Minose - Ella trae la buena suerte

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Mi primer día de subasta fue lo más parecido a un aterrador caos de voceríos, monedas transformadas en armas arrojadizas, puñetazos a pequeña escala y sonrisas depravadas que me hicieron sentir indefensa. Jamás había experimentado algo así. Pasé gran parte de las horas detrás de los chicos de Thomas Turner, escondiéndome en sus espaldas, pero Henry Samuel Johnson no tardaba en encontrarme en mi escondrijo y me situaba en primera línea, con mis piernas golpeando la mesa, para que, desconocía cómo ni por qué, los compradores se detuvieran en nuestro puesto. Para mi desdicha, lo hacían: cuando yo estaba al frente, una reducida multitud se reunía para tasar las pieles y aprovechaba la ocasión con el objetivo de entablar una conversación con aquella joven bien vestida que parecía estar asistiendo a un rito inquisitorio. Me preguntaban sobre el origen de los bienes que vendíamos y Thomas Turner aparecía a mi lado, con su dulce labia, para explicarles con detalle la razón por la que no debían de abandonar la subasta sin adquirir sus pieles. Eran de visón, de búfalo, hasta de oso, y al mercader lo llamaban "el cautivador" por motivos de peso. Conjugando la presencia femenina que yo representaba y su maña para los negocios, empezamos superar a los holandeses en ventas antes de la hora de comer.

— Sonría un poco. No ponga esa cara de mortificada — me susurraba.

Yo estaba atemorizada. No obstante, hice un esfuerzo por complacerle y atraje a varios compradores franceses al descubrir que no era inglesa y compartíamos nacionalidad. Conocía los gustos de las mujeres, por lo que me descubrí aconsejando a las ricachonas damas de Quebec sobre lo fabuloso que era poseer una piel de zorro. En el momento en el que conocían mis raíces parisinas, estiraban del chaleco de sus maridos para exigirles que me dieran las monedas pertinentes. Conforme más vendíamos, menos me costaba sonreír.

— A este ritmo cubriremos las pérdidas — se sorprendió Claude.

— La distinguida dama nos ha traído suerte — ironizó Henry Samuel Johnson.

Thomas Turner extendió más pieles, uno de los últimos lotes del día, sobre la mesa, y añadió con una media sonrisa:

— La señorita Catherine no es consciente del efecto que despierta en los demás.

Aquel comentario me tomó desprevenida. El tono del mercader me resultó peligrosamente cercano y me ruboricé. ¿Pensaba aquello de mí? Tenía sus ojos clavados en los míos.

— Algunos nacen con estrella, otros nacemos estrellados — bromeó uno de los chicos, rompiendo el contacto visual entre los dos.

Hicimos un descanso a la hora del almuerzo y me hallé de pronto sentada sobre una manta comiendo con las manos una pata de conejo. Salimos fuera del edificio y nos acomodamos en el parque que lo rodeaba, contorneados por otros vendedores y compradores que también habían pausado sus tareas para alimentarse. Uno de los chicos de Thomas Turner se quedó dentro, vigilando el puesto, y el mercader me ofreció una zarrapastrosa manta de su carruaje para que pudiera apoyarme en la hierba mal cortada sin mancharme el vestido. Los demás lo hicieron al raso, conteniendo las risitas mal disimuladas. Pálida y sin saber cómo comportarme, tomé la carne que me ofreció sin quitarme los guantes. Miré la chamuscada piel del animal y, aunque olía bien, me produjo cierto rechazo tener que comer de aquella forma tan basta.

— Espero que no esté sintiéndose incómoda. No hay tiempo para demorarnos en el almuerzo. La carne es buena, no se preocupe — me dijo Thomas Turner, sentándose a mí lado.

Yo asentí con una inclinación de cabeza y me mantuve en silencio. A pesar del asalto a las normas de conducta que consideraba idóneas, no era algo tan grave. Debía de acostumbrarme y no ser maleducada. Recordé que no hacía muchos días que había cabalgado sobre un caballo salvaje por primera vez y sonreí cuando me llevé el primer bocado a los dientes. Mis parientes franceses estarían escandalizados.

Me resultó formativo prestar atención a las conversaciones de Thomas Turner y sus chicos. No parecían ser malas personas, solo distintas. Diferentes como lo era Namid. Lo eché repentinamente de menos y me imaginé su expresión si hubiera sido capaz de verme alejada de todo mi manierismo parisino. Los comerciantes de pieles estaban ilusionados por las perspectivas de buenas ventas que habíamos logrado hasta aquel momento. Había una multitud de holandeses, con sus trajes oscuros y regios, observándonos un par de pies más lejos. Vi a un par de grupos de ingleses riéndose a carcajadas y desparramando cervezas bajo la mirada increpadora de algunas familias de Quebec que pretendían comer junto a sus hijos con tranquilidad. Sin embargo, los que despertaban más curiosidad, incluida la mía, eran los indígenas. No estaban sentados alejados de los blancos, sino mezclados, como todos los demás, y no tardé en reconocer a los hombres de la tribu hurón. Se abrazaron con dos jóvenes que debían de pertenecer al clan ojibwa y empezaron a comer conjuntamente, formando un círculo. Aquella paz chocó con el diálogo que Henry Samuel Johnson y Thomas Turner entablaron:

— ¿Es cierto que el gobernador ha ordenado construir dos cuarteles más para la milicia? — preguntó el primero de ellos.

— Sí. El señor Clément me informó de primera mano. La taberna de Louis está a rebosar de soldados franceses recién llegados.

— Todo esto no tiene muy buena pinta. ¿No crees? ¿Y si rompen el tratado de Aix-la-Chapelle? Eso significaría la guerra entre Inglaterra y Francia — bajó el tono, cauteloso.

— Seré franco, querido amigo: sinceramente desconozco qué ocurrirá. No es la primera vez que surgen conflictos, los franceses atosigan las colonias británicas sin importarles incurrir en un delito. La tensión lleva aumentando desde el año pasado..., día a día me llegan informaciones de escaramuzas a pequeña escala en las zonas rurales de la frontera. Están compitiendo por llevarse el trozo más grande del pastel.

— Condenada tierra — repitió las palabras de Antoine. — Va a llevarnos a la tumba.

(YA A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoWhere stories live. Discover now