Una de ellas, claramente, pertenecía a una alterada Aella.

—¡Tu abuelo espera poder hacer un anuncio más durante esa noche! —la voz que gritaba en aquellos instantes aún me resultaba casi desconocida, pero supuse que se trataba de la madre de Aella. Alecto, el último vástago vivo de Ptolomeo y Auriga.

Me quedé paralizada al escuchar pisadas yendo de un lado a otro. Sabía que Aella estaba esperando que alguna de sus doncellas apareciera de una vez, pero no estaba segura de querer interrumpir y convertirme en el objetivo ya no solo de ella, sino también de su madre.

—Sé que padre y tú estáis detrás de todo esto —respondió Aella con un tono furibundo—. ¡No puedes aparecer de la nada después de meses desaparecida, disfrutando de las propiedades de la familia en los dioses saben dónde, para manejar mi vida de este modo tan rastrero y sucio!

Más pasos.

—Tú tampoco puedes seguir retrasando el momento, Aella —replicó Alecto con un tono menos incendiario que el de su hija—. Puede que hayas hecho que tu abuelo baile al son de tus caprichos, pero eso se acabó: es una buena propuesta y, estoy segura, que tu abuelo estará de acuerdo cuando le expongamos los términos...

Un escalofrío se deslizó por mi espalda mientras reunía el valor suficiente para acercarme un poco más con sigilo.

—No voy a aceptar la propuesta —se negó Aella de manera tajante.

La impaciencia de Alecto salió a flote cuando la mujer dejó escapar un suspiro.

—La gens de Rómulo es poderosa, Aella —trató de hacerle entender su madre, pero ella hizo un sonido despectivo en respuesta—. Ya no eres una niña, por todos los dioses, y tienes que cumplir con tus responsabilidades para con tu familia.

Estuve a punto de dejar escapar un chillido cuando en el dormitorio resonó el horrible crujido que emitió un objeto de cristal al ser estampado contra una superficie dura.

—¡No voy a casarme con él! —estalló Aella—. ¡Y tú no vas a obligarme porque no tienes ningún derecho después de haber decidido dejarme aquí mientras disfrutabas de tu ficticia libertad lejos de padre!

El sonido de la mano de Alecto impactando en el rostro de su hija fue inconfundible, pero lo único que arrancó de Aella fue una desdeñosa risa.

—Ya lo entiendo —la voz de la prima de Perseo sonó triunfal pese a lo sucedido—. Me tienes envidia, ¿verdad? Por haber conseguido eludir durante tanto tiempo el asunto de mi compromiso mientras que tú... —su risa sonó de nuevo—. Tú no pudiste más que sonreír y aceptar a un hombre al que no soportabas.

Me pegué más aún a la pared, temiendo que alguna de las dos pudiera descubrirme escuchando a escondidas. Las cicatrices de mi espalda eran suficiente recordatorio de lo que sucedía cuando rompías las reglas en aquella casa.

—La sangre de la gens Horatia es débil en ti, madre —le escupió con resentimiento—. Doy gracias a los dioses de haber sacado algo del fuego que ardía en Panos. Doy gracias de ser tan diferente a ti.

El nombre se repitió un par de veces en mi cabeza hasta que caí en la cuenta de que estaba hablando del padre de Perseo. Aquel golpe bajo por parte de Aella hacia su madre sentenció el desencuentro: tuve que apresurarme a buscar cobijo entre las sombras de un rincón mientras Alecto abandonaba el dormitorio de su hija con actitud iracunda.

Esperé un tiempo prudente antes de salir de mi escondrijo para llamar a la puerta del dormitorio, fingiendo haber llegado en aquel momento. La serena voz de Aella me indicó que pasara y yo obedecí con actitud precavida; mis ojos no tardaron en dar con una pequeña pila de cristales rotos que correspondían con el sonido que había escuchado durante la disputa entre madre e hija.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Where stories live. Discover now