Batería baja (Rossemarie Caballero Vega)

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Cuando recibió la noticia comenzó a brillar como una esmeralda expuesta al sol candente de mediodía. Es que la esmeralda reflejaba el color de sus ojos y el mediodía era la hora en que salía del hospital con cierto aire, no diremos de felicidad pero de paz.

Los resultados dieron positivo pero había que confirmarlos con un nuevo análisis; entonces, se le vino a la mente el recuerdo de pasados deseos por descansar bajo el tibio abrigo de la tierra o en la cálida marejada de un río. Ella tramaba en sus oscuras noches de soledad la forma menos dolorosa de renunciar a la vida, y lo hacía porque no le encontraba sentido. Pero la vida le tenía trazado un destino y había que cumplirlo. Del árbol menos pensado nació una semilla, esa semilla la llevó a otro jardín y a otra semilla que también se hizo árbol. Eran dos arbolitos que dependían de sus cuidados, por lo que tuvo que hacerse cargo. En el trayecto de esa vida atravesó barreras borrascosas que también la llevaron a pensar en penetrar por aquella puerta gris que prometía una salida fácil.

—Lo tomaré con calma —se dijo y caminó por el frescor del parque que en aquella hora ya había vencido al calor implacable del sol. Atardecía.

A lo lejos se escuchaba el trino de algunos pájaros que espantados por la presencia del aura de Analía revoleaban sobre las copas más altas de los álamos.

Había pasado semanas desde la última cita con los médicos y mientras esperaba los resultados, buscaba soluciones mentales a sus problemas familiares. No carecía de complicación el asunto de la herencia y otros temas pendientes que no quería dejarlos por si fuera a resultar temerario el histopatológico.

Afuera, el parque invitaba a conectarse con los pensamientos y buscar opciones menos traumáticas. No quería impacientar a su familia, escasa familia que apenas la extrañaba. Apenas tenía un hermano dependiente y un tío dependiente. Su padre había fallecido cuando ella tenía dos años, por lo que nada recordaba de él pero lamentaba haber heredado su patología. El padre era uno de esos adolescentes rebeldes sin causa que se llenó la cabeza de fantasías y se sumergió en el mundo de las drogas y del sexo desenfrenado. Ella había nacido de una relación de ese padre con una mujer portadora del ve i ache. "Por fortuna no fue contagiada del ve i ache", decía la abuela, "pero los genes sí".

Y era tan depresiva.

Le decían en el colegio que se dejara de cagadas, que dejara de deprimirse por un pasado que ya fue, por un futuro que aún no llegaba y por un presente que no lo estaba viviendo en la medida. Porque, claro, obviamente como la mayoría de las rebeldes sin causa, se había enamorado de un papanatas. El papanatas lógicamente no le ofrecía nada, ni futuro ni presente, por lo que Analía estaba constantemente con la idea de cruzar el umbral, pasar por la puerta esa oscura a otra oscuridad desconocida. Quizá allá pudiera descansar de cortajearse las venas y tatuarse el nombre del sujeto. Además de sentirse cansada, tan cansada de ver las peleas de sus abuelos con el tío aquel suyo que era dependiente y agresivo, y con su hermano que también era dependiente aunque no agresivo. Eso no era lo que ella cuando niña había imaginado como una familia ideal; en la escuela a los nenes les hacían dibujar su familia, y se esperaba que fuera la clásica, la familia ideal, con mamá y papá y hermanos y abuelos y perro, y todo eso enlatado que muestran en la televisión.

Analía tampoco era la chica estándar con quien formar una familia a lo enlatado. El chico que le gustaba y que podía llegar a ser su novio (si ella se lo proponía), era algo ñoño, un bleff, un hijito de papá que de seguro no estaba para psicólogo de una chica problemática y heredera de genes poco recomendables. El ñoño de seguro no se haría cargo de ningún tratamiento que Analía en su condición de depresiva necesitara.

Al salir del hospital con resultados que a estas alturas habían dado positivo, caminó, como cuando alguien camina hacia el cadalso. Las interminables filas del oncológico habían logrado contaminar su espíritu aunque no quebrantar su entereza. "Otra cosa es con guitarra", se dijo, porque si antes la idea de morir la había llenado de cierta paz, ahora que la cosa iba en serio la llenaba de incertidumbre, y no es que pensara en el ñoño, él ya no era ñoño ni tampoco importaba. El papanatas había crecido, y se convirtió en un hombre respetable que formó pareja y familia, con mamá, papá e hijitos y seguro abuelos además de perro. Analía lo miraba salir en su auto los fines de semana con toda su prole, para dirigirse a la cabaña que había logrado construir junto a uno de esos ríos que corren por Tigre.

Eso tampoco influía, que el ñoño tuviera familia enlatada estaba bueno, se entendía como una comprobación de que él no era para ella, que ella era una portadora genética de ve i ache mientras el ñoño portaba un futuro promisorio como al parecer se veía. Pero Analía desconocía la lucha del ñoño al interior de su familia. Ella desconocía que el papanatas se había casado con una chica que no paraba de fumar y que tuvo que remar contra corriente para rescatarla. Y que entre cuatro paredes la vida del ñoño era un infierno, que los únicos días que podía descansar de su tormento eran los fines de semana cuando llevaba a su familia a encerrarse en la cabaña de Tigre y que se dejaran de romperle las pelotas, porque se la pasaba controlando el accionar de su señora. La señora era una aristócrata que tenía mucho dinero y por ello había podido adquirir bienes muebles e inmuebles para casarse con Ñoño y pagarse su tratamiento o al menos ingresarse en clínicas especializadas.

Entonces, Analía desconocía ese mundo sórdido y oscuro que ocultaba el ñoño ante el mundo, y que al igual que ella muchas veces sentía ganas de cruzar el umbral, pasar por la puerta oscura que llevaba a otra soledad, pero no. Él era un hombre y de los hombres se espera que sean fuertes. Y él se hacía el fuerte.

Como para burlarse de ella, la vida nuevamente le tiró una cachetada. Analía paseaba por el parque bajo los frondosos árboles mientras la brisa del atardecer engullía su realidad. De pronto, la pantalla de su celular mostró una llamada desde un número desconocido. Contestó como por obligación pues no era afecta a recibir llamadas telefónicas.

—Hola —dijo el ñoño, afectuoso.

—Hola —contestó Analía, cuando el celular le daba la señal de batería baja.

—¿Analía Prado? ¿Vos sos Analía Prado? —preguntó la voz desde la otra línea.

—¿Quién? —Respondió Analía sabiendo quién era, pues tenía el número del papanatas desde siempre, lo guardaba con la esperanza de un día poder llamarlo para despedirse y dejarlo libre al fin, o quizá quedar libre ella de esa ligadura que tejen los amores de juventud.

Cuando la voz iba a responder, el celular terminó de reiterar la advertencia "batería baja" e inmediatamente se apagó.

Analía quiso correr y buscar un teléfono desde el cual llamar, pero se contuvo.

—¿Para qué?—Se dijo, y continuó su caminar pensativo por el sendero interminable del parque.

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