Zegizi - Ella tiene miedo

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Me tomó otro par de días comunicarle mi resolución a Jeanne. Uno de los principales motivos residía en que anhelaba esperar a que ella se recuperara lo máximo posible, pero en cierto modo también me aterraba abandonar aquella seguridad para volver a adentrarnos en lo desconocido.

— Louis y Térèse me han hecho saber que uno de los jóvenes del poblado va a partir hacia la ciudad próxima, Cornwall — ella apartó la vista de la ventana para mirarme —. Estuve pensando..., tal vez sería buena idea acompañarle... No podemos permanecer aquí indefinidamente..., debemos de encontrar a Antoine...

Las últimas noticias que habíamos tenido se reducían a lo que Desagondensta nos había narrado: el fuerte Richelieu estaba camino de ser sitiado por los indígenas afines al ejército británico. No sabíamos a ciencia cierta si aquello había llegado a ocurrir, pero estaba segura de que el arquitecto conocía la noticia de nuestro secuestro.

— ¿Qué opinas? — carraspeé —. No pretendo presionarte, acataré lo que tú consideres correcto...

Jeanne se me quedó mirando largamente. Su expresión era adusta y temí lo peor.

— Déjalo, era una tontería — bajé el rostro, insegura.

— No lo es — habló por fin —. Solo estaba pensando. Me aterra viajar por estas tierras, seré sincera, pero no deseo que permanezcamos aquí por más tiempo. Hemos de regresar a casa. Corremos peligro. ¿Cuándo empieza su travesía ese joven del que me has hablado?

— Mañana al amanecer.

Ella suspiró, haciendo acopio de fuerzas, y sonrió.

— Que así sea.


‡‡‡


Carecíamos de equipaje, mas Térèse no paró hasta que convenció a Jeanne para que se vistiera con su segundo vestido. No poseía ningún otro, sin embargo, le aseguró con fiereza que quería que ella se lo quedara y se deshiciera de los antiguos harapos con los que había llegado. Era sin duda una mujer bondadosa y de gran corazón. Se ofreció a arreglarnos el cabello y nos lo trenzó mientras Manon se encargaba de llenar un macuto con provisiones y algunas mantas. La vivienda carecía de espejo, pero igualmente me hubiera desagradado contemplar mi imagen en el reflejo. A pesar de las miradas, de la lección de Jeanne que no tardaría en llegar sobre mi atuendo masculino, la melena seguía siendo la de una mujer. Y yo solo podía pensar en que las mujeres alentaban la desgracia, el dolor y la debilidad carcelaria, no porque creyera que era parte de nuestra naturaleza, sino porque era el único resquicio, el último margen de manuscrito, que el mundo nos había dejado para ser soberanas.

Tras los preparativos, La Bruja y yo salimos al exterior para disponer a Inola. Lo había visitado todos los días, aunque sin cabalgarlo. Nos dio la bienvenida elevando las patas hacia el cielo y relinchando. Él también había necesitado medicinas y cuidados: estaba agotado por dentro.

— Nos vamos a casa, bonito — le besé el hueco entre los ojos —. ¿Estás listo?

— Es un caballo fabuloso. ¿Se lo entregó el dueño de este amuleto?

Sacó la pluma de Nahuel y la garganta se me secó.

— No, fue un regalo de un joven francés — respondí —. Mire, sé que todos desconfían de nosotras, mas tener amigos indígenas no es un delito.

— Sé que no lo es, solo sentía curiosidad — se rió un poco ante mi reacción defensiva —. ¿No quiere que se lo devuelva? — la movió en el aire.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now