Gikinjigwenidiwag - Ellos se abrazan

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Las lágrimas eran como chuzos de punta, ardientes en la escarcha helada de los pómulos. A ambos lados, Thomas Turner y Jeanne me protegían del frío que ya se había instalado en mi corazón para siempre, como una carga de conciencia con forma de cubículo mortuorio. Ella me apretaba la mano izquierda, él la derecha. Tuve que morderme las encías para que mi llanto no emitiera ruido alguno. La mantilla negra sobrevolaba por encima de mi cabeza, cubriendo mi visión de tanto en cuando. Frente a mí, Waagosh, junto a otros jóvenes, tocaban los tambores con agresividad. Su tono era distinto al que había escuchado en la ceremonia del cabello de Wenonah: estábamos en un entierro. Ninguno de los miembros de la tribu se había acicalado de una forma concreta, aspecto que provocara que nosotras, vestidas de negro de los pies a la cabeza, pareciéramos dos parcas. Únicamente los niños, a los que generalmente se les tenía vetado acudir a los funerales, debían de llevar una suerte de bandana negra sobre la frente. Creían que era la forma de ahuyentar a la muerte de sus jóvenes almas. Los ojibwa tenían fe en una vida más allá de la muerte, en el mundo de los espíritus. Los tres hombres fallecidos se reunirían ahora con sus ancestros. Irían a un lugar mejor.

La música aumentó en intensidad y dejaron tumbados sobre tres canoas de madera los cuerpos sin vida de sus hermanos. Aparté la vista, sin poder resistirlo, y noté cómo el mercader me sostenía de la cintura. Como parte del rito, Onida y las demás sanadoras eran los encargados de asear los cadáveres y vestirlos con sus ropas y alhajas. Debían viajar al otro mundo como habían sido. Sin embargo, los tres habían sufrido graves quemaduras y su anatomía era irreconocible. Uno de ellos era prácticamente un manojo de huesos chamuscados. Jeanne se llevó los dedos a los labios y contuvo una arcada. Por el contrario, todos los miembros del clan siguieron impasibles, canturreando en murmullos elegíacos. Tragué saliva y me obligué a mirar. Huyana tenía los ojos cerrados, consolada en silencio por Inola. Inevitablemente pensé en Honovi, principal ausente. En su celda, se había echado a llorar como un niño al recibir la noticia del incendio.

— Dios santo... — distinguí la voz impresionada de Florentine detrás de mí.

Con la ayuda de sus hijos, el chamán comenzó a colocar comida, plumas y flechas en las barquitas de madera. Era su forma de entregarles provisiones y honores para su expedición al cielo. Jamás había presenciado algo así, pero me sentí profundamente abrumada por la peculiar religiosidad de lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Entre ellos, Namid pasó la palma de la mano por sus rostros deformados por el fuego y les susurró, como lo hacía con los caballos. Sentí todavía más ganas de llorar. Regresó a su sitio, junto a Wenonah, frente a nosotros, y me dirigió una mirada fugaz. "No puede ni siquiera mirarme", me entristecí, sin ser consciente de por todo lo que él había tenido que pasar en su ausencia y la impotencia que sentiría por haberse marchado durante tanto tiempo.

Entre todos, empujaron las pequeñas barcazas río abajo. Las esposas e hijos de los fallecidos se encontraban al lado de Mitena, quien los recogía entre sus brazos con la sabiduría de un roble centenario. Fue entonces cuando Onida comenzó su canto y prendió unas cuantas hojas de tabaco. Las recogió entre las manos y se llevó el olor a la boca. Enseguida las lanzó al agua con suma delicadeza. Ishkode tomó su arco e hizo arder la flecha en la misma hoguera en que su progenitor había empleado. En un tiro limpio, alcanzó a cada una de las canoas.

El fuego había acabado con ellos y el fuego se los llevaría a la eternidad.


‡‡‡‡


Decidimos dejarlos a solas durante el banquete que sobrevino a la ceremonia fúnebre. Ninguno pronunciamos en voz alta lo ajeno que nos resultaba aquella costumbre, pero llevábamos casi un día entero sin dormir y todavía restaban muchas investigaciones por hacer antes de que se celebrara el temido juicio al día siguiente. Ya estaba anocheciendo y en mi interior me había rendido completamente. Imaginé que tendríamos que celebrar el entierro de Honovi y volvería a ver una barcaza arder deslizándose por el ancho río que abandonaba Quebec.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now