Mercucio amó a Teobaldo

By MoonRabbit13

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Antes que Romeo. Antes que Julieta. Otros dos se amaron. Un Capuleto de sangre y un Montesco de corazón. Un a... More

Sinopsis y Advertencias
Acto I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Acto II
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Acto III
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Acto IV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Acto V
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Escena final
Epílogo
Agradecimientos y Curiosidades
Preguntas y Respuestas
Otros Títulos
Extra I: Habla bajito si hablas de amor
Extra II: Ciertos amores eternos

Capítulo I

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By MoonRabbit13

―Romeo. Oh, Romeo, ¿dónde estás que no te veo, maldito desgraciado?

Mercucio estaba indignado. Estaría furioso si no aborreciera la furia. Había ido a buscar a su mejor amigo ni bien hubo bajado del carruaje donde su padrino lo mandó traer. Ni siquiera se había cambiado de ropa. Pero Romeo, el escurridizo Romeo, no se encontraba en la casa de los Montesco. Al menos no en ninguno de los salones.

Allí encontró a los padres de este, quienes lo recibieron con el cariño de siempre. La señora Montesco incluso besó sus mejillas. Solo en aquella sobria y elegante mansión, Mercucio podía disfrutar del gozo de ser recibido con cálidas y sinceras palabras.

Romeo no estaba en la casa, le dijo la Señora Montesco. Con suerte si estaría en el campo de olivos, el sector más alejado del jardín.

―¿Cómo osas a esforzar a mis delicados pies a buscar tu pálido culo? ―exclamó Mercucio cuando al fin lo encontró.

―Yo no hice nada para dificultar tu búsqueda. El problema es que tus pies y su dueño son demasiado perezosos ―bromeó Romeo.

―Me ofendes.

―No es cierto ―sonrió el señorito Montesco desde el suelo. La luz del atardecer convertía su cabello en ovillos de cobre y resaltaba el azul de sus ojos. El mismo color del escudo familiar.

―No, no lo es. Pero tú no deberías aprovecharte de mi cariño para hacer lo que se te plazca ―dijo Mercucio, recostándose por un tronco y enfrentando a Romeo.

A diferencia de su amigo, Mercucio tenía una mata de rizos negros y unos ojos tan oscuros como una noche invernal. Y, aunque era obvio que ambos habían crecido en la ausencia del otro, Mercucio estaba casi seguro de seguir siendo más alto y esbelto que Romeo, quien conservaba un aspecto aniñado. Por lo que su contraste era el mismo que había entre el día y la noche.

―Hablando de eso... ¿Qué se supone que haces aquí? ―exigió saber Mercucio, mirando a su alrededor―. No hay papel ni lápices ni tinta en tus manos, así que no estás haciendo arte. Tampoco creo que te hayas internado aquí en busca de inspiración, los olivos son muy sombríos para invocar a Apolo y la tarde es demasiado calurosa para atraer a las Musas nocturnas. Y ambos sabemos que no practicarías esgrima por propia voluntad. Me arriesgaría a decir que te estás escondiendo.

―Me conoces bien ―respondió Romeo con una sonrisa melancólica.

―¿Y de quién te escondes?

―De mi familia ―confesó al fin, desviando la mirada hacia la mansión―. Pero no me estoy escondiendo de ellos. Escondo mi amor de sus ojos atentos y preocupados.

―¡Ah! ¡Tu amor! Toda calamidad es invocada cuando se habla del amor entre suspiros ―exclamó Mercucio con ademanes dramáticos.

―¿Acaso tú no decías siempre que el amor es el motor de todo poeta? ―le recriminó su amigo.

―Pero yo no suspiro por amor ―dijo Mercucio y extendió sus brazos como si quisiera abarcar toda Verona―. ¡Yo grito por él!

―Eso es verdad. Amas demasiado tu propia voz ―respondió Romeo sin poder evitar lanzar una carcajada que ofendió a su amigo.

―¿Dónde se ha ido el dulce y tierno Romeo del que me despedí al partir? ―exclamó Mercucio, llevándose una mano al corazón con fingido dolor.

―Ha crecido.

―Eso lo veo. Está más alto y ancho, pero también más bruto ―lo señaló Mercucio con ademán, entrecerrando los ojos para examinarlo, antes de soltar un suspiro―. Sabía que no sería buena idea dejarte solo con Benvolio, ese truhan.

―Es bueno ver que tú sigues siendo el mismo, Mercucio ―sonrió Romeo, su primera sonrisa de verdadera felicidad en días―. Es bueno volver a verte.

―Por supuesto que siempre es bueno verme ―indicó Mercucio, reflejando la sonrisa de su amigo.

Habían pasado tres años desde su despedida, cuando los tres eran muchachitos que aún no habían vivido sus primeros quince veranos. En ese entonces, Romeo, su primo Benvolio y Mercucio, aún corrían por los viñedos de los Montesco practicando con espadas sin filo y ayudaban a los siervos a pisar las uvas del primer vino. Eso no le agradaba mucho al padrino de Mercucio, el príncipe de Verona, por lo que lo envió a estudiar a Francia, con la esperanza de que volviera convertido en un caballero.

Y, ahora que al fin había vuelto, sabiendo fingir ser un caballero, Mercucio se encontraba a un Romeo que le era extraño. A quien recordaba jovial e imperativo, ahora estaba sumido en la más profunda melancolía que había visto alguna vez. Mercucio tuvo un mal presentimiento.

* * *

El palacio de la casa Della Scala era tan frío y opulento como Mercucio lo recordaba. Al menos era bueno saber que algunas cosas nunca cambiaban, se dijo.

Fue bien recibido por los sirvientes que se deshicieron en halagos y promesas de preparar sus aposentos y comidas tal como a él le agradaban. Mercucio los aceptó a todos con una sonrisa amable. Adoraba ser el centro de atención y que lo consintieran. Aquella era, según él, la única ventaja de ser el protegido del príncipe de Verona.

―Su alteza pidió que fuera a visitarlo a su despacho en cuanto llegara, Señor ―le informó su paje.

Mercucio sabía que aquella petición, era en realidad un "hora". Así que se dirigió con paso tranquilo al despacho donde su padrino recibía a mercaderes y nobles de la ciudad.

Goleó la pesada puerta antes de abrirla sin más.

―Durante tres años he invertido una fortuna para que la mejor educación de Europa te convierta en un caballero digno de tu linaje. Veo que mi dinero ha sido desperdiciado ―lo recibió su padrino.

Mercucio lo miró impasible. Valentino Della Scala tenía el mismo cabello rizado, marmolado con plateadas canas, y los mismos ojos negros que él. Los mismos rasgos afilados y largos. Valentino era su padre. Mercucio lo sabía. Lo había sabido durante años. Él era un bastardo que el Príncipe había camuflado bajo el título de sobrino. El pobre niño huérfano de un familiar que él había adoptado. Las señoras de Verona siempre se conmovieron al escuchar esa historia y los hombres admiraban la generosidad de su príncipe. Nadie sospechaba que Mercucio era, en realidad, el hijo que Valentino tuvo con una sierva que había amado en secreto y murió al dar a luz al niño.

Valentino había amado con locura a aquella mujer y a su hijo, pero no podía dejar que se supiera su indecorosa relación. Y ahora debía lidiar con un joven que había consentido en demasía y que no recibía mayor responsabilidad que saber comportarse en sociedad y conseguir un matrimonio digno.

―Su alteza, me conmueve saber que me ha extrañado como yo a vos ―saludó Mercucio con una exagerada reverencia―. Oh, y veo que mi buen y querido primo está aquí también.

―Mercucio ―saludó Paris con la galantería de siempre.

Se midieron con la mirada. Pero al final Paris extendió los brazos y ambos se fundieron en un fraternal abrazo. El conde Paris incluso revolvió los risos de su pequeño primo. Y Mercucio estuvo a punto de darle un golpecito, cuando un carraspeo los interrumpió.

―No estas ayudando, Paris ―lo reprendió el príncipe.

―Lo siento, tío ―Paris soltó a Mercucio y miró apenado a su gobernante.

Solo aquel hombre podría regañar a un hombre como Paris. A sus veintiún años, el joven conde era un hombre alto y ancho que apenas entraba en su jubón; y con un largo cabello tan oscuro como el de Mercucio que siempre llevaba prolijamente atado en la nuca. Paris sería el próximo príncipe de Verona. Y ya se veía y comportaba como uno.

―Me informaron que has pasado por la casa Montesco antes de venir a tu propio hogar ―comentó el príncipe como si no fuera de importancia, pero Mercucio notó cómo apretaba la mandíbula y sus ojos negros se clavaban en él.

¿Cómo podría decirle Mercucio que la casa de sus amigos era lo más cercano a un hogar que tenía?

―Usted y mi primo me han visitado varias veces durante estos años ―se explicó con su voz más dulce. No agregó que sabía que muchas de esas visitas eran para asegurarse de que sí estaba estudiando y no de juerga. A ninguno de los dos se les ocurrió que Mercucio sabía hacer ambas cosas de manera espectacular―. Pero a mis amigos no lo he visto en tres largos años.

Su padrino lo estudió un poco más, antes de pararse.

―Justamente de eso quería hablar con ustedes dos ―les dijo. Caminó en silencio y se paró frente a la ventana. El palacio se encontraba en lo alto de una colina y desde allí se podía ver toda Verona―. Las escaramuzas entre los Montesco y Capuleto tienen cada vez menos sentido y más violencia. Una sola mirada puede causar la muerte de varios. Si esto sigue así podría terminar en una guerra.

Entonces se volteó y miró al futuro de su casa. Paris, el hijo de su hermano, sería su sucesor al trono de Verona; pero Mercucio, su niño, era el heredero de su linaje. Un día, Verona estaría en aquellas manos.

―Me temo que la presencia de ustedes dos en Verona solo puede empeorar la situación ―dijo el príncipe.

Las miradas confundidas de Paris y Mercucio se cruzaron.

―¿Qué quiere decir, tío? ―preguntó el mayor.

―No estoy ciego. Soy consciente que cada uno de ustedes ha tomado parte de esta rivalidad. Mercucio, has estado tan apegado a los Montesco desde pequeño eres tan Montesco como Della Stella. Y Paris, no creas que no sé sobre tu compromiso con Julieta Capuleto.

―¿Compromiso? ―exclamó Mercucio, mirando a su primo ―¿Con una Capuleto?

―Los Capuleto son una de las familias más antiguas de Verona y una muy respetada. Al igual que los Montesco. Pero ustedes serán los siguientes gobernantes de esta provincia...

―Paris lo será.

―Paris no puede gobernar solo. Nadie puede. Y siempre deseé que tú lo apoyaras en su gobierno, que seas su mano derecha.

Los primos se miraron y Paris le dio una sonrisa cariñosa al menor. Mercucio apenas pudo responder con una falsa réplica. Él no deseaba gobernar. No quería tener nada que ver con la política de aquella colérica provincia. Pero no reveló aquellos deseos.

―Como los siguientes gobernantes de Verona ―prosiguió el príncipe―, deben ser neutrales en esta enemistad. Su amistad con cada una de estas familias mostraría de qué parte están y ofenderá a la otra. En especial contigo, Paris. Tú eres el próximo príncipe de Verona. Si deseas desposar a una Capuleto, no tendré objeción. Pero no conviertas a los Montesco en tus enemigos.

―No pretendía hacerlo, tío ―dijo Paris con una breve reverencia.

―Bien. Porque la próxima semana será la primera cosecha del viñedo de los Montesco y tú irás en mi nombre, como representante del pueblo de Verona.

―Lo haré, tío ―respondió Paris con solemnidad. Pero Mercucio lo vio morderse el labio en un gesto nervioso. Sabía que, aunque su primo era la encarnación de la caballerosidad, también era extremadamente tímido.

―No te preocupes. Yo también iré, aunque no me inviten ―le dijo.

―Eso no lo dudo ―comentó su padrino con un suspiro de resignación―. Es bueno ver que has llegado con ansias de socializar, porque tú, Mercucio, y he de suponer que Paris también, acompañaran a los Capuleto este fin de semana a un viaje de caza.

¿Un viaje de caza con los Capuleto? Pensó Mercucio. ¿Donde todos tendrían armas que podrían dirigirse "inintencionadamente" hacia él? ¿Dónde estaría Teobaldo?

Mercucio supo que eso terminaría siendo una tragedia.


¡Hola a todos! ¡Bienvenidos a esta nueva historia. Espero que les haya gustado este primer capítulo.

Si es así, déjenmelo saber en los comentarios. Y síganme en mis redes sociales que ahí subo avisos y adelantos de mis novelas, especialmente en mi twitter donde lloriqueo durante mi proceso de escritura.

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