Volví a mordisquearme el labio inferior. En la Resistencia nunca nos habían instruido en el arte del envenenamiento, solamente en el manejo de armas y en defendernos cuerpo a cuerpo; mis conocimientos sobre los venenos eran prácticamente inexistentes y si empezaba a preguntar, podría levantar sospechas.

El nombre de Perseo se coló en mis pensamientos, recordándome los vínculos que le unían a mi objetivo. ¿Estaba dispuesta a seguir adelante? Esa parte que llevaba años anhelando calmar su sed de venganza aulló afirmativamente: Roma había asesinado a mi madre y el único modo de saldar esa deuda era su muerte. Hundí los dedos en mi cabello, sintiendo un ramalazo de culpabilidad por la ferocidad con la que había respondido a mi propia pregunta.

Quería acabar con la vida de Roma, pero una pequeña parte de mí se resistía a causarle ese daño a Perseo.

«No tiene por qué saberlo —susurró una hipnótica e insidiosa vocecilla dentro de mi cabeza—. Esa mujer tiene enemigos, demasiados. Perseo puede creer que fue uno de ellos... No tiene ningún motivo para sospechar de ti; no sabe que su madre asesinó a la tuya...»

Por mucho que me odiara reconocerlo, esa maldita voz tenía razón: no había hablado mucho de mi pasado con Perseo, nunca le había contado que mi madre fue asesinada por una nigromante. Nunca le había confesado que llevaba años buscando una oportunidad para acercarme a ella.

Si Roma moría conforme a mis planes, Perseo jamás me relacionaría con el asesinato; no tendría ningún indicio que pudiera señalarme como autora del mismo... Pero ¿podría convivir con ello, sabiendo que esa muerte había sido mía? ¿Mintiéndole de ese retorcido modo?

No tenía respuesta para ninguna de las dos preguntas que se me planteaban.

La voz que antes había susurrado volvió a la carga, tratando de seducirme: me había jurado siendo niña que no descansaría hasta ver el cuerpo sin vida de Roma; había empleado todos aquellos años en la Resistencia para tener una oportunidad, para no estar indefensa cuando llegara el momento.

Anteponer a Perseo sería traicionarme a mí misma, traicionar a la niña que había pronunciado aquella promesa a las estrellas, pues no tenía una tumba donde poder llorar a su madre. Además, quería saberlo; quería averiguar qué había pasado con ella, dónde había terminado después de que Roma hiciera su trabajo.

Mi venganza debía ir primero, y así sería.

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Tras la muerte de Vita, el resto de doncellas tuvimos que repartirnos aún más tareas, lo que significaba pocas oportunidades para escabullirme. Sabía que Perseo se encontraba en la enorme casa, que no había sido requerido por el Emperador o por su abuelo, pero no le vi en aquellos dos días que transcurrieron desde que se marchara de mi dormitorio tras aquella disputa que habíamos mantenido a causa de su madre y su vinculación con el Emperador; no había que ser un genio para saber que estaba evitándome y que yo tampoco tenía muchas intenciones de forzar un encuentro: aún seguía rumiando mi enfado por lo ciego que se encontraba respecto a su madre.

Aella nos había conducido hacia los jardines, alegando que debíamos aprovechar el sol lo máximo posible, a pesar de las nubes que se adivinaban en el horizonte. La perilustre se había dejado caer lánguidamente sobre las mantas que le habíamos preparado para que no se manchara su vestido mientras nosotras nos apiñábamos en otra manta y nos distraíamos como podíamos.

La nube de la muerte de Vita no se había desvanecido, pues Sabina comentaba con otras doncellas lo que había podido averiguar sobre la despedida que había organizado la familia de Vita y que provocó que me removiera con cierta incomodidad en mi reducido espacio. Las pesadillas sobre lo sucedido aún seguían atormentándome, haciendo que, en esos sueños, fuera yo quien terminaba ocupando el lugar de la propia Vita.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora