El canto del Guajojó (Claudia Leslie Aguilar)

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En memorial de las víctimas invisibles que no sobrevivieron a los amores que matan. En homenaje a aquellos seres que viven luchando por no llevar las marcas de la violencia en su alma.

En un pueblo perdido de la Amazonía beniana, entre la selva y los montes bolivianos, emerge una historia que no quiere morir olvidada; ella cobra vida a través del tiempo. Surge con fuerza desde los ríos y gime para no confundirse y perderse en el pantanoso y oscuro mundo del pasado, es decir, emerge de entre las alas grises del guajojó, ave extraña y misteriosa que conoció a Carlitos, un niño moreno y tímido que, a sus cuatro años, vivía a orillas de una pequeña comunidad cercana a la Loma Suárez; pero distante de Santísima Trinidad.

El niño veía las constantes peleas conyugales entre sus padres, a causa de los celos enfermizos de su progenitor.

—Puta, ¡tenés que cumplir conmigo! —increpaba Pedro, al llegar borracho y encontrar a su joven esposa, quien solo podía llorar, desconsolada, porque él la obligaba a ceder en sus deberes íntimos, cuando se suponía que todos dormían.

Y así transcurría la vida de María Eugenia, entre malos tratos, celos injustos y chismes de las vecinas que veían en Pedro, su esposo, a un hombre trabajador y fuerte, quien "cumplía muy bien" con sus deberes de proveedor: lo veían como un padre sacrificado que sembraba, pescaba y cazaba para no hacer faltar el sustento diario de la familia y, a fin de que su esposa no pasase privaciones, él trabajaba duro, salía en su canoa hasta la población más cercana y se encargaba de llevar todos los víveres y, con todo este trajín, obviamente nada faltaba en su Pahuichi1, que se ubicaba a orillas del río.

El problema estaba en que las vecinas llevaban y traían, constantemente, chismes al esposo celoso. Era imposible evitarlos. La envidia, por ejemplo, corroía las entrañas de Lucy, quien había jurado separar a la joven pareja, para quedarse con Pedro. Los comentarios aumentaban con el paso del tiempo: que si la habían visto conversando demasiado con algún joven vecino, riendo de forma extraña, que si salía o entraba apresurada de su Pahuichi, como si fuera en busca de alguien, etc.; hasta evitar conversar con alguien era motivo de pelea.

—¿Por qué evitaste saludar a Juan? ¿Qué escondes, puta? ¿Acaso querés que no se sepa que son amantes? —reclamaba el iracundo hombre, presa de los celos y los malintencionados chismes, cada vez que retornaba a la casa, borracho, para pedir perdón al día siguiente.

María Eugenia sufría en silencio. Cuidaba de sus dos hijos: Carlitos, de cuatros años y Pedrito, quien con sus pocos meses de vida también comprendía su suplicio, de alguna forma, porque no lloraba mucho, para no hacer ruido y "lastimar" a su madre.

Cansada de tanta humillación, la joven esposa tomó la decisión de huir a casa de unos familiares en la ciudad de Santa Cruz y escribió una carta de despedida para Pedro, la que, al poco rato, rompió en mil pedazos después de arrepentirse, y tiró los pedacitos en el patio, detrás de la casa.

Loco de celos, como si alguien le hubiese contado lo ocurrido, Pedro entró esa tarde de pescar y arrojándole los diminutos pedazos de papel en la cara, le gritó:

—Puta, ya sé que querés abandonarme. He leído tu carta, si me abandonás voy a matarte. Si no eres mía, no serás de nadie. Enténdelo bien, de nadie. Voy a matarte... Lo juro.

No pasaba día que Pedro llegara ebrio, y las amenazas de muerte se acentuaban. Sus palabras y sus ofensas torturaban. Dentellaba el alma de la joven y delgada María Eugenia, que era tan sencilla y suave como podía ser alguna mujer en su situación. Todos en el lugar la conocían como "la muchacha de los ojos tristes", seguramente porque sus ojos decían lo que sus labios no podían expresar.

Cuentos, relatos y narrativaWhere stories live. Discover now