Capítulo 34

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Una explosión, tres jóvenes agazapados detrás de unos barriles. Sherlock hizo las últimas anotaciones y cerró su cuaderno, dando por concluido el experimento.

El niño recogió sus cosas y se puso de pie, cargando la caja consigo. Anabeth se ofreció a llevarla, pero Sherlock negó rotundamente con la cabeza. No permitiría que nadie, salvo él, manipulara su juego de química. Era muy terco en ese aspecto.

Mientras los tres se sacudían el polvo de sus atuendos, a lo lejos se oyeron sirenas de policía. Probablemente un vecino había dado el aviso por del ruido.

— Hora de irnos. —anunció la castaña, comenzando a caminar tranquilamente por la acera.

— Cómo lleguen a arrestarnos, Anabeth... —murmuró el pelirrojo caminando a la par.

— Relájate. Deben estar a un kilómetro de aquí. —escuchó con atención—. Y no parece que se estén acercando.

Al decir eso, Anabeth le echó una mirada al niño. Este asintió con la cabeza, confirmando sus sospechas. 

Mycroft frunció los labios en una fina línea. Sus ojos viajaban desde su hermano a su amiga en un continuo vaivén. Comenzó a caminar detrás de ellos, pisándoles los talones. 

Los tres llevaban un ritmo ligero, aunque si fuera por el pelirrojo, ya se hubiera echado a correr. No veía la hora de llegar a su casa y esconderse en la seguridad de su habitación.

— Por todos los cielos, ¿pueden apresurarse? Parecen dos tortugas. —gruñó, sintiendo como su ansiedad crecía con cada paso que daba. No entendía como esos dos, encontrándose al filo de la ley, pudieran estar tan calmados.

— Gallina. —se burló el menor, elevando el mentón unos centímetros.

— No tienes de qué preocuparte. —Anabeth volteó a ver a su amigo—. En el remoto caso de que una patrulla pasara por las cercanías, estarán buscando pandilleros. Jóvenes con pelo teñido, muchos tatuajes y chaquetas de cuero. No a dos adolescentes (uno de ellos con chaleco y corbata) acompañados de un niño. Solo procura tranquilizarte y actuar natural.

Mycroft parpadeó varias veces, en una mezcla de asombro e indignación. Las palabras elocuentes de la castaña contrastaban enormemente con su significado.

— No soy fan de los estereotipos. —se encogió de hombros y dirigió la vista al frente—. Pero admito que resultan muy útiles en ciertas ocasiones.

— Lo dices como si tuvieras experiencia en este tipo de altercados. 

Anabeth no dijo nada. Solo sonrió de lado y mantuvo esa mirada misteriosa imposible de leer.

 — Y... llegamos. —anunció la ojimiel, señalando el frente de la propiedad.

La tensión acumulada en los hombros de Mycroft se alivió con esa frase.

Sherlock subió las escaleras, recluyéndose en la seguridad de sus aposentos. Mycroft dedujo que no volverían a verlo por el resto de la tarde.

El pelirrojo aflojó un poco su corbata, sintiendo que esta lo asfixiaba. Esa había sido una tarde intensa. Aun podía sentir el olor a explosivo en el aire y ver el polvo asentado en sus atuendos. Sin embargo, contrario a todo pronóstico, no había sido tan terrible como suponía. Sí, le dolía la espalda y no, no volvería a ser partícipe de uno de los alocados experimentos de su hermanito.

Pero, aun así, se sintió feliz cuando Sherlock le tendió ese tubo de ensayo o cuando Anabeth le colocó la olla en la cabeza. Era una acción ridícula y fuera de lugar, pero a su vez fue sumamente correcta y apropiada. Le agradó que Sherlock lo incluyera, así como le agradó ver la expresión curiosa de Anabeth, deseosa de saber que sucedería a continuación.

La Clase del 89' (Mycroft y tú)Where stories live. Discover now