Mis dientes chirriaron cuando comprendí los derroteros que seguía el muchacho, casi al borde de la desesperación: estaba refiriéndose a la ocasión en que una mujer se presentó allí con intenciones de reunirse con el cabeza de familia. Una mujer que traía consigo un mensaje del mismísimo Emperador y que había resultado ser una nigromante, además de una persona non grata que compartía lazos de sangre con su heredero, al ser su madre.

Ptolomeo no pareció en absoluto conmovido por el hecho de que su nieto le recordara que, ante todo, la mujer a la que parecía odiar con tanto ahínco era uno de los motivos por los que Perseo se encontraba en aquellos instantes frente a él, intentando hacerle recapacitar o, al menos, arrancarle una disculpa.

—Bajo mi techo se cumplirán mis normas, chico —su voz restalló como un látigo, haciendo que mi cuerpo se encogiera de manera inconsciente—. Y sabes perfectamente que no tolero su presencia, no después del daño que nos ha causado.

Vi a Perseo apretar los labios, tragándose su contestación. En la conversación privada que habían mantenido la nigromante y el cabeza de familia había podido escuchar los reproches que el anciano había lanzado como armas arrojadizas contra la mujer, acusándola de haber sido uno de los motivos por el que su hijo, el padre de Perseo, estaba muerto.

Por no hacer mención de las insinuaciones sobre otro vástago que la nigromante supuestamente había querido mantener en secreto, quizá para alejarlos de su familia.

Observé cómo Ptolomeo dejaba caer una de sus grandes manos sobre el hombro de su nieto, que parecía alicaído. Aella me había confesado que Perseo no había tenido una vida sencilla, no cuando había tenido que equilibrar sus dos papeles: como heredero... y como nigromante.

—Mi hijo aún seguiría con vida de no ser por esa víbora —el cuerpo del muchacho se tensó y el rostro de su abuelo se ensombreció al captarlo bajo su palma—. ¿Por qué sigues defendiéndola, hijo mío? Te dio la espalda, te abandonó cuando eras un niño... De no haberos reencontrado por tus circunstancias, dudo mucho que hubieras tenido oportunidad de verla de nuevo.

Algo se revolvió en mi interior ante aquel apasionado discurso de Ptolomeo hacia su nieto. La madre de Perseo había afirmado que se había visto en la obligación de dejar a su hijo con aquella familia porque era su mejor opción; el odio y la inquina que sentía el anciano abuelo de Perseo le empujaban a tratar de convencer a su nieto de algo que no era cierto, no del todo.

Pero Perseo no iba a ceder tan fácilmente a las sutiles manipulaciones de su abuelo para volverse contra su madre.

Sus ojos azules relucieron y el vello se me erizó al percibir el poder que atesoraba como nigromante. El rostro de su abuelo perdió color —y valor— al sentir la caricia de la magia sobre sí mismo, un peligroso recordatorio de lo que era.

De lo que podía llegar a hacer.

—Ella es mi madre —reiteró con una frialdad que hizo que mi vello se erizara—. Y, como siempre decís, abuelo: nosotros no abandonamos a la familia. No damos la espalda a nuestra sangre.

Ptolomeo bajó la mirada, haciéndole a saber a su nieto que su dardo envenenado había dado en la diana, y apartó la mano que mantenía sobre el hombro de Perseo. El joven no mostró arrepentimiento alguno del golpe bajo hacia su abuelo; en aquel momento, al verlo erguido y contemplando a su abuelo con una frialdad inusitada, pude ver claramente al nigromante que había en él.

Los esclavos que continuaban arrodillados en el suelo se mostraron algo inquietos por la discusión que estaban manteniendo el cabeza de familia y su querido heredero. Pero ninguno de los dos fue consciente de ello, no cuando toda su atención se encontraba volcada en el otro.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora