu regreso. Porque eres un símbolo de esperanza. Saben que a pesar de las adversidades, lograste renacer, y ahora volverás para cumplir lo que esas personas esperan de ti.

Sentí que me comenzaba a faltar el aire.

—No soy nada de eso, y no quiero que esperen algo de mí...

Miró hacia el cielo como pidiéndole paciencia a algún Dios que escuchara su plegaria.

—Escucha, America —volvió a sacudirme—. Ya hiciste el primer trayecto, llegarás a Illea como embajadora. Nadie lo sabe, nadie lo sospecha. Si lo hubieran sabido tal vez habrían tratado de frenar tu regreso, porque a Clarkson no le conviene que alguien que tenga ideales para salvar a un pueblo luche contra él, menos si tiene voz. Pero tú tendrás tú voz, tendrás mi apoyo y el de toda la gente que se sorprenderá con tu llegada —aquello me estremeció aún más—. Eres lo que el país necesita.

Comencé a sonreír. Estaba tan entusiasmado que olvidó un pequeño y gran detalle.

—Tienen demasiadas esperanzas puestas en mí y se olvidan que yo no seré la reina —dije con un suspiro. Se alejó un paso, me miró con ternura, dibujó una sonrisa y movió la cabeza haciendo una reverencia.

—Eso no puedes saberlo —me guiñó el ojo y se marchó para pedirle a su esposa un baile. Quería seguir hablando con él, quería preguntare más cosas. Pero era indiscutible que aquella había sido su última palabra.
Volvería a Illea en una semana. Y a pesar de todos los estudios y todas las clases, nada, pero nada, me había preparado para ello.

Nada me había preparado para volver a ver a Maxon.

...

1 SEMANA DESPUÉS

Estaba aterrada. Todo mi cuerpo temblaba cuando me encaminé por el aeropuerto a tomar el avión que me dejaría directamente en Angeles. Nada de trasbordos secretos ni de aeropuertos abandonados.
Marco Antonio había enviado una carta solmene a Clarkson avisándole que finalmente había aceptado su propuesta de establecer un lazo internacional y que enviará a su embajador para afianzarlo.
Por supuesto nunca dijo que era yo, ni especificó que era mujer.
El día de mi partida lloré en los brazos de Nicoletta. Nos habíamos hecho tan amigas que era como dejar atrás a una hermana.

—Procura que tener una línea directa, me tienes que tener informada de todo lo que suceda... todo —pidió.

Asentí.

Philippo también se vino a despedir y me dejó muy en claro que si necesitaba algo, lo que fuera, que se lo pidiera.

—Como visitaré Illea en Diciembre y seré un invitado de honor —bromeó—, tengo que elegir cómo quiero que sean mis recibimientos —se acercó hasta mi oído y susurró—. Intenta convencerlos para que el tema sea Mardigrass.

Parpadeé confundida pero acepté. Mardigrass era una fiesta temática italiana que se realizaba principalmente en Venecia, pero aquella ciudad había desaparecido hasta los cimientos cuando una ola, producto de los ataques acuáticos en la guerra, barrieron con ella.
Philippo me había mostrado fotografías de los atuendos. Lo más maravilloso eran las máscaras y los vestidos brillantes. Era su fiesta favorita y aparentemente Illea la había prohibido después de la última guerra, tal como Halloween.
Levanté los hombros.

—No te prometo nada —reí.

—¿Segura que no quieres quedarte aquí? —dijo alzando una ceja. Rodé los ojos.

—Ni lo menciones.

Rió y se encogió de hombros.

—No diré que no lo intenté —nos miramos y sonreímos. Me abrazó con fuerza—. Te extrañaré principessa.

Me beso la mejilla, por suerte no me sonrojé. Ya estaba acostumbrada a sus muestras de afecto. Con Philippo siempre sería así. Era un efecto natural.
Cuando nos separamos me despedí del resto de las hermanas y de Marizza, la asesora del rey, quién había estado ayudándome en todas las clases protocolares y de postura.

A diferencia de Silvia, Marizza se tomaba las bromas muy a gusto.

Del rey y la reina me había despedido el día anterior. Ambos tenían que hacer un viaje urgente a Suiza, así que no tendrían la oportunidad de irme a despedir al aeropuerto. No obstante, como regalo de despedida, el rey me colocó en la muñeca un brazalete de plata con un pequeño dije con el símbolo de la familia Volutto —una "V" delante de un escudo de armas con tres espadas cruzadas—, junto con mis otros brazaletes, de Maxon y papá.

Mi familia ya había sido avisada, así que tomarían el primer avión desde Lakedon hasta Angeles a primera hora del día siguiente.
Lamentablemente sería solo esa ocasión cuando los vería, porque inmediatamente me pasaría a buscar la limusina que me llevaría de regreso al palacio, sin ocasión de pasar por ningún otro lado.
Solo necesitaba verlos, abrazar a mamá, sentir el calor de Gerad y escuchar la voz de May.
Por suerte con el dinero que tenían como tres y con lo que me iban a pagar siendo embajadora, podrían tomar un avión de regreso el mismo día con las mejores comodidades.

Me despedí de los italianos con tristeza. No sabía cuánto podría llegar a extrañarlos. A ellos y a la vida que tuve en ese país de ensueño, totalmente libre.

Sin quererlo, descubrí que volvería a una jaula.

Me senté en la butaca del avión y vi, no sin mucha tristeza, como iba alzando vuelo e Italia quedaba atrás, transformándose poco a poco en un montón de tierra cuadriculada.
Apoyé la cabeza en el respaldo. Aquellos meses habían pasado tan rápido que parecía que no hubiera vivido un solo día en aquel continente.
Intente hacerme una promesa de volver un día como fuese. Sola o acompañada. Tendría que devolver algún día a los italianos todo, todo lo que habían hecho por mí.

Suspiré cerrando los ojos. En menos de veinticuatro horas me presentaría en el palacio de Illea. Cuando abriera los ojos sería el momento de reencontrarme con él.

Los nervios me traicionaron. Respiré profundamente.

Estaba volviendo a casa.

...

Ángeles me recibió en silencio. Mi venida no se había hecho noticia, por suerte. Nadie sabía que el embajador llegaría al palacio. Como era una invitación formal e íntima, el país no tenía porqué saberlo.
Nicoletta me envolvió una muda de ropa dentro de un estuche que debería colocarme apenas pisara tierra.
Una hora antes de desembarcar, me cambié, lavé mi cara y maquillé tal cual me enseñó Antonella. La ropa era elegante, moderna y femenina.
El pantalón era de color rosa pastel y se ajustaba a la cintura acentuando mis curvas. Tal como la mayoría de los atuendos que usaban en Italia, a mis pies caían anchos y sueltos —imitando el ruedo de un vestido—, y a cada costado, a la altura de la rodilla, había un tajo que dejaba mis pantorrillas a la vista si caminaba.
Hacia arriba llevaba algo parecido a un corsé negro, cubría justo a la altura del ombligo y acentuaba el busto. Pero los zapatos eran lo más impresionante, altos, con un taco aguja de diez centímetros y de un blanco brillante.
Nicoletta me regaló un bolso de charol rosa que colgué de mi codo. Y para no ser reconocida, Bianca me prestó —regaló—, un sombrero enorme y amplio que caía delante de mis ojos cubriéndolos con elegancia. Si alguien venía caminando frente a mí, solo vería mi boca. Metí mi cabello en el hueco que cubría la cabeza para no delatarme con el color. Pinté mis labios con un tono brillante y delineé mis ojos como Antonella me enseñó. A la antigua.

Cuando pasé por el control de inmigración apenas levanté el rostro debajo del sombrero. Al tener la carta firmada por el Rey Marco Antonio, los guardias no pusieron ninguna objeción y me dejaron pasar sin cuestionamientos.

Sentí el aire cálido de Ángeles. Los tacones hicieron eco en el suelo de mármol. Comencé a reír imaginándome que así debió haberse sentido Celeste cuando puso un pie en la ciudad: una diva.
La diferencia estaba en que, a pesar de mi atuendo y de sentirme cuatro veces más alta de lo que era, los nervios me estaban consumiendo el estómago.
Cuando salí por las puertas de embarque escuché un grito. Me giré asustada. Levanté la cabeza para ver mejor, ya que el sombrero me bloqueaba la vista hacia el horizonte. Entonces la vi...

—May...—gemí. Me agaché cuando chocó contra mi cuerpo abrazándome con fuerza. Pronto sentí otro par de brazos que me agarraban por la espalda.

—¡Llegaste! ¡Llegaste! —lloraron.

—¡Estás guapísima!

—¿Por qué estás tan alta?

—America...

Miré hacia arriba y vi a mi madre. Se había cortado el cabello y sus curvas habían disminuido. Se veía más delgada, llevaba un bonito vestido y el rostro maquillado. Ni parecía que en algún momento hubieran sido cincos.

—Mamá...—gemí. Me erguí y la abracé con fuerza, luego me separó de sus brazos y me contempló de pies a cabeza.

—Dios... hija.... —halagó impresionada con sus ojos llorosos—. Cuando estabas en La Selección te veías hermosa, pero ahora...estás deslumbrante.

Resoplé.

—Es solo un disfraz para presentarme en el palacio.

—¡El príncipe va a quedar como tonto cuando te vea! —exclamó May abrazándome. Me sonrojé sin poder evitarlo.

—May, el príncipe está comprometido —dijo mamá mirando hacia todos lados—. No digas esas cosas en público.

Rodé los ojos. Si al principio mi madre quería que todos supieran que era una seleccionada y que iba a ser la cita del príncipe, ahora le aterraba que se divulgara que fuera por la revancha.

—Lamento decepcionarte May —dije abrazándola por los hombros—. Pero regresé a trabajar, no a buscar novio.

—¿Y el italiano? ¡Ese era muy guapo! —exclamó muy agudo. Cerré un ojo cuando mi oído no soportó el pitido—. Dime al menos que lo besaste.

Me reí. Recordé la de veces que Philippo, aún en nuestro pacto de amistad, trató de robarme más de un beso. Negué con la cabeza.

—May, no seas impertinente—le dijo mamá. Reí y le tomé las manos con tristeza.

—Tengo tanto que contarles, me encantaría poder hablar por horas con todos ustedes, pero...

—Disculpe mi lady, ¿es usted la embajadora italiana? —Di un salto, asustada. Tras de mí había un hombre vestido de negro. Desplacé mi sombrero para que no me viera la cara. Mi madre tomó a May y a Gerad por los hombros para atraerlos hacia ella. La escuché suspirar halagada cuando me llamaron por mi título.

Asentí lentamente.

Sí...—respondí en italiano— Sí —rectifiqué en inglés. Le guiñé un ojo a May por debajo del sombrero, se llevó las manos a la boca para no reír.
Si el chofer creía que era italiana no le asaltarían dudas.

—¿Me acompaña? El rey la está esperando.

Sentí igual que si un balde lleno de hielo me cayera por la espalda.

—¿Me da un momento? —pregunté, intenté que mi inglés sonara mal modulado. El hombre movió la cabeza y se alejó hasta la salida. Miré a mamá y me sentí terriblemente desdichada por no poder estar con ellos lo suficiente—. Quisiera quedarme con ustedes, no saben cuánto los necesité.

May asintió con tristeza.

—Lo importante es que ahora estás aquí, en Illea —dijo mamá acariciándome la mejilla—. Puedes venir a visitarnos cuando quieras. ¿Podrás, cierto?

—Y si no puedo, me escapo —le guiñé un ojo a Gerad, mamá suspiró—. Lamento que hayan tenido que volar dos horas para vernos cinco minutos.

—Cinco minutos que valieron todo el tiempo del mundo —dijo mi madre. Sentía la ansiedad entre nosotros. Moría por abrazarlos, por lanzarme en sus brazos. Por vivir un par de días con ellos antes de partir al palacio. Pero no podía ser.
Noté de lejos que el chofer movía los pies rápidamente, aparentemente nervioso.

—Nos quedaremos unos días aquí en Ángeles, para conocer la ciudad —contó mamá sonriente. Les respondí ampliando mi sonrisa. Al menos estarían cerca.

—¿De verdad? Eso es genial —dije animada—. Es confortable saber que estarán cerca de mí —susurré. Pero luego miré al rededor—. Cuídense de los ataques ¿sí? —les pedí asustada. Mamá asintió.

—Estamos bien resguardados, no te preocupes.
Miré alrededor y noté tres hombres repartidos por diferentes rincones del aeropuerto. Vestían uniforme verde. Suspiré aliviada.

—Genial...

—¿Mi lady? —me giré sin levantar la vista, los zapatos negros del hombre aparecieron delante de mis ojos—. Tenemos que partir —pidió ansioso.

Asentí con la cabeza y me giré a mi madre.

—Los llamaré —susurré. Los abracé con fuerza, no sabía qué pensaría el chofer al ver aquellas muestras de afecto de la embajadora con tres extraños, pero, asumí que si los italianos eran amigables, no tenía por qué sospechar nada.
Estaba vuelta loca por estar con ellos más rato.

—Ve, querida... haznos orgullosos. Dijo mamá acariciando mi mejilla.

—Los quiero...—susurré.

May y Gerad entristecieron su expresión. No podía ni quería marcharme así. Pero no podía ser de otro modo. Odiaba hacerlos pasar por eso después de ocho meses separados.

Aún así, el amor que tenía por ellos fue más fuerte. Me olvidé un segundo de los protocolos. Después de todo, en un par de minutos todo el país sabría que yo era la embajadora italiana.
Me abracé a mi madre con fuerza mientras los niños se aferraban a mí por los costados.

—Los quiero, los quiero —les dije. Mamá me dio un beso en la mejilla.

—Ve y sorpréndelos. Muéstrales de qué estás hecha.

Sonreí curvando los labios de costado.

—Lo haré —dije decidida—. No se pierdan el Report de esta semana.

—¡Por supuesto que no! —rió.

Le di un beso a cada uno de mis hermanos.

—Compórtense ¿sí? Pronto nos veremos —les guiñé un ojo para inspirarles entusiasmo. Ellos asintieron.

—¡Eres la mejor! —dijo Gerad.

—¡Y la más hermosa! —exclamó May.

Les acaricié sus caritas esperando que en mis ojos vieran la promesa que tenía para ellos. Porque volvería a verlos pronto, o al menos, eso esperaba. Ya era demasiado tiempo lejos de mi familia.

Les sonreí con esperanza, sintiendo que era de lo más injusto no poder disfrutar más tiempo o despedirme como correspondía.
El chofer miraba la escena con curiosidad, me aclaré la garganta y elevé el mentón para darme importancia. Crucé por su lado y como no se movió, me volteé.

—¿Y bien? —pregunté. El chofer asintió y se me adelantó, pasando por el lado.
Me puse en marcha y lo seguí. Vi como arrastraba las dos maletas que aguardaban a mi espalda y los tres estuches que contenían los vestidos de gala.

A medida que me alejaba miré hacia atrás. Vi a mamá y a mis hermanos abrazados, despidiéndose de mí con más alegría de la que hubiera esperado.
Aquello me animó un poco más y aligeré el paso. Les lancé un beso con mis manos con dramatismo y salí a las cálidas calles de Ángeles.

...

La limusina era blanca y tenía los vidrios polarizados. Nadie me vería desde afuera, lo que fue un alivio.
Delante de mí tenía una botella de champaña, una de agua, una caja de chocolates y varios dulces. Pero mi estómago había entrado en batalla. No podía comer nada.
A medida que fuimos avanzando por la ciudad todo a mí alrededor se volvió reconocible. De lo poco que había visto de Ángeles, sabía que nos íbamos acercando al palacio.
Mis manos comenzaron a sudar, mi boca se secó y mi corazón comenzó a palpitar con fuerza.
Hasta que, al doblar por una curva, el palacio apareció en el horizonte. El sol chocaba contra las ventanas proyectando un halo de cristal dorado.
Me abaniqué con la mano. La adrenalina me estaba consumiendo. Si no controlaba el impulso vomitaría ahí mismo.

Respiré. Inhalé, exhalé. Inhalé, exhalé.

Los muros se hicieron visibles y un grupo de guardias apostados sobre ellos recibieron la limusina con un saludo militar con sus manos. Comencé a hiperventilar. Respiraba por la boca con tanta fuerza que me llegó a doler la garganta.
La limusina recorrió el camino curvo de piedra y la fuente de agua. Estaba todo tal cual lo recordaba.
Luego noté que estaba la bandera italiana colocada en varios lados. Descubrí varias doncellas apostadas elegantemente alrededor de la fuente y algunos guardias vestidos con sus trajes azules. Pero también había un grupo de hombres que no llevaban ningún tipo de uniforme. Se veían muy informales, algunos llevaban barba y otros tenían el cabello más largo que otros. Pero todos mantuvieron su porte regio y rígido mientras la limusina cruzaba el camino.
Finalmente la limusina rodeó la fuente de agua y se detuvo. Todo en mí vibró con tanta fuerza que me mareé. Observé por la ventana y visualicé la escalera. Logré notar varias piernas, vestidos y trajes elegantes. Uno de ellos debía ser el rey, la reina, Kriss... y Maxon.

Me volví a abanicar con las manos y cerré los ojos. El chofer se bajó de la limusina y la rodeó para abrirme la puerta.

Me mentalicé. Era momento que el espectáculo comenzara.
No era muy diferente a mis muchas presentaciones cuando era cantante, y tampoco tenía mucha diferencia con las fiestas protocolares a las que asistí mientras estuve en Montecarlo y en Italia.
Podía hacerlo... Tenía que hacerlo.

Respiré una vez más, solté el aire... y el chofer abrió la puerta. La luz de sol entró con fuerza dentro del vehículo. Apoyé una mano en el asiento delantero, coloqué el bolso en el codo del otro brazo, acomodé bien el sombrero y acepté la mano del chofer.
Mentalízate... no saben que eres tú.

Deslúmbralos.

Saqué una pierna, consiguiendo que el tajo del pantalón dejara ver la pantorrilla y los tacones. Me impulsé hacia afuera, manteniendo la cabeza hacia abajo para que el sombrero hiciera su trabajo, así no mostraba la cara. No podía ver nada más que el suelo.
Escuché la puerta cerrarse tras de mí cuando estuve de pie. El silencio fue lo que más llamó mi atención. Sin embargo, al cabo de un instante, comenzó a sonar un cuarteto de cuerdas con el himno de Italia... ¿era en serio? ¿No podían ser más originales?

Elevé la muñeca del brazo donde colgaba el bolso, curvándolo hacia arriba para que se viera elegante, y comencé a caminar hasta las escaleras. Crucé una pierna delante de la otra, tal y como Marizza me había enseñado. Moviendo las caderas con elegancia.

Los tacones hacían eco en el suelo de piedra. No volaba una mosca a pesar de la música del cuarteto. Cuando noté los zapatos lustrados y los tacones delante de mí, supe que estaba a un palmo de enfrentarme a la serpiente... y a su hijo.

—Bienvenida mi lady, es un verdadero honor tenerla entre nosotros, la estábamos esperando —. Saludó Clarkson. Reconocí su voz y algo dentro de mí hirvió con acidez. Su voz sonó aterciopelada y excesivamente decorada. No tenía idea con la sorpresa con la que se iba a encontrar.

Grazie... —saludé en italiano, esperando causarle un ataque cuando me viera. Respiré hondo, dibujé la sonrisa torcida que le había aprendido a Philippo cuando se salía con la suya, y me quité el sombrero. El cabello escondido en el hueco cayó sobre mis hombros con suavidad—. Siempre es bueno volver.

Una exclamación colectiva se expandió a mí alrededor.
El espectáculo había comenzado.

Había vuelto.

...

NOTAS

¡Y regresó!
No creí que fueran necesarios más capítulos contados en Italia ya que se iba a alargar mucho y no quería aburrirlos.
Así que America ha regresado.
Las cosas que sucedieron esos ocho meses serán narradas a medida que avancen los demás capítulos como anécdotas o recuerdos.

Nuevamente lamento para quienes tenían su fe puesta en Philippo, pero él no será el rival de Maxon, aunque... eso no significa que no ayude a America a darle más celos. Porque de él volverán a saber muy pronto.
Como les contaba en el capítulo anterior, todo lo que va a suceder se me ocurrió antes de comenzar a escribir, así que esas cosas no creo que cambien.
Lo que sí les quiero adelantar y que ya lo puse por twitter, es que esta historia tendrá guiños algo más adultos, así que habrán conflictos más profundos.
Pero siempre mantendré la esencia de los personajes, de lo contrario no tiene gracia ¿cierto?

¡En el próximo aparecerán todos los personajes! Ya no aguanto porque lo lean.
Nuevamente gracias por leer, por estar aquí, por apoyarme como lo han hecho.
He adorado escribir cada capítulo, me han entusiasmado sus conversaciones, sus teorías, sus palabras.

¡Nos leemos!
Kate.-

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