Miikana - Un camino

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Fui incapaz de pegar ojo en toda la noche. Tumbada al raso, con el rocoso suelo de la cueva clavándose en mi espalda, me sumergí en la oscuridad silenciosa del descanso ajeno e imaginé todos los posibles encuentros con Namid. En ninguno llegaba a verle el rostro completamente, como si mi mente hubiera olvidado cómo lucían sus facciones o cómo sonaba su risa. Así permanecí hasta que el sol asomó por las grietas e Ishkode fue despertando al resto. Había hecho guardia, sin dormir, a la intemperie. Cuando me incorporé y me froté los ojos enrojecidos por el insomnio, advertí que los suyos estaban limpios como el agua de un manantial: no parecía en absoluto cansado. Permitió que desayunáramos unas bayas, bebiéramos agua y nos mojáramos un poco la cara. Las demás mujeres ya se habían habituado a mi presencia y una de ellas me trenzó el cabello. A un par de pasos de distancia, el primo de los hermanos seguía observándome con aquella mezcla de sorpresa y fragilidad orgullosa. Había algo extraño en su mirada..., sin embargo, en el momento en que intenté sonreírle, Ishkode lo tomó por el hombro y lo adelantó a la parte delantera de la comitiva.

Relegados a un segundo plano, Thomas Turner y yo cabalgamos en la parte final del grupo, salvaguardándolo en caso de ataque. Recé largamente para que no ocurrieran incidentes, ya que solo contábamos con tres hombres capaces de pelear y una novata que sentía náuseas continuamente. Dios parecía haberse alzado aquel día henchido de benevolencia, porque avanzamos sin contratiempos durante extensas horas. Nos deteníamos más de lo habitual por los niños, mas Ishkode era estricto en los tiempos: se comía sin pausas específicas y muchos infantes se hacían sus necesidades encima por la ausencia de descansos. Solo podía ver su ancha espalda, pero sabía que estaba desesperado por llegar.

A la tercera luna, dejamos las cordilleras y nos adentramos en campo abierto. No restaba otra alternativa, era el único modo de cruzar. Su espalda comenzó a tensarse conforme abandonábamos el amparo de las montañas y nos poníamos perfectamente a la vista, a tiro. Le dio unas advertencias a su primo y después a Thomas Turner, quien me miró a continuación.

— Tenga el arma lista — me informó.

A lo lejos, tiros resonaban por encima de las copas de los árboles. Tragué saliva y les seguí en silencio. La comitiva también estaba empezando a alterarse.

— ¿Cuánto nos queda? — pregunté en voz baja.

— Dos días — respondió el mercader.

¿Cómo íbamos a viajar durante dos días sin que nadie advirtiera nuestra presencia?

De pronto, Ishkode hizo un gesto con la palma de la mano abierta y todos paramos en seco. No había oído nada, ni siquiera a los búhos, pero obedecí. Él miró a ambos lados de su cabeza, con el ceño fruncido, y comandó silencio. Gotas de denso sudor me cayeron por la nuca. Acerqué mi mano a la bolsa de pólvora y esperé. El pulso se me salía por la boca.

— Quédese quieta — susurró Thomas Turner, quitándole el seguro a su fusil con lentitud —. ¿Ve esa pequeña arboleda? — nerviosa, la encontré con ansiedad —. A mi señal, vuele hasta allí. No mire atrás y asegúrese de que todos los niños quedan a salvo.

Moví el cuello para asentirle con el cuerpo repleto de miedo y alguien nos disparó. En un fogonazo, uno de los niños cayó al suelo, muerto en el acto. Se sucedieron los gritos y todos echaron a correr sin dirección. Escuché a Ishkode emitir la señal de alarma, empuñando su arma en alto. "Nos han encontrado", temblé.

— ¡¡Corra!!

El rugido de Thomas Turner me golpeó. Me vi rodeada de caos: proyectiles iban y venían desde posiciones ocultas y los indefensos ojibwa se habían desperdigado peligrosamente. "La arboleda, Catherine. ¡La arboleda!", me obligué a reaccionar. El cadáver de aquel niño estaba casi a los pies de mi caballo.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now