Capítulo 33 - La plaga de langostas

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La verdad sea dicha, no estábamos tan lejos de la carpa. En cosa así de un cuarto de hora podríamos llegar sin problemas desde el bar que acabábamos de abandonar a la base principal de los Lobos en Medand.

Sin embargo, la situación había cambiado con el paso del tiempo. Decidme qué no...

Ya nos lo habían advertido: Abaddon había dejado de ser simple id descontrolado para pasar a ser ego. De hecho, en algunos casos había adquirido tanta conciencia de sí mismo, que ya no se distinguía de un ser humano. Al menos, a nivel mental.

La zona rural de Medand ya estaba limpia de los pedazos más peligrosos de esa peste, si eso, el único capaz de causar algo grave, a la larga, sería Den y él ya estaba bastante ocupado. Los aledaños del pueblo estaban por completo vacíos. Sin duda, allí es donde los Lobos más se habían ensañado los últimos días y, por ello, esa zona ya no tenía el menor escondite para las muchas langostas. La carpa, por descontado, sólo tenía varios millares de trozos bien domados bajo el puño de hierro de quien había sido su ama hasta el momento: Dijuana Luciferi Lupus Anomen.

Ergo, lo que nos queda es el mismo pueblo. Un pueblo que teníamos que atravesar y que estaba dominado desde los adoquines hasta los pararrayos por los fragmentos de Abaddon más belicosos. No importaba qué camino eligiéramos, ni la estrategia que ideara, ni el tiempo que esperáramos: no podíamos pasar por allí sin dar batalla a los agresivos restos más evolucionados del engendro.

¿Y por qué estaban allí? ¿Por qué a una Loba como Anaissa la dejaban pasar pacíficamente y a nosotros nos iban a matar?

La respuesta se encontraba en las manos de Bellatrix. La hoz mancillada, nuestro comodín contra los Lobos de Lucifer que se habían jurado acabar con nosotros, era algo que el núcleo cada vez más cohesionado de Abaddon no podía pasar por alto. Podría ignorar a Den hasta cierto punto, se olvidaría de un pez tan pequeño como Anaissa pero no sería capaz de dejar ir un regalo caído del cielo como el que llevábamos nosotros dos.

¿Por qué? El hecho de que el núcleo más inteligente de Abaddon se encontrara cerca de aquellos que querían capturarlos es una pista. Los fragmentos del monstruo sabían que no podrían huir eternamente de los Lobos y de su terrible señora, por lo que tenían planeada una ofensiva final contra ella. La verdad, serían un aliado enorme para nuestro propósito pero, por desgracia, con un Abaddon tan inteligente y centrado en vencer a Dijuana por sus propios medios, sólo nos quedaba demostrar que nosotros éramos más fuertes y dominarlos a sangre y fuego.

Ya conocía el resultado de toda la batalla y no tenía miedo. Bellatrix notaba mi desapego y trataba de imitarme. Sin embargo, no podía evitar la tensión pues, una vez entramos en la calle principal, con la carpa a apenas un kilómetro de nosotros, sintió toda clase de miradas sobre ella, sobre su mano y sobre su herramienta a la que trataba como tal. Notaba que, por la actitud que tenía hacia su arma, era despreciada. Sentía que, por forzar a parte de Abaddon a reducirse a menos de un ser vivo de pleno derecho, a ser un objeto, ahora era el centro de todas las iras; que por darle un propósito instrumental, ahora ella sufriría las consecuencias de lo que fue, en realidad, una decisión mía.

Yo estaba tranquilo porque no notaba nada. Bellatrix estaba nerviosa porque más de noventa miradas sólo deseaban matarla tras humillarla y torturarla; "como ella había hecho con parte de sí mismo". Ya sabíamos que nuestra hoz tenía todo nuestro respeto, pero lo que nos acechaba opinaba de otra forma.

No fue necesario avisar a Bellatrix de que nos esperaba mucha hostilidad. Y menos aún, cuándo le caerían los ataques encima. Cuando llegué a tener un segundo para decirle que le iban a atacar siete poderosos fragmentos de Abaddon desde una alcantarilla cercana, ella ya los había segado y absorbido en su herramienta. Abaddon pelearía contra Dijuana, sí, pero no sería como una entidad dividida en decenas de partes independientes sino en forma de simple y útil instrumento. Me habría encantado respetar sus deseos, pero aquí se impuso el egoísmo colectivo de las negruras ahora casi invisibles que nos rodeaban.

A simple vista, la calle no había cambiado en nada; pero gracias a nuestra mirada despierta, la presencia de nuestro enemigo destacaba como si viéramos neones en la negrura de la noche. El último muro que nos íbamos a encontrar antes de llegar a los Lobos era éste e iba a resistir durante horas. La recta no era tan larga, pero estaba alimentada por muchas presencias atrincheradas en las calles laterales, lugares en los que, desde que los Lobos se retiraran a su base, habían proliferado esos engendros.

