Niijikwe - Amiga

858 187 62
                                    


Tras la eucaristía, Jeanne y yo aguardamos un poco a que el resto de feligreses se dispersaran. Entretanto, nos deslizamos por las naves laterales y encendimos un par de velas en honor a San Juan, el favorito de nuestra madre. Yo quería salir de allí desesperadamente, antes de tener que enfrentarme al reverendo. Nos había distinguido entre la multitud en milésimas de segundo mientras leía los evangelios. Sin embargo, Jeanne parecía estar empeñada en provocar un encuentro. Para mi desgracia, se produjo: tras hablar con algunas personas, se acercó a nosotras con expresión bonachona. No sabía qué tomar de verdadero en aquella sonrisa.

— Buenos días, señoritas. Me alegra que hayan venido al oficio. ¿Les ha agradado? — nos saludó.

— Así es — asintió Jeanne —. ¿Cómo se encuentra?

— Estupendamente. Pronto nevará, es una época preciosa — respondió como si nada pasara —. Querida Catherine, ¿se siente usted mejor? Su hermana me informó de que estaba indispuesta.

— Sí — dije simplemente, lacónica.

No me molesté en ocultar mi descontento y pronto el ambiente se tornó tenso. El reverendo parecía estar angustiado por el distanciamiento de mis formas. Nos invitó al claustro para que pudiéramos hablar con mayor libertad y la luz que entraba por la cúpula me cegó durante unos instantes.

— ¿Cómo se han sucedido las lecciones en ausencia de mi hermana? — se interesó repentinamente Jeanne.

La miré sin comprender por qué tenía que sacar a colación aquel tema tan desagradable. Él también se sorprendió, pero apuntó con finos modales:

— Mejor de lo que esperábamos pero peor de lo que querríamos. Los alumnos notaron mucho su ausencia. Les encanta su música. No imagina cuánto. Cuando ella está en el aula, todos parecen sentirse mucho más dispuestos en el aprendizaje. Se alegrarán de volverla a ver en la próxima clase.

Forcé una media sonrisa que me produjo arcadas. Sin embargo, Jeanne era conocedora, por mi testimonio, de todo lo que había ocurrido en realidad en aquella aula, y no le agradó que el reverendo contestara con tal falsedad, omitiendo lo verdaderamente importante. Conocía aquella mueca que se apoderaba de su rostro cuando se molestaba por algo. A pesar de aquello, mantuvo la calma y le sonrió diciendo:

— Me gustaría visitar a los alumnos de mi adorada hermanita, ¿sería posible?

Volví a mirarla, perdida. ¿Por qué estaba haciendo todo aquello?

— Sin duda alguna, señorita Jeanne. En este preciso momento están en su clase de cálculo diaria. Síganme.

Cuando nuestras miradas se encontraron, ella me tomó de la mano, resuelta.

— Confía en mí, pajarito — me dijo al oído al caminar.

Yo no tenía ni idea de cuáles serían los planes de mi hermana, pero el reverendo Denèuve también los ignoraba. Con inocencia, nos guio hasta la puerta del aula y tocó dos veces. Reconocí la voz de alguien que no era el padre Quentin desde el interior, invitándonos a pasar. Lo hicimos y me encontré acogida por esos luceros oscuros que me hacían sentir estimada. Estaban todos sentaditos en sus pupitres, obedientes. Jeanne se quedó un tanto paralizada. No esperaba encontrar tantos alumnos. Por si fuera poco, era su primera vez en el trato con indígenas. Quería que viera lo que yo vislumbraba en ellos con sus propios ojos.

— Disculpe, padre Chavanel. No queríamos interrumpir su lección. Estas son dos distinguidas damas de nuestra comunidad: Jeanne, la esposa de Antoine Clément, y su hermana pequeña Catherine Olivier, nuestra maestra de clavicordio de la que ya ha oído hablar anteriormente. Deseaban visitar a nuestros queridos alumnos.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora