¿En qué momento ha pasado tanto tiempo? (Rossemarie Caballero Vega)

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Atravesaba el sendero por donde cada mañana solía caminar. De pronto una sombra se entrevió entre las ramas de los árboles. No era su imaginación, ella lo vio. Insistió a mirar entre aquellos arces que parecían águilas agitando sus alas, pero no encontró nada que no sea el viento silbante. No pudo haber sido la misma treta de aquella tarde, se repetía para sí.

Por la noche volvió a pensar en la aparición. Era imposible no haberla percibido, como casi siempre que percibía algo extraño, le transpiraba la piel y el oído se le aguzaba. Los párpados de la luna la observaban mientras Malena fingía dormir. Por un instante pasó de la vigilia al sueño y ahí sí lo pudo ver con nitidez. Estaba igual a cuando lo saludó por el chat, con esa sonrisa de orilla a orilla y las mejores palabras para decirle lo bien que la quería. Soñó que se realizaban los planes de huir juntos una temporada para conocerse y entregarse lo que habían prometido por los chats, pero la brusca presencia de sol de la muerte se llevó a Joaquín.

Malena despertó sentada a la acera de una plaza, la lámpara de luz tenue la bañaba desde el centro con intensidad, era la misma plaza que juntos habían transitado años atrás. Entonces, miró de nuevo al rededor... Una lombriz se metió entre sus pies tierra adentro, una lombriz que destellaba colores fosforescentes...luces de neón. Malena hizo un agujero en esa tierra por donde la lombriz se había metido minutos atrás. Arañó con vigor hasta hacerse sangrar el dedo índice. La sangre era una especie de tinta con la que pudo escribir sobre la espalda de la lombriz fosforescente: Vuelve. Te veo siempre por donde te arrastres o vueles, o me mires desde arriba.

La luna se movía inquieta arriba de una ventana mientras Malena sentada en la plaza intentaba recordar cómo llego hasta ese lugar. Miró su reloj, y marcó una nueva rayita sobre la arena. El tiempo no dejaba de pasar una y otra vez hasta perderse a la vuelta de la esquina de la casa de Joaquín.

Era otoño cuando las hojas de los álamos caían lastimeras contra el piso. Apenas destellos de luz como alfileres se colaban por entre los árboles mientras Carmiña reía a carcajadas, nunca había cavado tanto y tan profundo para esconder una lombriz, su lombriz, la de la espalda marcada, esa que alguien al otro lado del bosque le había tatuado su palabra. Carmiña no podía responder cuando el hortelano la llamaba desde la puerta de casa, porque estaba literalmente con los oídos tapados. Se había metido al fondo del pozo que en principio era para la lombriz de colores fosforescentes, pero Carmiña no había podido evitar arrastrarse hasta el oscuro más negro desafiando a la física y al fenómeno de la luz. ¿Sería posible que la lombriz fosforescente alumbrara ahí tan debajo de la tierra? Paradójicamente, cuanto más ingresaba, más refulgente se hacía el bicho ese que antes de ser lombriz y arrastrarse fue hombre. Ese muchacho de la esquina de la calle donde tenía una casa y vivía con su madre, ese que un día desapareció sin dar explicación, ese del que decían un sinfín de mentiras. Decían, por ejemplo, que un día, de la noche a la mañana, le crecieron alas y se fue volando bosque adentro, decían también que se convirtió en un insecto que engullía materia y la botaba en forma de humus. Decían que habitaba en los jardines, que aparecía convertido en flor, en rosas, en frutos, en granos. Decían demasiado. Mentían, porque la verdad es que un día, Joaquín desapareció tierra adentro no por voluntad propia, sino porque alguien se encargó de sacarle sangre a la mala. Alguien llamó al hortelano y le pidió ayuda, así juntos, ella y el hortelano, pudieron hacer mejor su trabajo. Y lo incrustaron al fondo del pozo, cubrieron su cuerpo con suficiente tierra, unas rocas y agua, encima derramaron humus y plantaron pensamientos de varios colores.

Todas las mañanas, Carmiña y el hortelano regaban los pensamientos hasta que cada cual cobró vida propia y los pensamientos empezaron a volar. Dicen, que al otro lado del bosque hay una calle, y al final de la calle una plaza, y detrás de la plaza una casa, en esa casa vivía Joaquín con Carmiña, su madre, antes de que el sol de la muerte asomara. Pero de eso nadie se acuerda, porque ha pasado demasiado tiempo.

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