Capítulo 23 - Dijuana y Bellatrix

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Llegó el momento en el que las palabras pasaron a segundo término, el instante en el que ya "nos conocíamos mejor", para pasar a asuntos un tanto más placenteros.

Anaissa se puso cómoda, esto es, jugó al límite de lo que le permitía tanto sus normas así como yo, y me rodeó con un brazo, tanteó mi cuerpo, acarició mi ropa y acercó sus dedos a los botones... como nada dije, ella no cambió de posición. Pero no fue porque no molestara (que no me molestaba), sino porque me concentraba en saber lo que ocurría lejos, más allá de ese zulo cuya localización, imaginaba, era imposible de alcanzar por simples medios humanos.

Lo primero que deduje fue lo que haría mi carcelera, aunque no me hacía falta alguna tirar de mi omnisciente intuición: sólo con mirar dónde estaba su mano, ya conocía todas las respuestas. Eran evidentes.

Inmediatamente después, calculé si le iba a dar tiempo a cumplir con sus planes antes de que Nothiss, ya alertada de mi desaparición y en camino hacia ese zulo, llegara allí y me liberara. Estaba seguro de que, una vez abriera una salida, me preguntaría si realmente deseaba que me dejara libre.

Una vez vi que habría sitio tanto para mis planes como para los suyos, suspiré, di carta blanca a mi ávida carcelera y me concentré, por fin, en lo que realmente me preocupaba.

A mi mente llegaron imágenes, "recuerdos", como quien dice, de lo que ocurría en cierto claro del bosque en el que alguna vez había recogido madera para mis ya casi olvidadas tallas. En el centro, sobre el tocón negro y podrido de un árbol cortado mucho antes de que yo apreciara la gubia más que el balón, reposaba Bellatrix, expectante, nerviosa e intranquila. Y con razón: ella sentía cualquier sentimiento, las reacciones de los seres vivos ante los cambios, las emociones incomprensibles de los humanos, las más que racionales de los animales, las simples de los insectos y bichos que se arrastraban a sus pies e incluso las arcanas de toda la vegetación que la rodeaba.

Pero había un vacío que no podía comprender, uno que sentía acercarse desde que despertara en mitad de la noche, un "algo" de nombre "Dijuana" que caminaba hacia ella. Algo que, parsimonioso, cerraba distancias con una clara intención.

Bellatrix la esperaba.

Dijuana quería verla.

Y, al fin, la gran jefa de quien se entretenía con mi cuerpo, apareció delante de quien aguardaba paciente desde hacía horas.

En muchas de mis intuiciones ya había visto el rostro de Dijuana. Piel gris, salpicado de trazos dorados entre los que destacaban sus amplios labios brillantes, cabellos negros con otra difusa colección de trazos y manchas áureas, camisa con chorreras, pantalones negros, botas oscuras de punta fina y, rematando todo el conjunto, su capa de viaje negra y la larga lanza en su mano, una que nunca tenía reparos en utilizar. Una que ya había usado más de treinta veces desde que entrara en Medand y que no tenía planes de dejar de usar incluso ahora que estaba delante de su objetivo.

—Déjame adivinar, ¿te llamas Bellatrix?

—Tú Dijuana, creo.

Las dos enmudecieron, no tanto por no saber cómo reaccionar, sino por la extraña familiaridad con la que se intercambiaron sus nombres.

La recién llegada suspiró, se apoyó la lanza en el hombro, miró un poco los alrededores y, finalmente, se acercó a mi compañera de penurias. Una vez a su lado, clavó la lanza en el suelo y se sentó en el suelo, delante de ella.

—Daa me ha hablado de ti y de ese amigo tuyo —comentó la de gris una vez cómoda, mientras desabrochaba la capa—. Independientemente de lo que me haya dicho, el simple hecho de que hayáis logrado destruir uno de sus cuerpos tiene mucho mérito.

Dominios mancilladosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora