1. Amigo de un famoso

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19 de octubre, 2018.

Maldecí interiormente.

¿No podía transcurrir un solo día en el que despertara gracias a mi alarma? O en todo caso: ¿Un solo día en el que me despertara por voluntad propia y no gracias a los gritos de mi hermana?

—¡Apresúrate, Olivia!

—¡No encuentro a Daisy, papá!

Entreabrí un ojo. La niña correteaba toda la habitación mientras escaneaba todo a su paso. Me senté en la cama, estirándome un poco y bostezando.

—Adivinaré. —Me tallé un ojo—. Perdiste a Daisy otra vez.

Una expresión de angustia decoró su rostro.

—¡La dejé en mi armario!

—Claramente no lo hiciste si ahora no está, Olivia.

Sus ojos azules escrutaron el dormitorio que compartíamos otra vez. El labio inferior comenzó a temblarle y formó aquel mohín tristón que siempre la había ayudado a conseguir lo quería.

—Ayúdame a encontrarla, ¿sí?

Resoplé. No iba a intentar negarme. Me terminaría convenciendo de todas formas.

—Será la última vez que lo haga, ¿bien? Ya hay que encontrarle un lugar fijo a esa muñeca.

Dio saltitos en su lugar.

—Lo haré, lo prometo.

Rodando los ojos por la promesa que sabía que no cumpliría, me levanté de la cama. Tras varios minutos de búsqueda en cada rincón del reducido dormitorio... ¡Bingo! La muñeca de trapo apareció detrás de nuestro tocador. Su rostro se iluminó cuando se la entregué.

—¡Gracias, Allie! —Abrazó mis piernas con prisa—. Papá está esperando por mí, nos vemos. ¡Te quiero! —gritó, saliendo como un rayo por la puerta.

—Y yo a ti —murmuré.

No me agradaba despertar de esta forma todas las mañanas, pero era el precio a pagar de tener una hermana de cinco años revoltosa, necia y demasiado ingeniosa para su propio bien.

El primer grito vino de nuestro padre, Henry, apurándola porque iba a llegar tarde al taller y antes debía dejarla en la escuela. Vivíamos con él en un condominio de apartamentos. El piso era pequeño, su sueldo como mecánico no podía sustentar uno mejor, pero lo hacíamos funcionar. Al fin y al cabo, solo éramos nosotros tres. Mi madre se largó cinco años atrás, pocos meses después de que naciera Olivia.

Revolví mi cabello al sentir mi sueño esfumarse y decidí tomar una ducha. Recordarla no era de mis actividades favoritas.

Con solo trece años, cuidar a la bebé de apenas cinco meses fue mi trabajo cuando se marchó. Mi padre estuvo tan ensimismado en sí mismo y en su dolor durante meses, que todo el peso cayó sobre mí. Olivia era la niña más llorona del mundo y en muchas ocasiones, cuando no sabía qué hacer, terminaba acompañándola. A ese tiempo lo apodé como: Los meses en los que la vida me mostró lo miserable que podía ser.

Mis hombros se relajaron cuando el agua caliente cayó sobre ellos. Vendería mi alma por permanecer bajo este grifo todo el día.

(...)

Mi zapato tamborileaba la acera frente a mi edificio. Si Stella no saparecía en menos de cinco minutos, era muy probable que traspasara el concreto.

Odiaba llegar tarde a clases.

Era una lástima que de las dos, la que acostumbraba a llegar tarde a todas partes fuera la que tenga auto.

Cinco minutos más tarde, el auto rojo estuvo frente a mí. No demoré en adentrarme al asiento de copiloto.

Un giro inesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora