● | seis

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Algo cayó sobre mi estómago a plomo, haciendo que abriera los ojos de par en par y soltara un exabrupto. Un segundo después, sentí la humedad de algo recorriéndome el rostro con fruición; tuve que pestañear varias veces antes de distinguir la inconfundible cabeza de un perro mirándome. El animal ladeó la cabeza, con la lengua colgando por uno de los laterales de su boca mientras yo trataba de salir de mi estupor por lo sucedido.

Un perro se había colado en mi jardín.

Y ese mismo perro que había decidido usar mi estómago como su cama elástica particular me había babeado toda la maldita cara.

Aferré al animal por el pelaje y lo aparté de encima de mí, contemplándolo con los ojos entornados. Detecté que no se trataba de un perro callejero: estaba bien cuidado y alimentado; además del pequeño detalle de su cuello. Un bonito collar con chapa pendía de él, alertando que pertenecía a alguien.

—¿De dónde demonios has salido tú? —le pregunté, como si el maldito perro pudiera contestar a mi pregunta.

Usé la mano que tenía libre, pues la otra aún estaba aferrada al pelaje del perro para impedir que huyera, para sostener entre mis dedos la chapa que colgaba del collar. Contra todo pronóstico, solamente figuraba un nombre.

Cedric.

Repasé el nombre de mis vecinos, intentando recordar si alguno de ellos atendía a ese nombre en concreto. Aquel perro —un Corgi Pembroke que en aquellos instantes me miraba con ojillos de corderito— no me resultaba en absoluto familiar, pero también era cierto de que desde hacía mucho tiempo apenas solía socializar con nuestros amables compañeros de vecindario.

El perro soltó un alegre ladrido y trató de abalanzárseme de nuevo. Lo sujeté con ambas manos antes de que lograra su objetivo y empecé a angustiarme por la presencia de aquel animal allí, en el patio trasero de mi casa; no le resultó nada complicado colarse en aquel lugar... y yo no tenía la menor idea de qué hacer con él.

—¿Cedric? —la voz de un desconocido pronunciando el nombre que constaba en la placa del perro que sujetaba hizo que todo mi cuerpo se convirtiera en un enorme bloque de piedra—. ¿Dónde demonios te has metido, maldito bruto? ¡Cedric!

El perro empezó a debatirse al escuchar a aquel tipo hablar y yo, de manera inconsciente, lo estreché entre mis brazos, pegándolo a mi pecho. Alguien se había colado en Ravenscroft Manor y eso no podría gustarle del todo a la mansión; la vieja edificación no toleraba a los intrusos y sus formas de deshacerse de ellos dejaban mucho que desear.

Un brazo emergió entre el follaje que ocultaba las verjas que rodeaban la propiedad. Mis ojos se dirigieron hacia la pulsera de tachuelas que rodeaba su muñeca y siguieron hacia las uñas pintadas de negro; el perro se debatió con más energía al oír los pasos del intruso. Sus zapatos aplastando las hojas y ramitas que cubrían el suelo.

Yo continuaba estando paralizada en mi sitio, sentada sobre la vieja toalla que había decidido traer conmigo para extenderla bajo la sombra de aquel árbol familiar y pegando contra mi pecho a aquel maldito perro que había caído sobre mi estómago con todo su peso.

El resto del cuerpo terminó de emerger, permitiéndome ver al intruso en totalidad.

Un chico de mi edad. Le miré como si fuera una criatura venida de otro mundo, incapaz de creerme que el intruso fuera aquel chico que nos observaba al perro y a mí con una expresión refleja de la mía: alucinada. Sus ojos, delineados de negro para hacer destacar sus iris de color verde, se abrieron de par en par.

—Pensé que este sitio estaba abandonado —fue lo primero que dijo.

Aprovechando la situación, el perro logró escapar de mi abrazo para echar a correr hacia el recién llegado. Sin apartar la mirada de mí, se agachó para tomar entre los suyos al revoltoso animal.

Peek a BooWhere stories live. Discover now