Muchos de ellos eran vecinos nuestros que supieron mantenerse fuera de la vista de los Lobos; otros, los menos, eran los que aprendieron a sobrevivir por la fuerza, imponiéndose a los Lobos más débiles y, finalmente, unos pocos, menos inteligentes, eran los que trabajaban obedientes para aquellos con más voluntad.

Aunque, al final, todos se caracterizaban por la misma característica: acababan hechos pedazos.

Avanzábamos cuando lo que había en la calle era abarcable para Bellatrix. Gracias a su buen olfato, que percibía las intenciones de esos engendros, no sufrió ni un rasguño. Nos deteníamos cuando las negruras preparaban emboscadas. Retrocedíamos, cautos, cuando las circunstancias lo exigían y, como si tal cosa, nos contábamos chistes cuando mi hierática compañera debía tomarse un respiro. Y así, durante más de cuatro horas.

—Me alegro de haber convertido a Abaddon en una hoz —me comentó entre masacre y masacre, mientras dejaba que el aire de la calle secara su ya llamativo sudor—. Todo esto me recuerda a cuando me toca recortar los setos de mi casa: el trabajo nunca parece terminar.

—De haber sido yo, le habría dado forma de pala —si nunca habéis arado un campo, tendréis que saber que, de no disponer de la maquinaria necesaria, tenéis que darle unas cuantas paladas al campo antes de arar propiamente. Y, ¿adivináis a quién le tocaba en mi casa ser el portador del plano trozo de hierro? Bingo—. En el fondo, no es tan duro, ¿verdad?

—He hecho cosas más agotadoras durante mi vida —suspiró y se estiró, a la vista de que una nueva oleada se acercaba impaciente—. Aunque cansa más el notar que hay tanta gente que quiere matarme a la vez —se levantó y asió su arma, una que, a medida que había ido devorando más y más fragmentos de Abaddon, cambiaba a peor, con un aspecto cada vez más herético y horrendo. Los ojos, al principio simples dibujos de herrumbre, ahora eran ojos de verdad, orgánicos y deseosos de nuevas presas que rebanar; el hierro había pasado de ser frío a ser de una calidez innatural y, lo peor, el interior del filo, que había dejado de ser el simple y fino, a ser una larga ristra de dientes rojizos que, ansiosos, babeaban una extraña mezcla rojiza que evocaba la imagen de la sangre. Pero, a pesar de todo, ese mancillamiento se limitaba a la hoz: nunca sobrepasaba el mango y no se adentraba en la carne de Bellatrix—. Algunos, incluso, aún conservan la conciencia suficiente como para recordar quién soy y lo que representaba para sus vidas —rio con amargura—. Pues bien, si tanto me odian, seré obsequiosa.

Yo lo veía todo como un mero espectador. No tenía por qué inmiscuirme personalmente en esto, incluso cuando vi que mi callada compañera arramplaba incluso con mis padres. No sentí pena, lo mismo que ella, cuando sin dudarlo ni un segundo, acabó con los suyos propios. Los Lobos iban a resucitarlos. ¿Qué más daba? Todo esto era una larga pesadilla de la que no podíamos despertar.

Cuando ella sufría un arañazo, yo lo sentía igual que ella. Cuando alguien se le acercaba con la más básica y terrible intención, yo estaba con ella en el sentimiento. En el momento en el que se enfrentó a sus padres transformados en un engendro sólo reconocible para mí, sentí cierta piedad por ella. Cuando ella reconoció a los míos, tuvo la suficiente consideración de acabar con ellos en un instante, antes de sentir ningún dolor.

Pero, en el fondo, no nos importábamos mucho el uno al otro. No pasábamos de apoyos mutuos porque, llegado el día, no sabríamos ser amigos de esa otra persona tan especial. Sólo deseábamos acabar con todo esto cuanto antes.

Ella sólo quería llegar a su vitalicio retiro eremita. Envidiaba su disposición ante el silencio.

Yo sólo quería seguir viviendo. Quizá volver a ver a Anaissa, ya liberada del yugo de Dijuana, y poco más.

Pero eso sería cuando llegara el momento.

Aunque, en ese instante, tras más de seis horas de pelea continuada, en la que apenas nos dimos un par de respiros y bebimos dos o tres tragos de agua, ya logramos dar el primer paso para alcanzar nuestros objetivos: un pueblo liberado de todas las más grandes langostas de Abaddon; un arma tan mancillada que en poco o nada se parecía a una hoz y dos personas que, de una forma u otra, habían adquirido experiencia de combate por la vía más dura.

Y, con todo, aún nos quedabaun largo camino que recorrer.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora