Capítulo 4 - Una simple partida de ajedrez

4 1 0
                                    

Durante la cena me relataron la clase de horrores y maravillas del extraño complejo de carpas que esa extraña gente había montado a lo largo de las aceras de la carretera general y, sí, era cierto, allí podía ver lo extraordinario en cada esquina. Saltimbanquis saltando de carpa en carpa mientras hacían imposibles equilibrios en los cables de la luz que colgaban sobre la calle; malabaristas que se pasaban pelotas, anillos, sombreros, varas y calaveras de plástico con una coordinación inhumana; acróbatas que parecían volar con sus imposibles movimientos; prestidigitadores que tan pronto hacían aparecer un conejo de sus chisteras como hacían florecer y marchitarse todas las plantas a la vista; tragafuegos que exhalaban alientos llameantes del color del arco iris; cocineros de delicias de colores, forma y, casi seguro, sabores irreales...

...no tengo palabras para describir lo impresionante de cuanto encontré. No me culpéis: Es que eran tantas cosas que no me veo capaz de relatar todo lo que mis ojos encontraron, mis oídos captaron y mis fosas nasales apreciaron en tan exiguo espacio. Es que no hay espacio para ello. Era una explosión de colores, movimientos, imposibles, ruidos, música, aromas deliciosos, gritos, alborozo y desorden en improbable armonía.

Y, sin embargo, no pude dejar de notar que había muy poca gente allí. Cierto: a la vista me encontraba con al menos una decena y media de artistas de ese circo, pero apenas nadie más. Era casi el único lugareño en mitad de la calle, mientras buscaba a alguno de mis amigotes que, seguro, andaría cerca. O, al menos, eso quería pensar mientras venía hacia Medand.

Vagué un buen rato en busca de cualquier cara conocida. Al cabo de un rato, vagué tras cualquier clase de cara. Quiero decir, sí, allí estaban los del circo pero no podía verles los rostros. Inquietantes no eran; de hecho, daban un poco de risa pero, de todas formas, no había forma de verles el rostro: todos iban enmascarados de una forma u otra. Máscaras de papel maché, antifaces góticos, maquillajes tan excesivos que contaban como máscaras per se, látex, capuchas, máscaras de cuero, caretas de plástico, vulgares trozos de cartulina con motivos cómicos, grandes y espectaculares tallas de madera negra como el ébano, tupidas y gigantescas pelucas... incluso vi a un par con complicados y vistosos diseños sobre porcelana. Lo que veía no podía ser más variado: desde la máscara de madera de uno de los saltimbanquis que lucía la guisa de un zorro sereno; hasta un antifaz negro y escarlata con forma de mariposa de una malabarista que hacía volar enormes mazos.

Me medio rendí al cabo de un cuarto de hora. Me apoyé en una pared y reflexioné acerca de lo que veía y no comprendía. No necesitaba ser un genio para apreciar algo muy raro: aparte de los pequeños puestos de comida rápida que habían traído consigo, esos espectáculos no precisaban de entrada para poder ser contemplados por nadie. ¿Qué ganaban con semejante despliegue? Esos disfraces, esas actuaciones, todo el equipo, el transporte, los mismos empleados... nada de eso podía ser gratis. De algún lugar tenían que sacar el dinero para mantenerse a flote.

Y, justo estaba meditando esto, cuando escuché el rugido de un invisible público llegar desde el final de la carretera general. Tras acechar media tarde, mi presa, al fin, daba señales de vida.

Caminé raudo hacia el lugar donde se levantaba tanta conmoción y me encontré una carpa algo más grande que el resto. En su interior, muchos de mis conciudadanos estaban observando algo con suma atención. Enseguida comprendí por qué:

La dama del ajedrez

Venza a nuestra campeona y gane el doble del bote

Esto lucía el letrero sobre la entrada. A la derecha me encontré un pequeño panel en el que se explicaban las normas de ese juego:

1- No se harán trampas.

2- Se puede ayudar al jugador pagando un 10% más de su apuesta inicial.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora