Capítulo 28 - El peón

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—Curiosas pintas —comenté una vez salimos del círculo vacío decreado por Anaissa. Tampoco se me ocurría nada mejor que decir para romper el silencio entre nosotros dos.

—Es lo mejor para lo que está por venir, digo yo —nunca antes la había visto con semejante vestuario, y eso que a Bellatrix le gustaba destacar por lo muy neutra que era—. Fui a buscar algún arma útil a la casa de mi tío y, ya que estaba, le cogí el uniforme. Perdí un buen rato ajustándolo para mi talla, pero sigue siendo más cómodo y resistente que los vaqueros de antes.

—Vamos, que, como yo, ya no vas a intentar huir.

—Voy a intentar huir, como tú. Hacia delante, pero huir, de todos modos.

—Y, para eso, has venido a por mí porque...

—...porque eres mi igual. El último que me queda en este pueblo, al menos. Además, resultas útil con tus intuiciones. Espero que yo te sea útil a cambio.

Callé un par se segundos, no por las complicaciones del camino en el que nos habíamos introducido, sino por algo más grave, algo que ella notó a los pocos segundos.

—¿A qué viene esa congoja?

—Es altamente probable que no salgas viva de ésta, incluso si estás conmigo —no merecía la pena ocultarle nada: ella siempre notaría que le estaba escondiendo algún detalle.

—¿Y no estás pensando un plan para remediarlo? —no sonaba molesta sino sorprendida.

—Si te disparan y ves la bala a medio metro de tu cabeza, ¿cómo reaccionarías? Lo quieras o no, con esa salida de tono que tuviste con Dijuana, no tengo mucho margen de maniobra —casi parecía un reproche, pero es que no había otra forma de decirlo—. De todas formas, en mi mano tengo la única cosa con la que podríamos negociar que salgas con vida —alcé la barra de hierro y ella comprendió de inmediato—. Es altamente probable que mueras, igualmente.

—¿Y tú?

—Aún estoy calculando, pero es muy probable que no tengas que esperar mucho por mí. Si es matar a Lobos, la mayor parte no me dan problemas. Pero ya Nothiss, ya Anaissa, ya la misma Dijuana están hechas de una pasta muy diferente.

—Eso sin contar al tuerto ese, Parcuelso.

—Ya... —suspiré, hastiado—. Tendrás que dejarme uno de tus cuchillos para cuando me toque pelear contra él. Con esto —levanté de nuevo la barra de hierro— no podré hacerle nada.

—¿Y sí con uno de los míos?

—Te sorprendería cuánto puede bajar uno la guardia cuando el arma es diferente... y te tomas con muy buen humor el que vayas a morir.

—Será porque para ti no es diferente. O quizá, porque incluso yo noto que no me dijiste toda la verdad cuando lo mencionaste.

—Si sientes lo que yo ahora mismo, verás que...

—No te confundas —me interrumpió—. Sí, lo sabes, pero no te lo crees del todo —salimos a un camino y nos encaminamos hacia el pueblo—. Ya sólo por eso arriesgaré todo lo posible.

Caminamos hasta llegar a una bifurcación que nos llevaría, de nuevo, a la zona rural de Medand. Callados, cada uno inmerso en sus propios asuntos.

Ella, sin palabras, sin ningún movimiento extraño, en una quietud y tranquilidad gélidas, practicaba mentalmente cientos de posibles movimientos. Ninguno de ellos era raro, ninguno era espectacular, todos tan pragmáticos como la ropa que llevaba puesta. Todos sus pensamientos se reducían a "un ataque, un muerto". No me convenía molestarla ahora.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora