Dimensión en llamas

By Ms-Eleven

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Una relación mal vista por muchos reinos y sus altos mandos ¿Una miembro de la alta comisión teniendo amoríos... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 20.5
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Happy Halloween 🎃
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 27.5
Mi vida te pertenece
Estoy de vuelta
Donde todo comenzó
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 43

Capítulo 42

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By Ms-Eleven

Reflejos de angustia

Un pequeño cilindro de bloqueo aseguraba la placa protectora en la parte interna del codo de su brazo. Araziel luchaba por liberarlo, pero estaba tan corroído por el óxido que se negaba a ceder. Cada intento de aflojar el cilindro solo resultaba en un giro inútil y una sensación de fricción desagradable en sus dedos. Así que decidió desconectar el enlace neuronal de los nervios.

Araziel ajustó su agarre con el destornillador y aplicó más fuerza. Sus nudillos comenzaron a doler por la tensión, pero debía superar la resistencia de la placa. Con cada giro, el metal oxidado mostraba signos de desgaste, como cicatrices del tiempo grabadas en su superficie, y tenía tan desgastados los surcos en forma de equis de la articulación que, en su lugar, solo quedaba una depresión circular de bordes irregulares. Cuando consiguió que asomara lo suficiente para poder arrancarlo, el fino relieve circular que ajustaba la placa había quedado completamente borrado.

De repente, una sobrecarga eléctrica atravesó el sistema, enviando una descarga de energía a través de sus dedos. Araziel sintió un hormigueo eléctrico recorrer su cuerpo mientras buscaba rápidamente el cable correcto. Con un movimiento rápido, desconectó el enlace neural que conectaba su mente con el brazo biomecánico, cortando la corriente antes de que pudiera causar daño tanto a su cuerpo, como al propio circuito del brazo.

Araziel arrojó el destornillador sobre la mesa, asió el brazo por la muñeca y tiró con fuerza para desencajarlo. De pronto saltó una chispa que le chamuscó las puntas de los dedos. Araziel soltó el brazo de golpe y se apartó rápidamente, por lo que este quedó colgando de una maraña de cables rojos y amarillos.

Y de pronto, aquel brazo cobró un tinte de irrealidad frente a sus ojos. La sangre brotó de las heridas que se abrieron en la carne magullada, maltrecha y llena de barro. La montaña de mármol, madera y cristal enterraba el resto del cuerpo, mientras Araziel, en su desesperación, tiraba con todas sus fuerzas para intentar salvar al que se encontraba abajo. Sabía que no había nada que rescatar, nada que estuviera con vida bajo el derrumbe, pero se aferraba al último resquicio de esperanza; a que la persona sepultada tras la caída del edificio, gritara como un último aviso de su vitalidad, aferrándose a la vida.

Su mano biónica resbaló. Al tener tensores hidráulicos, era la extremidad en donde confiaba la mayor fuerza que ejercía en ese momento, pero fue justa esa la razón por la que terminó hecha añicos. La sobrecarga de trabajo debilitó los pernos y alflojó tornillos desgastados. Saltaron chispas y tuercas, y la fijación de debajo de la axila se desprendió, dejando su brazo colgando como un saco de boxeo.

Se quedó, perpleja, e impotente, con los ojos bien abiertos llenos de desesperación y lágrimas que se camuflaban con las gotas de lluvia. Escuchó pasos acercándose; pasos que se percibían tan distantes como los gritos, los llantos y el barullo de los sibrevivientes que, guiados por la guarnición y los militares, salían del distrito central a una zona más segura.

Los pasos se escucharon detrás de ella, y el reconfortante aroma a espliego que desprendía Leyla le llegó a las fosas nasales cuando sintió los brazos de ella rodeando su cuello en un abrazo tembloroso.

—Lo has hecho —le dijo Leyla—. Has hecho lo posible. No te atormentes.

Pero las palabras de Leyla solo acrecentían el sentimiento de derrota de Araziel. No podía despegar la mirada del brazo inerte. No quería abandonar a quella persona. Necesitaba creer que no estaba todo perdido. —Yo... Solo quería...

Un sullozo la interrumpió, y la sensación arenosa en su garganta se hizo insoportable.

—No es culpa tuya —dijo Leyla en tono arrullador—. Vamos. Debemos irnos.

—Leyla... Tú puedes sentirlo. Dime que sientes su aura. Yo sé que... Por favor, tal vez...

Pero la negación de Leyla dejaba en claro lo evidente.

—Se ha apagado... —pronunció con pesar—. No puedo sentir nada.

Más allá, Dhalia y Aron miraban impotentes y en silencio. Dhalia cargaba a un joven en su espalda, a el cual le sangraba la frente, y tenía las manos, los codos y las rodillas raspadas. Aron hacía lo mismo con un niño que permanecía con la cabeza apoyada sobre su hombro, en profundo sueño.

El sinsabor de derrota se respiraba en el aire. Poco podían hacer ante semejante catástrofe. Araziel pidió a Dhalia levantar la montaña de escombros. La mujer sintió el impulso de obedecer a la pelirroja, pero se tuvo que tragar la condescendencia para con ella.

—Creeme —le dijo, bajando la mirada. Su cabello mojado le cubrió el rostro—, no quieres ver lo que hay debajo.

Cuando el brazo metálico se desprendió de la maraña de cables, Araziel volvió a la silla de su taller de un sobresalto. La invadió por completo la desesperanza y las ganas de llorar que le traían los recuerdos de lo que fue en el distrito central. Lo único que le reconfortaba era saber que, según decían los informes, los fallecidos habían sido menos de lo que se aparentaba. También le alegró saber que la familia del mensajero se encontraba a salvo; su esposa e hijos habían logrado salir de la catástrofe antes de que las edificaciones comenzaran a colapsar.

Leyla apareció en ese momento, asomando la cabeza en la entrada del taller que conectaba con la casa. Se acercó a la pelirroja, con el corazón encogido al verla en ese estado. La atrajo hacia sí y le apoyó la cabeza en su pecho, en un gesto de consuelo. Araziel no pudo evitar echarse a llorar.

Araziel poseía una sensibilidad agudizada que la distinguía del resto de seres. Su capacidad innata para sentir el sufrimiento ajeno iba más allá de una simple empatía; era como si estuviera sintonizada con las emociones de quienes la rodeaban, absorbiendo sus penas como una esponja. Esta habilidad, arraigada en su herencia Kitsune, la llevaba a experimentar el dolor y la desesperación de otros de manera más profunda y visceral. Leyla estaba al tanto de esto, por lo que sabía que, al contrario de Aron, no aceptaría la negativa de Araziel por querer permanecer sola en sus pensamientos. Debía estar para ella. Quería estarlo.

Araziel se aferró a Leyla con su único brazo, temblando en sollozos inaudibles, y Leyla sintió como si le estrujaran el corazón con una trampa para osos.

A unos cuantos kilómetros de la residencia de los Vindich, Marco, en su cabaña designada, se hundía en los recuerdos de lo que había presenciado en el distrito central. Decir que se sintió impotente no era el termino que encajaba, más bien, se sintió inútil ante la magnitud de la tragedia, preguntándose si podría haber hecho más para ayudar, o más bien, si habría sido capaz de aportar algo. Si tan solo tuviera su brazo. Si tan solo los recuerdos y el peso de todo lo acontecido con Hekapoo no lo atormentaran incluso despierto. Resultaba frustrante no poder concentrarse en nada sin tener el recuerdo constante de lo que había pasado con Hekapoo picoteando su mente como pájaro carpintero a un árbol.

Habían sido días horribles los que había tenido desde lo ocurrido en el laboratorio, y ahora en su más profunda miseria se sumaban las consecuencias del terremoto. El estruendo de los edificios derrumbándose resonaba en su mente, mezclado con los lamentos de los supervivientes y el olor a humo que aún se aferraba a sus ropas, pese a que ya habían pasado horas desde entonces y se había aseado tres veces.

Marco y los demás solo habían podido ofrecer mínima ayuda. Dhalia fue, sin duda, la que más pudo aportar, levantando montañas de escombros había podido liberar a casi todas las personas que se encontraban en problemas a su alrededor; junto con Leyla, a quien ya no le importaba mostrar sus poderes frente a todos. Los rumores de que había una bruja en el reino habían dejado de ser mera especulación.

Todo cuanto pudo hacer Marco fue servir de apoyo para las personas heridas, conduciéndolas hacia el punto de escape. La guarnición había hecho una labor destacada, trabajando incansablemente para coordinar el rescate y la evacuación de los afectados. El principe Keyren, como era habitual en él, también había acudido a ofrecer ayuda. Era bien sabido que el príncipe mantenía una relación cercana con el pueblo, y en un momento como ese se negaba a dejar que sus subordinados hicieran todo el trabajo.

Marco, aunque se sentía impotente ante la magnitud del desastre, se reconfortaba pensando en que cada pequeño gesto de ayuda pudiera marcar la diferencia para aquellos que habían perdido tanto en el catastrófico evento.

Era cierto que la situación no se prestaba para hacer evaluaciones fuera de la emergencia del momento, pero Marco no pudo evitar notar, en aquel instante, la condición en la que se encontraba Keyren; su aspecto distaba mucho de su habitual porte refinado y elegante de príncipe, al contrario de lo que sugerían sus telas de alta alcurnia, su rostro parecía el de una planta deshidratada que no había recibido agua en semanas. Marco se preguntaba qué podría haber llevado a alguien como él a desviarse tanto de su aspecto habitual. Tal vez la crisis había afectado a todos de maneras inesperadas, incluso a aquellos que parecían más inquebrantables.

No, lo que ocurría al príncipe no era una desfavorable presentación que se arreglaba con cambiarse las ropas sucias por un nuevo traje. Saltaba a la vista que su rostro era el de una persona enferma. ¿Habrá estado pasando por un resfriado? Sea lo que fuese, Marco quiso sacarse la duda. Además, no era el único que había notado su apariencia, pues Leyla lo miraba de hito en hito cada vez que el príncipe no miraba en su dirección. Marco quiso saber lo que había notado su prima, o si sabía algo al respecto. Cuando se acercó a preguntarle, su expresión de preocupación no pasó desapercibida.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Marco.

La chica se había limitado a restarle importancia, pero Marco era consiente de que Leyla podía sentir más de lo que se veía a simple vista.

Decidió pues, que no era el momento para ahondar en el tema, y optó por olvidarse del asunto en ese momento.

Dejó sus pensamientos de lado cuando la sangre que salió de su nariz lo hizo volver al presente. Él tenía sus propias preocupaciones.

Se levantó de la cama. Había estado viendo al techo por un cuarto de hora y ya le dolía la espalda. La sangre salió con más fuerza cuando se puso de pie, así que utilizó la manga de la camisa para limpiarse. No era la primera vez que aquello ocurría, pero Marco, en su afán por no preocupar a los demás, había optado por ocultar su malestar bajo una máscara de serenidad.

La entrada de Dhalia fue como un rayo de juicio, su mirada aguda y sus labios tensos pronunciaban un sermón no verbal antes de que dijera una palabra.

—¿De nuevo? —preguntó.

Marco intentó explicarse, pero Dhalia simplemente lo ignoró, dejando tras de sí una estela de desdén palpable. Los días siguientes transcurrieron en un silencio incómodo, cada uno envuelto en su propio mundo de preocupaciones y tensiones. Entre ellas las labores que habían quedado después del terremoto.

Las calles del distrito ya estaban llenas de trabajadores que acarreaban piedras, sacaban escombros a paladas, hacían soportes de madera para los muros inseguros, y demolían los que estaban demasiado dañados para conservarlos. Se habían iniciado labores de recolección de suministros para las personas más afectadas. Los habitantes de los distritos que sufrieron menor impacto se aglomeraban en voluntariados para colaborar en las tareas que encomendaba la guarnición y la orden militar; entre ellos, Marco, Dhalia, Leyla y Araziel.

Marco tuvo la idea de utilizar la ventaja mágica de Leyla. Debía haber algún hechizo para reparar estructuras y disminuir la labor de los constructores.

—Si los hay, no los conozco —le dijo su prima, aplastando su idea—. Los hechizos de reparación son casi tan complejos como los de curación.

Tenía sentido. Después de todo ambos propósitos estaban relacionados.

Los días pasaron. Los esfuerzos del reino tenían su recompensa; las calles se veían más limpias, las estructuras comenzaban a recobrar forma y la inquietud de la gente comenzaba a convertirse en esperanza. Marco lo veía reflejado en sus rostros, y en la manera entusiasta que tenían de mover las colas.

Claro está que la emergencia había retrasado la fabricación del brazo mecánico de Marco, algo que lo había tenido decaído, debía aceptarlo. Aunque en su fuero interno se reprendía a sí mismo por pensar en sus intereses por encima de lo más importante.

Dhalia continuaba sin dirigirle la palabra, algo que se sumaba a la larga lista de preocupaciones de Marco. La indiferencia de la mujer había llegado al punto de hacerlo sentir como un perro herido maltratado por su dueño. Y ni qué decir de su mirada. Se negaba a dirigirle la mirada casi tanto como lo que se había empeñado en no hablarle. Pero cuando sus ojos se encontraban por momentos, los de ella reflejaban un odio como el que pocas veces había visto en alguien. Marco no acababa de entender el por qué de su disgusto. ¿Todo ese desdén solo por restarle importancia al sangrado? Él había intentado hablarle, pero Dhalia lo ignoraba olímpicamente, y eso lo hacía sentir contrariado. Por un lado agradecía la preocupación de ella hacia él; le gustaba, lo hacía sentir especial; pero por otro lado le parecía exagerada su reacción.

De todas maneras ya le habían advertido, desde la separación de cuerpos, que podrían haber secuelas hasta que su organismo y el de ella se acostumbraran a la intervención. Y se mencionaba, entre una larga lista de efectos secundarios en los que prefería no pensar, que el sangrado nasal era, dentro de lo que cabe, algo normal.

Había pasado casi una semana desde el terremoto hasta que Dhalia había decidido dirigirle la palabra por fin.

—Solo para que sepas. Le he dicho a tu prima sobre tus dolencias —Marco quiso decir algo pero decidió dejar que continuara—. También fui a ver a los curanderos... —La forma en que se refiería a los doctores siempre le pareció anticuada y graciosa pero de alguna forma, elegante—. Me dijeron que las secuelas no deberían superar cuatro semanas.

Era un alivio. Él lo sabía y ella también, puesto que desde la operación habían pasado poco más de dos semanas.

Se escuchó la campanilla de la puerta, anunciando la presencia de alguien fuera de la cabaña. Era Leyla, que entró con un semblante de madre latina a punto de dar una reprimenda a su hijo. Marco percibió la preocupación en sus palabras, pese a la regañina monumental que se había tirado por más de quince minutos.

Resultaba una insensatez estar molesto con Dhalia por haberle contado a Leyla. Lo cierto era que Marco agradecía para sus adentros el que mostraran tanta preocupación por él. Aunque por otro lado, no podía evitar sentirse como un niño indefenso e inútil del que todo el mundo debe estar pendiente a su próxima travesura para que no se haga daño.

Le vino a la mente la presencia de Hekapoo y Janna. Ambas habían pasado por un sinfín de inconvenientes solo para encontrarlo. «Y yo les pagué con indiferencia», pensó. Dhalia era como una madrastra que pretende ganarse a su hijastro mostrando interés y preocupación; estaba tan pendiente de él que por momentos Marco pensó que a lo mejor estaría intentando redimirse por algo que la atormentaba y de lo que él poco o nada tenía que ver; como si quisiera pagar una deuda pendiente. De Leyla ni qué decir, siempre había sido como una hermana mayor para él y para Janna.

De fuera llegó el sonido de los cascos de un caballo. Un mensajero llegaba desde el sendero que daba a la pequeña arboleda que colindaba con la cabaña. Dhalia, Marco y Leyla salieron cuando el hombre se apeaba del caballo. A Leyla le brotaron los ojos al ver el uniforme del mensajero, el cual era del característico tono azulado de la zona real. Llevaba puesto un jubón ajustado y pantalones a juego que caían con gracia sobre botas de cuero oscuro. En su cintura, un cinturón de cuero adornado con motivos grabados sostenía una bolsa de mensajero, donde seguramente guardaba los documentos reales que transportaba. Todo en su atuendo emanaba autoridad y prestigio.

El hombre atravesó el sendero que cruzaba la entrada hasta la puerta de la cabaña. Sacó un sobre, y leyó en voz alta.

—Tengo una carta para... —Entornó los ojos para entender—. Thálassa.

Marco arrugó las cejas, misma expresión que tuvo Leyla al escuchar lo que supusieron que era una confusión. Así estuvieron a punto de decirlo hasta que Dhalia se adelantó.

—¿Quién la envía?

El hombre apartó los ojos de la carta y miró a Dhalia por un segundo. Sintió la garganta seca y un estremecimiento en el cuerpo al reparar en la presencia de la mujer. Era lo más hermoso que había visto nunca. Se aclaró la garganta.

—No tiene remitente, señorita. Me fue entregada en la central, con el sello prioritario.

Dhalia intercaló la mirada entre el mensajero, nervioso como el solo, y la carta que sostenía en la mano. Intrigada, la mujer extendió el brazo con la palma abierta.

—Dhalia Thálassa.
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Ms. Eleven
07/05/2024

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