Capítulo 25 - Una simple herramienta

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Sin necesidad de que mi hiperactiva mente me indicara nada, ya sabía que se me había acabado la paz en todos los sentidos. Nothiss no volvería a ayudarme, al menos, no de forma tan flagrante; me había asegurado los odios de Anaissa, por poco que ella mereciera semejante tratamiento; y Bellatrix se había encargado de lanzarnos a todos los Lobos presentes, ciento ocho presencias extraordinariamente poderosas que podían convertir en un infierno la vida de cualquier persona, contra nosotros dos.

Por suerte, ahora que estaba en el mismo lugar donde Anaissa me había capturado, sabía que, por suerte, ya no tendría que volver a preocuparme por las miles de langostas de Abaddon esparcidas por Medand.

—De veras, chico, me alegro más que nadie de que sólo quieras ser una vulgar herramienta —le comenté a la barra de hierro con la que tantos perfectos cortes había asestado en estos tiempos de peligro—. ¿Es que nunca deseaste ser otra cosa aparte de algo que me solucionara todos mis problemas? —como si le hablara a un viejo amigo, salí de la casa con el cortafríos en la mano, en busca de más restos de Abaddon—. ¿O es que, en tu inmensa sabiduría como barra de hierro, has concluido que no necesitas más para sentirte completo? Porque, no me engañas: sé que piensas y, por lo tanto, sé que sientes —encaminé mis pasos en dirección a la carretera principal que me llevaría de vuelta al pueblo—. Podría intuir cómo un simple cacho de hierro como tú puede sentir nada o cómo puede almacenar la información de mis palabras sin poseer un cerebro. Pero paso. Seguro que incluso las herramientas tienen sus secretos. E, intuyo, eso es algo en lo que no quieres que escarbe.

>>Y me parece bien. Quiero llevarme bien contigo, barrita de hierro de filo imposible. Si con eso tengo que dejar de conocer algún detalle de ti, así sea. Quiero caerte bien porque voy a necesitar que me hagas mucho trabajo sucio... ya sabes, típicas tareas de herramientas: cortar, golpear, tallar, serrar, sostener... —dos individuos aparecieron en uno de los recodos del camino arbolado que recorría. No eran figuras negras y asquerosas; eran excéntricas y llamativas. Lobos—. O matar. Yo te guiaré y tú, en fin, sabrás lo que toca en cada momento —los dos individuos no tardaron en darse cuenta de que estaba allí y que yo no era uno de los suyos—. A cambio intentaré hacer de ti la más flexible de todas las herramientas, para que no exista trabajador, profesional o simple superviviente que no aprecie objeto tan útil como tú —uno blandió una larga espada de doble filo y el otro se quedó atrás, dudando tanto de que fuese necesario matarme, como de que su presencia fuese necesaria para reducirme ahora que su compañero se acercaba a mí, espadón en ristre—. Si me preguntas si soy un buen espadachín, te responderé que no tengo ni idea de cómo medirme con alguien como ese tipo que quiere matarme —el hombre de la espada se acercó, parsimonioso, a mí y me señaló el rostro con la punta de su arma. Supongo que me dijo algo pero, en el fondo, me importaban un bledo sus órdenes—. Pero, con el tiempo que llevo teniendo estas raras intuiciones, no dudarás que sabré defenderme —llegué a la altura de quien me amenazaba, adelanté mi simple barra de hierro y, con delicadeza, acaricié hierro contra hierro, la bastedad de mi hierro contra la frialdad acerada del suyo. Por supuesto, el filo imposible de mi arma hizo el resto: corté longitudinalmente esa obra de arte de herrería que tenía delante de mí con el feo pedazo romo de metal—. No importa que no sepa qué significa Capo Ferro, Verdadera Destreza o Agrippa —a pesar del corte, la mitad de la espada de mi ahora turbado adversario seguía sirviendo a su propósito, uno que quiso hacer efectivo—. No importa que no tenga idea de paradas, respuestas o estramazones —el tajo que me llegaba por detrás de la cabeza chocó de lleno con mi herramienta. La espada rebotó con fuerza contra una barra de hierro que ya no cortaba por mi fuerza de voluntad. De hecho, no sólo paró el filo, sino que lo quebró, no tanto por la fuerza de los brazos del Lobo, sino por la misma dureza antinatural de ese trozo de Abaddon que portaba en mi mano—. No importa, porque sé lo que va a ocurrir en cada momento —el Lobo no cejó y trató de asestarme aunque fuese un arañazo con su arma rota—. Porque sé utilizar cuanto hay a mi alrededor para cumplir mis propósitos —a sabiendas de cuál sería la trayectoria del ataque, me incliné hacia un lado, finté un par de veces y logré que mi adversario trastabillara hacia delante, poniéndose al alcance de mi insidiosa bota, que le envió, vía zancadilla, de bruces contra el suelo—. Y para lo que yo no sepa controlar, en fin, ya estás tú, chavalete —el otro Lobo, tras ver con cuánta parsimonia me deshice de su compañero, llevó sus manos hacia la pistola ametralladora que llevaba colgada del hombro y me apuntó. De nuevo, me dijo algo. Quizá me gritó, pero lo que sí sé es que no me dio tiempo a contestar: una andanada de treinta balas voló hacia mí. Un cargador entero, algo que habría matado a cualquier humano normal como yo. Pero no era fácil matarme cuando tenía en mis manos el mejor de todos los escudos, uno que comprendía la situación en todo momento y que cambiaba de acuerdo a tales necesidades—. Pero, creo que tú y yo sabemos que no estás en la mejor forma —la barra de hierro se había expandido en todas direcciones, cual si fuese un pequeño arbolillo y había recogido al vuelo todas las balas que trataron de tocar mi cuerpo—. Antes de dos días necesitarás estar en plena forma para evitar que tu vieja jefa te recupere. Porque, algo me dice, tú quieres quedarte conmigo, ¿no es así? —sin que se lo hubiera ordenado, las muchas ramificaciones de la barra de hierro se movieron violentamente y devolvieron al asaltatante todos los pedazos de plomo a la misma velocidad que habían llegado hasta mí—. Pues eso, que tenemos que recuperar todos los pedazos de tu cuerpo que podamos antes de que estos menganos recuperen todo lo que necesitamos para hacerles frente —lo mismo que yo ignoraba lo que ese par me estaba diciendo, ellos tampoco atendían a lo que yo andaba murmurando a mi herramienta. Sin embargo, no por fin, empezamos a entendernos mutuamente cuando apunté con la punta del cortafríos al Lobo que acababa de levantarse del suelo y contemplaba, asombrado, cómo había matado a tiros a uno de los suyos con una simple barra de hierro.

>>Dile a tu jefa que tiene dos días para pensar cómo hacerme frente —ordené con firmeza al que ahora dudaba si era sensato levantarse—. Si no nos va a dejar escapar, pues de acuerdo, no huiremos. Ahora pelearemos. Y ganaremos. No dejaré que esa del pellejo gris me diga cómo tengo que vivir mi vida o cómo he de morir —aún algo confuso, el Lobo no se dio cuenta de que alzaba ligeramente la barra mancillada. Sólo apreció este detalle cuando la volví a bajar, principalmente, porque, al mismo tiempo, cayó su brazo izquierdo—. Sé de sobras que es una temeridad. Ahora corre. Tu compañero volverá contigo en un par de días.

Me callé el hecho de que quería que Anaissa dirigiera las posibles patrullas que tratarían de darme alcance aunque tampoco hacía falta que lo solicitara: ella se prestaría voluntaria de forma muy expeditiva y, seguro, la siguiente Loba que me encontraría sería esa bella dama de los velos, con ganas de cortarme algo más íntimo que la cabeza.

Reí ante la perspectiva de reencontrarme con ella, con un ataque de ira muy razonable y pocas ganas de escuchar excusas que no pensaba inventarme. Me imaginé muchas cosas, lo que podría o no ocurrir pero, al final, fue mi intuición la que me indicó cuáles serían las consecuencias de todas mis decisiones. Y era gracioso hasta el punto de que me arrancaba carcajadas.

Hasta ese momento, buscaría más pedazos de Abaddon que añadir a mi herramienta. Como comenté, era la mejor, pero aún le quedaba mucho para sobreponerse a lo que ya habían reunido los Lobos. Ya no me hacía falta Bellatrix para combatir contra los mancillados.

Iba a combatir el fuego con más fuego.

Aunque fuese a cambio deavivar mucho más la llamarada.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora