002 | Dolor estomacal

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Z Í A

El abuelo siempre había sido honesto conmigo sin importar qué.

Era una de las cosas que más me gustaba de él, su sinceridad. Además de las galletas de chocolate que solía preparar los fines de semana a escondidas de mamá. Eran deliciosas y justo ahora desearía poder comerme alguna.

Me advirtió un montón de veces que cuando ese momento llegara no debía sentirme ansiosa, a pesar de que no sabía lo que significaba. Me aconsejó que no debía sentirme nerviosa, entrar en pánico y mucho menos llorar; que a pesar de que la escuela fuera un dolor en el... Trasero,  —sí, eso dijo —pasaría buenos momentos ahí. También se molestó en recordarme como siempre lo fuerte, inteligente y talentosa que era, además de aclararme que la primaria no era muy diferente al jardín de niños, que no era nada de otro mundo, que no me preocupara, que estaría bien... Eso dijo.

Pero justo cuando mis pies pisaron la entrada de nuestro destino, empecé a dudarlo y una vez más sentí el estómago revuelto.

El abuelo no podría mentirme, o al menos eso creía. Con ese pensamiento y mucha curiosidad por lo que se avecinaba llegamos esa fría mañana de septiembre a nuestro destino: la primaria. Mientras observaba esa mañana el pequeño edificio de ventanas grandes decoradas con cortinas de diversos colores, los niños de diferentes tamaños y rasgos corretear de un lado a otro con sus respectivos uniformes —similares al que llevaba puesto —sobre los jardines del lugar, aún sosteniendo su mano con fuerza: lo único que sentí fue algo similar a un dolor estomacal.

Esos que te dan cuando comes demasiadas galletas, los mismos que fingía sufrir el abuelo cada vez que debía realizar las comprar los días viernes.

De pronto, quise irme a casa y en eso fue en lo único que pensé los minutos que siguieron pero a pesar de ello, no me moví ni siquiera un poco.

Mis ganas de huir disminuyeron tan rápido como llegaron; en un par de segundos en cuanto él abuelo me devolvió el apretón de manos con cariño. Inhalé y me dediqué a observar más lentamente el lugar, era lindo,  colorido. Pero toda tranquilidad se dispersó nuevamente cuando noté que una señorita uniformada que anteriormente se encontraba muy distraída cerca de la puerta principal chequeando su teléfono, empezó a caminar hacía nosotros.

Mi respiración se agitó como si hubiese corrido una maratón y los nervios jugaron en mi contra otra vez, no pude moverme y la sensación de picazón en mis manos reapareció.

Pude, incluso, por un momento escuchar los latidos de mi corazón.

Era alta, tanto como mamá, caminaba hacía nosotros con una sonrisa sobre sus zapatos altos y por un momento creí que se trataba de la misma persona, pero no. No tenía el cabello de un rubio opaco, si no de un color chocolate, brillante similar al mío.

—¡Hola! —Saludó con lo que reconocí como alegría cuando estuvo a pocos pasos de nosotros, algo que sin duda le faltaba a mamá. Su voz sólo logró ponerme aún más nerviosa. —Tú seguramente debes ser la dulce Zía, tu abuelo nos ha hablado mucho de tí, ¿quieres acompañarme?

Su monólogo fue rápido, como si mis nervios se le hubieran contagiado.

No pude evitarlo, la desconfianza creció en mí en un santiamén haciendo que me acercara más al abuelo, apreté su mano otra vez de manera insconsiente, a la vez que negaba con la cabeza rápidamente.

Quisiera pedirte perdón  | PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora