¿Irme? (Graciela D. Ortuño L.)

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Eran las nueve y él no llegó, mi corazón latió a prisa. Subí y bajé las escaleras con nerviosismo, observé el reloj de la sala y cada tic tac me confirmó que sería otra noche oscura en mis recuerdos.

A veces quería alistar mis maletas y dejar todo atrás, incluso mi propio nombre, pero sentía que no podía renunciar a mis hijos y que si los llevaba conmigo tendrían una vida tan miserable como la mía.

—Mamá —dijo mi nena de diez años, desde las escaleras— ¿papá aún no llega?

—No, aún no...

—¿Y si vamos donde la abuela?

No respondí, agarré su frágil mano con delicadeza y la dirigí de vuelta a la cama. Poco después, me acerqué a la cuna del bebé, estaba dormido y ajeno a toda la tensión que nosotras teníamos.

—Mamá —susurró mi hija desde la cama—, podemos ir a casa de la abuela. No eches llave la puerta... por favor... —sollozó.

La ignoré de nuevo y rápidamente puse el candado por fuera. Escuché que empezó a llorar desconsoladamente... me partía el corazón, pero así, Camila estaría a salvo.

Subí un piso más hasta mi habitación, fingí que dormía y a las doce fui testigo del rechinar de la puerta que anunció la llegada del padre de mis hijos, mi esposo, a quien juré frente a un altar amar incondicionalmente, él también prometió lo mismo... pero hace tiempo que dejamos de creer que nuestro amor superará todo.

Cuando llegó hasta nuestra habitación, comencé a temblar, agarré las frazadas y me cubrí la cabeza mientras respiraba con dificultad y mi corazón latía desesperado. ¿Alguna vez sintieron tanto miedo que su cuerpo empezó a desprender sudor frío? Así me sentía.

Vi a mi esposo a través del pequeño espacio que abrí con los dedos entre las frazadas. Él se tambaleó al caminar y sentí el olor a alcohol que impregnaba todo su ser.

Entonces pensé en cuanto lo odiaba y en el daño que me hacía su actitud, supe que cometí un error al resignarme durante tanto tiempo, permitir eso no estaba bien.

Empezó a buscar su ropa de dormir, gruñó al no encontrarla y poco después se botó en la cama.

«Esta noche se quedará dormido», pensé y suspiré con alivio.

Esperé dos horas y entonces aplaudí en medio de la oscuridad, él no se inmutó, me levanté cuidadosamente de la cama y saqué la enorme maleta que suele usar para sus viajes internacionales. Puse toda la ropa que pude y cosas básicas que necesitaría. Corrí a la habitación de mis hijos y añadí todo lo que se me ocurrió.

Tomé al bebé de la cuna, lentamente, para que no despertara. Lo puse en su cargador y me acerqué a Camila.

—Mamá —dijo mi hija adormilada, pero feliz de verme— ¿al fin iremos donde la abuela?

—Sí.

Camila escribió rápidamente una nota para su padre, la pegamos en el refrigerador y ambas salimos de puntitas.

Llegamos a casa de mamá y ella nos recibió con un abrazo, sin reproches, ni frases del tipo: "Es tu marido, tienes que aguantar".

Camila abrazó a su abuela. Aún temblaba, no podía creer que fuera real.

«Lo hice», pensé entre lágrimas, «todo estará bien». Mamá se acercó y me abrazó, susurró lo orgullosa que estaba de mí y agradeció la valentía que tuve y que ella jamás poseyó.

Papá cuando llegabas tarde a casa todos teníamos mucho miedo,

nunca nos faltó comida, ni ropa, pero nos faltaste tú.

Ya no busques a mamá, no quiero que la golpees, no quiero verla llorar.

Tampoco quiero verte, pero tal vez un día me obliguen a hacerlo

y yo solo espero que sea antes de las nueve...

Atte. Camila

Cuentos, relatos y narrativaWhere stories live. Discover now