Capítulo 37

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—Esto es un aburrimiento.

Max la miró de reojo mientras ella seguía pasando una mano por la pared, bostezando.

—Empiezas a sonar como Jake.

—Me da igual. No entiendo qué hago aquí. Hace una semana que ni siquiera nos llaman a ninguno de los dos.

Él no respondió, como de costumbre, y se enfrascó de nuevo en su lectura. A Alice la ponía nerviosa cuando hacía eso. Se sentía como si hablara sola.

—¿Qué hacen contigo cuando te suben? —le preguntó, finalmente, mirándolo.

—Preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre nuestra ciudad, en gran parte.

—¿Y para qué quieren saber cosas sobre la ciudad?

—No lo sé —admitió—. Pero no obtendrán sus respuestas de mí.

Alice se quedó pensativa unos segundos.

—Tenemos que escapar de aquí.

—Yo llevo aquí dos semanas más que tú, Alice.

—¿Y no tienes ganas de irte?

—Sí, pero es imposible.

—No hace falta ser tan negativo.

—Alice —dijo él lentamente—. ¿Qué te hace pensar que no nos están escuchando ahora mismo?

Ella se quedó en silencio, sintiéndose estúpida.

—¿Qué más da? Hace unas semana que nadie me llama. Solo... me hicieron esa cosa rara y me dejaron en paz. Igual ya no les interesamos.

—Si no les interesáramos no estaríamos vivos ahora mismo.

—¿Y si no te sacan información, para qué te necesitan a ti?

Max la miró en silencio.

—Supongo que pronto lo descubriremos.

Alice apretó los labios.

Durante unas horas, ninguno habló demasiado. Alice había descubierto una gran actividad en hacer abdominales —Rhett estaría orgulloso de ella—, y Max releía el libro por enésima vez. Fue entonces cuando dos guardias entraron en la habitación. Ella se puso de pie torpemente cuando la señalaron. Sin embargo, cuando fue hacia la puerta, notó que Max la retenía.

—¡Eh! —uno de los guardias empezó a acercarse, enfadado.

—No les digas nada de tus sueños —le dijo Max en voz baja.

Alice se quedó mirándola, muda de la sorpresa.

—¿Qué?

—No lo hagas —repitió—. Pase lo que pase. Haz todo lo que te digan menos eso.

El guardia los separó bruscamente y agarró a Alice, atándole las manos y llevándosela con ellos.

Volvieron a la sala del día anterior y esta vez no la obligaron a cambiarse de ropa. Habían colocado una pequeña mesa en medio de ésta con dos sillas. El padre Tristan... no, de hecho, Alice había decidido no dirigirse a él de manera tan respetuosa. Ahora era solo Tristan. 

Tristan estaba de pie a un lado, el capitán Clark al otro, y su padre estaba sentado en una de las sillas. Alice sintió que el guardia la empujaba hacia abajo hasta que quedó sentada. Le ataron las manos con unas esposas.

—Hola, Alice —sonrió su padre.

Ella no respondió.

—Voy a hacerte unas cuantas preguntas —puso la el objeto que había usado para controlarla en su regazo, de manera que ella pudiera verlo—. No me obligues a usar esto.

Ciudades de Humo (¡YA EN LIBRERÍAS!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora