Capítulo 26 - El mejor aliado

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Ya he hablado alguna vez acerca del aspecto de Medand antes de que todo este asunto de Abaddon comenzara a trastocarlo todo. Siempre tan bonito a su rústica manera, tan elegante y divertido a la mínima que supieras explotar las posibilidades de todo ese espacio abierto, los caminos, los árboles, las colinas y los amigos. En fin, todos sabemos que nada de esto existe ya y que esos buenos tiempos pasados no van a volver durante una larga temporada.

Ya os he descrito por encima cómo era el aberrante Medand mancillado por los restos de ese monstruo. Con esquinas que podrían literalmente cortarte, farolas que podrían agacharse para devorar tu cabeza, ortigas con espinas largas como lanzas y amigos que, bueno, muy amigos no son cuando todo lo que quieren es asfixiarte para los restos porque tu piel no es del tono de rosa adecuado.

Luego está lo que dejaron los Lobos tras de sí: un orden irreal, un pueblo tan pueblo que no lo reconoces como pueblo. Un lugar tan "normal" que, de inmediato, pasas a "saber" (no creer) que algo muy raro ha pasado. No voy a negar lo buenos albañiles que son los Lobos. Por lo poco que intuí de ellos, la construcción es una más de sus costumbres y, como tal, ya la tienen cultivada hasta una maestría inhumana.

Yo, poco después de cargarme a ese par de advenedizos, no me encontraba en el Medand pasado; ni en el infernal, ni en el demasiado normal para que fuese normal. Me encontraba en un lugar en el que me había creado unos cuantos aliados.

En principio, era una simple arboleda más en la falda del monte. Unos robles aquí, unas hayas por allá, algún que otro pino distraído entre ellos y muy pocos arbustos que molestaran a mis piernas. Un lugar precioso para perderse en una tarde de domingo en la que no tienes otra cosa que hacer, al que llevar a una chica si requieres de intimidad o donde buscar algún rico níscalo en las tardes de otoño.

Pero, cuando llegué, tal lugar estaba infestado por la negrura de Abaddon. Ojos en cada deformación de las cortezas, bocas que exigían comida en cada grieta, ramas más tentaculares que fibrosas y, en general, la oscuridad que aterraría al más talludito. La verdad, no tenía la menor idea de lo que deseaban todos esos árboles para acabar con una apariencia tan animal, pero eso importó poco una vez llegué allá.

Imaginaba qué pretendían los Lobos una vez terminaran con toda esa vegetación: resucitar todos esos árboles como si nada hubiera pasado y cubrir todos los desperfectos causados por la más que probable pelea contra esos engendros. Y no cubrir de cualquier manera, sino con tanta habilidad que cualquier turista de tres al cuarto podría sacar una foto de portada de revista sin tener ni pajolera idea de fotografía.

Lo que yo dejé a mi paso, decenas de árboles cercenados en todas direcciones. Pero no engendros negros, sino troncos caídos normales. Lo único anormal, la limpieza de los cortes que habían derribado a tantos gigantes centenarios. No soy tan abraza-árboles como para sentir pena por un simple árbol enfermo, pero una parte de mí se alegró de haber liberado a esos seres vivos de la influencia de ese id descontrolado aunque fuese a costa de sus talas.

Lo importante no era quién vivía o moría, de todas formas. En mi mano seguía sosteniendo la simple barra de hierro que, de forma tan oportuna, había caído en mis manos. Pero ahora era algo diferente.

No penséis en aberraciones tan pronto, chavales: seguía siendo la misma barra de hierro de corte hexagonal con la punta afilada y medio oxidada con la que empecé a sentir un temeroso respeto hacia ese engendro. Sin embargo, ahora que en su interior bullían al menos ciento treinta fragmentos de la conciencia del monstruo original, ya podía decir que "era diferente".

Cortar, lo que se dice cortar, seguro que cortaba igual que antes. Pero no era por su irreal capacidad de corte por lo que había reunido a tantos trozos en tan poco espacio. Mi plan era más simple: poner a Abaddon de mi lado.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora