—Necesitas descansar —le recomendé—. Entonces pensarás con más claridad.

Mi respuesta no pareció satisfacer a Perseo, quien entrecerró los ojos con sospecha.

—¿No huirías conmigo? —me preguntó.

Me quedé en silencio, consciente de que el nigromante había estado hablando totalmente en serio al pedirme que nos fugáramos. Pero ¿podía hacerlo? ¿Podía darle la espalda a todo por lo que había estado luchando aquellos años? El corazón empezó a retumbarme dentro del pecho.

¿Podía renunciar a mi venganza, ahora que estaba tan cerca?

—Perseo...

Su rostro se endureció.

—Te he hecho una pregunta sencilla, Jedham —replicó, interrumpiéndome.

El modo que tuvo de hablarme, ese maldito tono que había escuchado a multitud de perilustres cuando se dirigían a alguien que creían inferior, hizo que apretara los puños, casi deseando estampar uno de ellos en su rostro. Perseo no era consciente de lo que estaba diciendo, no sabía qué implicaba todo aquello; para él era tan sencillo como chasquear los dedos.

Iluso.

—¿Y dónde iríamos? —le espeté, malhumorada—. Tendríamos a todo el maldito Imperio detrás porque tu abuelo jamás permitiría que desaparecieras; eres su maldito heredero, por todos los dioses: no renunciaría a ti ni por todo el oro del mundo.

Ptolomeo no descansaría hasta encontrarle, estaba segura. El hombre era muy protector con su familia, en especial con su nieto; no en vano era el único varón de su sangre que podía sucederle cuando llegara el momento. Y eso suponía no dejarle escapar, mantenerlo siempre a su lado.

El rostro de Perseo se mantuvo imperturbable, aumentando mi enfado por su forma de afrontar las cosas. ¿Acaso no lo había aprendido desde que era niño? ¿Acaso no sabía que Ptolomeo buscaría por tierra, mar y aire hasta dar con él? Si huíamos, seríamos fugitivos; seríamos buscados y siempre tendríamos que estar mirando por encima de nuestro hombro, con el temor de ser descubiertos.

—Assarion —escuché que decía.

Solté una risa despectiva, asombrada por su inocencia... o su estupidez, según se viera.

—Assarion —repetí con un deje burlón—. Por todos los cielos y por Hesiod, ¿realmente te estás escuchando?

Los ojos azules de Perseo se tornaron fríos, ocultándose de nuevo en su coraza.

—¿Por qué no eres directa, Jedham? —me espetó con dureza—. ¿Por qué no eres capaz de decirme que no huirías conmigo?

Sentí como si alguien hubiera vaciado un enorme balde de agua congelada sobre mi cabeza. Toda la bravura que antes había mostrado se esfumó de golpe, sabiendo que el nigromante había conseguido hundirlo todo con dos simples preguntas; le miré, sin saber qué responder.

Sin tan siquiera conocer mi propia decisión al respecto.

—No es tan sencillo, Perseo —en mis oídos mi propia voz sonó como la de una niña pequeña. Alguien que no tenía los suficientes argumentos para apoyar su decisión.

Una sombra de dolor cruzó su mirada antes de que se apartara de mi lado y me diera la espalda, sentándose al borde de su cama. Contemplé sus músculos, el tatuaje que lucía entre los omóplatos y que lo señalaba como nigromante; sabía que tenía que decir algo más, pero mi cabeza se había convertido en un hervidero.

Abrí la boca para disculparme, pero Perseo se me adelantó:

—Deberías marcharte, Jedham.

Se me formó un nudo en la garganta al escuchar su tono indiferente, pero no discutí. Aparté las mantas y me deslicé fuera de la cama, en dirección al baño, donde me esperaba mi pila de ropa; no me molesté en cerrar la puerta, simplemente me di prisa en colocarme el quitón arrugado y recoger las horquillas del suelo.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora