Prólogo

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Lancaster, Inglaterra 1820

La noche de bodas es el sueño de cualquier señorita que ha esperado su matrimonio como la meta anhelada y triunfante de toda su vida, la boda perfecta con un hombre digno, con título de nobleza, dinero, poder y tantas cosas que parecen por momentos lo más importante; pero la suya era horrorosa, un matrimonio pactado entre su padre y quien ahora era su esposo para poder salvar su fábrica textil. Un hombre de unos sesenta y tres años, Marqués de Lancaster, de cabello cano, nariz aguileña y todo lo apuesto a lo que se había permitido soñar alguna vez.

Se detuvo nerviosa de pie junto a la que sería su cama, en una habitación en penumbras y sombría

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Se detuvo nerviosa de pie junto a la que sería su cama, en una habitación en penumbras y sombría. La doncella le había ayudado con el ajuar y esperaba con timidez y casi lágrimas a su esposo. Se sobresaltó al sentir la puerta abrirse y cerrar de un portazo, y vio la llama de las velas zarandearse ante el abrupto. Cerró sus ojos temerosa sobre aquello desconocido, y deseando que sucediera lo más rápido posible.

Su madre no le había hablado nunca de lo que sucedía luego de dar el sí, decía que era impropio y descarado hablar de aquellas cosas que pasaban entre esposos en la intimidad, pero en el grupo de damas siempre comentaban y cotilleaban risas de por medio, mas para Elena, con sus veinte años no podía imaginar que algo agradable pudiera suceder aquella noche. Sólo de imaginar al Marqués sobre ella le invadió miedo y deseos de huir.

Él arrojó su camisa sobre la silla y luego oyó estupefacta el taco de sus botas aproximándose a ella, tomó su brazo bruscamente y de un tirón la giró hacia él apretándolo, sintió el dolor irradiar desde el lugar donde su mano cual terrible garra, ...

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Él arrojó su camisa sobre la silla y luego oyó estupefacta el taco de sus botas aproximándose a ella, tomó su brazo bruscamente y de un tirón la giró hacia él apretándolo, sintió el dolor irradiar desde el lugar donde su mano cual terrible garra, la sujetaba, quiso decir algo, pero la abofeteó con todas sus fuerzas logrando que cayera sobre la cama mientras llevaba su mano a su mejilla aturdida, no pudiendo entender aun lo que sucedía y sintiendo el lugar ardiendo. Se abalanzó sobre ella y rasgó su bata y su camisón de satén, sintió morir mientras la tomaba por la fuerza y la golpeaba una y otra vez.

 Se abalanzó sobre ella y rasgó su bata y su camisón de satén, sintió morir mientras la tomaba por la fuerza y la golpeaba una y otra vez

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Todo estaba oscuro, muy oscuro y tenebroso, tanto como su corazón que aún temblaba horrorizado. Las luces tenues del pábilo de las velas que iluminaban la habitación se habían extinguido hacía horas y ella aún llevaba sus ojos abiertos, aunque uno de ellos apenas le permitía ver por la hinchazón, la mejilla le ardía, los brazos le dolían y el resto de su cuerpo parecía haber muerto. El silencio era aterrador, sólo se oía el viento moviendo los cristales del ventanal, su respiración agitada por el llanto enmudecido, y su ronquido. Podía oler su aliento a alcohol invadirlo todo a su alrededor, consumiéndola y haciéndole recordar todo lo sufrido apenas unas horas antes.

Pensó en su padre y en sus razones para hacerle algo semejante, siempre había sido la señorita que habían pretendido que fuese, había estudiado, refinado sus gestos y sus maneras, corregido su forma de hablar según se lo habían indicado y aunque sabia que el matrimonio por conveniencia era su destino fatídico, había tenido la osadía de pensar que merecía al menos un caballero que fuera amable y justo.

En ese instante de penumbras, gemidos lastimeros y la más profunda de las desdichas, se sintió morir atada a semejante bestia.

Apenas logró ver lo que la rodeaba con la claridad de las primeras horas del día, tomó un chal de la silla y sin nada más que un calzado para levantarse de la cama, tomó la puerta, el pasillo y bajó por unas escaleras que no tenía la más remota idea de a donde la llevarían. Había llegado a la casa ese mismo día de la boda y no la conocía en absoluto, sólo se dejó llevar por su instinto de supervivencia y su ojo derecho casi cerrado, dándole cada vez menos visión. Tomó todas las puertas que creyó que podían llevarla hacia la libertad y a huir de aquel infierno. No pensaba consecuencias, lugares, salidas o futuro, solo la necesidad de huir de aquella tortura.

Abrió desesperada la última y aún en las penumbras que la rodeaban, corrió en medio del jardín hacia la oscuridad lejana de un bosque repleto de peligros. Sólo oía la hierba crujir bajo sus pies, su respiración agitada y su sollozo constante, los perros ladraban y volvió su rostro temeroso hacia la casa, terror la invadió al notar pequeñas luces moverse y aquellos ladridos, entonces supo de inmediato que la buscaban.

La desesperación la invadió y siguió corriendo enceguecida, sin saber a dónde iba, qué haría o donde llegaría, sólo correr y correr.

Tropezó al sentir los perros cercanos y gimió en un quejido lastimero mientras hundía sus dedos en el barro para poder levantarse, pero tenía el cuerpo helado y no respondía a su huida desenfrenada. Siguió corriendo, aunque la impotencia por hacerlo más rápido le hizo trastabillar y caer una vez más, para terminar sintiendo los cascos de los caballos a su alrededor, y el gruñido de los perros al lado de su rostro que miraba el cielo nublado y gris, rendida ante el terror que la engullía.

La cargaron sin cuidado alguno hasta la casa donde Elton Salvin ya la esperaba. Llevaba sus brazos cruzados sobre su pecho y su rostro marcado de hostilidad y amargura. No le dirigió la palabra, sólo hizo señas a sus empleados que de inmediato arrastraron su cuerpo hasta la parte trasera de la casa.

Temblaba mientras los veía hacer todo lo que les ordenaba, gritó y se revolvió de un lado a otro cuando la recostaron en la hierba, ante la mirada suya y de Esme Salvin, su hermana.

—¡Por favor! No me haga nada más... se lo suplico... No volveré hacerlo, lo juro...

—Vas aprender a comportarte, por las malas si es necesario, pero te aseguro que no volverás a huir. —su voz fría y sus oídos reacios a oír súplicas o promesas, dio la orden a sus empleados.

Allí sostenían su cuerpo resignado cuando vio que acercaban el carruaje con todo el equipaje cargado aún en él, abrió sus ojos desesperados al notar sus intenciones y la rueda gigante y pesada del mismo que se acercaba a su pierna extendida y sujeta en su camino.

El dolor cual aguja punzante recorrió su ser por completo y todo se puso muy oscuro.

El dolor cual aguja punzante recorrió su ser por completo y todo se puso muy oscuro

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Corazón en  PenumbrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora