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Emanuel.

Mientras espero a que se haga el café me quedo pensando. ¿Por qué me molesta tanto que esa chica me trate de usted? Podría mentirme a mí mismo diciéndome que es porque tenemos casi la misma edad, pero cuando otra persona con mis mismos años, e incluso más grandes, me trata de manera formal no me molesta, ¿por qué con ella sí?

Chasqueo la lengua mientras sirvo mi infusión ya lista en el pequeño vaso de plástico. Hago un sonido de dolor al sentir el calor quemando mis dedos, así que dejo el objeto en una pequeña mesita mientras busco el edulcorante en una alacena. Una empleada entra a la cocina y me saluda cabizbaja mientras se dirige a la máquina de comida. Saca un paquete de snacks salados y vuelve a irse sin hacer mucho ruido. Resoplo y froto mis ojos con cansancio.

No dormí nada anoche, entre la culpa por haber llamado merluza a Merlina y mi papá llenándome la cabeza con mi hermano no pude pegar un ojo, estoy que me caigo de sueño. Debería haberme ido a casa cuando salí del banco hace un rato, pero como un inútil volví a la empresa, ni siquiera sé para qué si no me necesitan.

¿A quién quiero engañar? Obvio que sé para qué y porqué volví... Por ella. Endulzo mi café y lo tomo rápidamente, aunque me quemo la garganta. No puedo estar así por una chica que conozco hace tres días, ¡me estoy volviendo loco! Definitivamente, esto no es normal, tengo que hacer algo que me distraiga y estar en la empresa no me ayuda mucho.

Hace dos horas que tuve el encuentro con Merlina y todavía tengo grabadas sus firmes palabras en cabeza. Señorita Ortiz.

Salgo de la empresa sin avisar, ya se darán cuenta de mi ausencia. Me dirijo al estacionamiento, subo a mi auto y comienzo a manejar en dirección a mi casa. Ni bien llego, me quito el traje mientras camino hacia mi habitación, ventajas de vivir solo y poder andar en calzones cuando se me dé la gana.

Busco ropa de gimnasia y me visto rápidamente antes de volver a salir. Una buena sesión de ejercicios me hará bien, me va a hacerme despejar y poder pensar con claridad.

Cuando llego al gimnasio, lo primero que veo es un cartel pegado avisando que es la inauguración del Kickboxing y que la primera clase es gratis, así que no lo dudo y me inscribo. Faltan menos de quince minutos para que empiece, por lo que empiezo a entrar en calor con las máquinas, levanto algunas pesas y hago un poco de abdominales.

Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que no conozco a nadie, este no es mi horario habitual, por lo que los compañeros de gimnasio varían. De todos modos no me preocupa, yo vengo a hacer ejercicio, no relaciones sociales.

Cuando el horario para la clase de kickboxing llega, voy al piso de arriba, que es el que corresponde debido a su salón gigante para este tipo de clases. Arqueo las cejas al notar que hay más gente de lo que creí y hago una mueca, seguramente que es por ser gratis y que la siguiente clase van a venir menos de la mitad, pero no quita el hecho de que sea incómodo.

El profesor se presenta como Agustín Cabrera y observo sus grandes músculos, a tal punto que se hace asqueroso ver las venas tan marcadas. Además, es bastante petiso y parece un camión, pero se ve buena persona.

—Vamos a hacer quince minutos de calentamiento, cinco minutos de trote, cinco de laterales y cinco de trote lanzando golpes —comunica el hombre aplaudiendo—. Los cinco minutos de trote y lanzar golpes tenemos que ponernos en guardia: la parte de adentro del antebrazo pegados al cuerpo y los puños cubriendo el mentón y de ahí estirar el brazo en forma recta con los puños cerrados —continúa haciendo el movimiento correspondiente.

Luego toca un silbato y todos comenzamos a trotar en fila alrededor de la sala. Yo estoy bastante bien, pero a los tres minutos escucho a gente que ya se queja porque no aguantan el trote.

Un flechazo (des)organizadoWhere stories live. Discover now